martes, 5 de marzo de 2013

Un buen amigo



         Me crié en un pueblo de Alicante llamado San Juan, pero mi familia y yo pasamos todos los veranos en la otra punta de España, en una aldea de La Coruña próxima al Ferrol, donde vivían mis abuelos paternos.

         Para mí aquella aldea era un paraíso; no sólo por la presencia de mi abuela, a la que adoraba, sino por el cambio radical en nuestras vidas. Siempre he sido un enamorado de los paisajes gallegos, y Lago -que es el nombre que recibe aquella aldea- lo tenía todo al alcance de la mano. Bosques inmensos de eucaliptos, algunos pinos que ardían un verano sí y el otro también, playas eternas de aguas congeladas en las que mi hermano y yo nos bañábamos de todas formas...

         Y luego estaban las gallinas y las vacas. Los niños que vivíamos en San Juan de Alicante a principios de los años ochenta no teníamos demasiadas oportunidades de ver animales vivos, aunque en aquellos años aún quedaba una vaquería y de vez en cuando pasaba alguna furgoneta cargada de trébol para los conejos. Pero en las zonas rurales de Galicia las gallinas y las vacas estaban a la orden del día, al igual que los burros, los cerdos y la terrorífica gineta, a la que yo nunca pude ver, pero que en más de una ocasión movilizó a los hombres de la aldea, hartos de que se colase en sus gallineros.

         Mis abuelos no eran gente de campo. Mi abuelo fue el secretario de la Cámara de Comercio del Ferrol durante cincuenta y cinco años -han leído bien-, entre los años veinte y los ochenta. Pero antes trabajó como comercial, regentó un bar, e incluso pasó algunos años emigrado en Uruguay, en el colmado de uno de sus tíos. Se jubiló a los ochenta y tres años -sé que parece una locura, pero es lo que hay- y pasó sus últimos años leyendo el periódico y ordenando su colección de sellos. Al comenzar el verano cogía un taxi y se desplazaba junto a su mujer y un par de tías solteronas a la casa que tenía alquilada en Lago, a esperar a sus hijos y a sus nietos.

         En la Galicia rural de los primeros años ochenta, mi familia y yo éramos una auténtica isla de prosperidad. Para empezar, teníamos dos meses de veraneo, mientras que los vecinos se pasaban todos los días del año atados a las cuadras y los campos. Mientras ellos se levantaban a las seis de la mañana para hacer el primer ordeño, nosotros salíamos de la cama como muy pronto a las diez y nos íbamos directamente a la playa, una playa que ellos no pisaban más que de tarde en tarde. Nosotros, los niños, veníamos cargados de juguetes; yo a los diez años tenía una pequeña cámara de fotos que mi padre ya no usaba, y que era un objeto del que muchos hogares en la aldea carecían.

         En nuestra vida cotidiana en San Juan de Alicante mi padre era un profesor y mi madre ama de casa, que pasaban mil estrecheces, llevaban a los hijos a un colegio público -y a mucha honra- y algún sábado, como lujo supremo, se iban a Altea o Santa Pola a comer a un restaurante. Pero allí, en la otra punta de España, éramos unos verdaderos señoritos venidos de la ciudad.

Había un auténtico abismo entre nosotros, clase media urbana, y aquellos campesinos que se deslomaban con la hoz, la azada, la guadaña y el galleto. Sus hijos pequeños iban al instituto, por supuesto, y algunos querían estudiar una carrera; a aquellas diferencias de siglos les quedaban pocas décadas de vida, pero aún existían. Los abuelos de mis amigos se quitaban la gorra delante del mío y llamaban señora a mi abuela; sus padres les decían a sus hijos que tuvieran cuidado porque nosotros -mi hermano y yo- éramos unos señoritos.

Mi mejor amigo en la aldea se llamaba Juancito. Era tres años mayor que yo, y tenía una fuerza descomunal. Juancito era el líder indiscutible de la pequeña manada de niños que corríamos por los campos, jugábamos a la pelota, nos escondíamos en las cuadras y hacíamos carreras con las gallinas. Sin embargo, Juancito también hacía trabajos de hombre, aunque en los tiempos que estoy recordando no podía tener más de diez años. Había días en que, mientras mi hermano y yo nos íbamos a la playa, Juancito y su hermana pequeña iban a las patatas, y se pasaban el día entero bajo el sol, o más frecuentemente pasando frío, ayudando a los mayores a cavar las cosechas propias y las de los vecinos. En ocasiones se iba a cortar la hierba, ayudando a su padre a cargar fardos de hierba en la trasera del tractor. Otras veces estaba solo en el campo al cuidado de tres o cuatro vacas, él con un montón de piedras al alcance de la mano, ellas con un cuerno atado a la pata derecha para que no pudieran echar a correr.

El padre de Juancito, además de agricultor, era el herrero de Lago, de manera que muchas veces el chaval le ayudaba sosteniendo los hierros con unas tenazas enormes mientras el padre descargaba unos martillazos terribles sobre el yunque. También le echaba una mano cuando había que techar algún rincón de la cuadra que se había levantado por el viento, y como es evidente pasaba las noches en vela cuando los mayores hacían guardia por si venía la gineta, mientras que yo, metido a la fuerza en mi cama, rabiaba por acompañarles en la guardia hasta que me quedaba dormido arropado por las mantas.

Uno de los recuerdos más nítidos que tengo de mi amigo Juancito es de una vez en que hubo que vaciar la cuadra. Lo que se hacía en aquellos tiempos pienso que hoy estaría más que prohibido, pero a nosotros nos parecía muy normal. Era normal que se hiciera la matanza del cerdo sin veterinario, chamuscándole los pelos al animalito con un soplete cuando aún estaba vivo, mientras los niños nos comíamos el bocadillo de chocolate mirando fascinados el espectáculo. Era normal que los hijos de los vecinos vinieran desde el pueblo de al lado tumbados sobre la montaña de hierba en equilibrio, en la trasera de un Land Rover. Era normal que el herrero usara la radial sin careta de protección y con los pies en un charco de la fragua. Y era normal que mi amigo Juancito, a sus diez o doce años de edad, estuviera metido hasta la cintura en una acequia llena literalmente de mierda de cerdo, con las botas de agua de su padre y una pala para ir empujando la porquería hasta la fosa séptica que, por cierto, era normal que no estuviera cerrada.

Así recuerdo a Juancito: un par de metros por debajo de mí, metido en mierda hasta la cintura. Nosotros nos íbamos a pasar la tarde a la playa, o a cualquiera de los pueblos que a mi padre tanto le gustaba visitar; a él le quedaban por delante un par de horas empujando la porquería. Recuerdo la cara de asco que puse, y a él diciéndome, con toda sensatez:

- ¿Es un asco, eh? Pero hay que hacerlo.

Recuerdo sobre todo el cariño de hermano mayor con el que lo decía. Un niño con maldad se habría reído del señorito que ponía cara de asco, o incluso me habría lanzado alguna pella de porquería. Pero él sonrió con sonrisa de adulto y se quedó allí, trabajando.

El retrato de aquella familia gallega no quedaría completo sin los tíos emigrantes. Eran dos, un matrimonio sin hijos y con muchos millones en las cuentas corrientes que heredó su sobrina cuando Juancito ya había muerto. Los tíos de mi amigo trabajaban en Suiza, ella limpiando casas, él en las vías del tren. Y allí se fue el chaval cuando tuvo dieciséis años, a ayudar llevando traviesas y raíles, sufriendo que los suizos les llamasen cíngaros, durmiendo con siete u ocho en la misma habitación.

No sé ni cómo ni cuándo, Juancito se sacó el BUP y el COU. En aquellos años él ya era un hombre, y mi hermano y yo no éramos más que unos niños que lo flipaban con su primer ordenador, un Amstrad de 128 K.

A finales de los ochenta Juancito se sacó novia, y aquello lo distanció de nosotros de forma definitiva. Luego se terminó mi infancia: en menos de tres años fallecieron mi abuelo, a una edad muy avanzada, y mi padre, presa de la enfermedad con nombre de zodíaco. Aquel año dejé de veranear en Galicia y me fui a Madrid con otros familiares.

Vi a Juancito por última vez en el otoño de 1992. El chaval se había sacado unas oposiciones a policía en un pueblo próximo al suyo. Se iba a casar con su novia e iban a mirar un piso. Un piso, no una casa en el campo porque no quería volver a tocar a un animal en su vida. Yo había ido a Galicia con un amigo que también era policía, y ambos congeniaron.

Pasé una semana extraordinaria, y volví a Alicante con la satisfacción de ver bien colocado, para toda la vida, a un buen amigo. Se acabó el cavar las patatas, se acabó el irse a Suiza al ferrocarril. Me imaginaba innumerables tardes en el nuevo piso de mi amigo y de su novia, charlando y pasándolo bien. De aquellos días guardo un recuerdo físico, una foto ampliada que me ha acompañado en muchas mudanzas, que está colgada de una de las paredes de mi casa de Lorca mientras escribo. Tres amigos haciendo el payaso. Le tengo un cariño muy especial porque dos de los tres iban a irse para siempre antes de cumplir los treinta años.

El 5 de marzo de 1993, hace hoy veinte años, sonó el teléfono en mi casa de Alicante. Lo cogió mi abuela. Yo estaba con mi hermano en nuestra habitación y de repente escuché un grito que todavía hoy me hace estremecer.
 
¡Antonio! ¡Murió Juancito!

La noche anterior mi amigo se fue a La Coruña con dos compañeros policías. A la vuelta él se sentó en el asiento trasero y se durmió. El coche se salió en una curva y se estrelló contra un muro. Los que iban delante salieron con heridas leves, pero él se desnucó. Tenía veinticuatro años, un pasado muy duro por detrás y toda la vida por delante. Mi hermano, yo mismo y todos los que fuimos sus amigos, hoy unos cuarentones con hijos pequeños, aún recordamos con todo el cariño del mundo a aquel chaval fortachón, capaz de dedicarte una sonrisa desde el fondo de una zanja llena de mierda de cerdo. Descansa en paz, amigo.

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