(Artículo publicado el 22-I-2013 en la web antigua de Guadalentín al Día.)
Hacía mucho tiempo que no me impresionaba un programa de
televisión tanto como la emisión de anoche de Cuarto Milenio, de Iker Jiménez. Un periodista serio, que huye del
populismo y de las tonterías -en ocasiones auténticas estafas- que proliferan
en otro tipo de programas. Ahora entraré más a fondo en el tema, pero os
comentaré que salió una persona, dando la cara, diciendo que hace algunos años,
mientras circulaba por una carretera por la noche, se encontró en el arcén con
un grupo muy extraño de personas, vestidos con ropa de baño aunque era
invierno, sin ninguna linterna pese a que era noche cerrada. Aquellas presencias
permanecieron sin inmutarse en el arcén, ajenas en apariencia al paso de su
coche.
Lo que más le sorprendió, lo que le hace sobresaltarse incluso
hoy, es que la última persona a la que vio, en vez de rostro tenía un agujero
negro. Cuando el hombre llegó al pueblo más próximo detuvo el coche, despertó a
su mujer y le contó lo que acababa de ver. Ella le respondió que acababan de
pasar junto al camping de Los Alfaques, donde en los años setenta casi
trescientas personas murieron carbonizadas por la explosión de un camión
cisterna. La deflagración fue tan potente que el agua de la playa, que estaba a
pocos metros del lugar del siniestro, comenzó a hervir.
Para los que ya no cumplimos los treinta años, Los Alfaques es un
nombre que nos suena; una referencia triste, trágica, que a lo mejor no
conocemos con todo detalle, pero que se suma a otros nombres de ciudades.
Seveso, Biescas, Bhopal... Sitios en los que, cuando éramos niños, pasó algo
muy grave. Leo en Internet que los dueños del camping de Los Alfaques se han
querellado contra Google, nada menos, porque afirman que ese buscador pone en
primer plano todas las noticias y fotos relacionadas con aquella tragedia de la
que ellos no fueron responsables sino víctimas. Y es inevitable. Por cada
persona que quiere reservar una plaza en ese camping de Tarragona, hay diez o
veinte, o cien, que buscan información sobre la tragedia que puso el
establecimiento en la historia negra de las desgracias. Me temo que pasará algo
similar con el nombre de Lorca, que por cada persona que busca información
sobre la Semana Santa, habrá cien que querrán saber algo más sobre los efectos
de los terremotos. Es injusto, y es muy desagradable, pero es inevitable. Pasó
lo mismo en los años ochenta con los que se apellidaban Tejero, como el
golpista, o en los noventa con los Roldanes, como el ladrón.
El camping de Los Alfaques es un establecimiento ubicado junto al
mar, a muy poca distancia del municipio tarragonés de Sant Carles de la Ràpita.
El negocio sigue funcionando, porque, insisto, no tuvo absolutamente nada que
ver con aquella tragedia. Simplemente, ellos y sus clientes fueron las víctimas
de la fatalidad, y de la chapuza humana.
El 11 de julio de 1978, a eso de las dos y media de la tarde, un
camión cisterna cargado con gas que iba hacia Alicante reventó justo cuando
circulaba por la nacional N-340 al pasar por delante del cámping de Los
Alfaques, provocando una onda expansiva que hizo subir las temperaturas hasta
los 2.000ºC en algunos puntos, haciendo hervir el agua del mar en determinado
punto, y calcinando a cientos de personas que estaban en las instalaciones del
camping. Hubo cerca de 160 muertos en los primeros segundos, y otros tantos
murieron en las horas y días sucesivos como consecuencia de las heridas.
El camión cisterna estaba cargado con propileno licuado, un gas
inflamable. Parece ser que llevaba más toneladas de las permitidas, por lo que
la presión fue aumentando en exceso, con el añadido de que era verano y el
vehículo llevaba tiempo al sol. En aquellos años no había tantos mecanismos de
seguridad, como válvulas que dejasen escapar el exceso de presión. Tampoco
existían las normas de circulación actuales que impiden el paso de ese tipo de
camiones por el centro de las ciudades y les obligan a ir por autovía o por
itinerarios alternativos. En este caso el camionero, que también murió en el
acto, parece ser que optó por cruzar el pueblo de Sant Carles de la Ràpita
siguiendo la carretera nacional en vez de utilizar la autopista A-7 (actual
AP-7), porque en su empresa no le pagaban el peaje. Insisto; en aquellos años
aquello de ir por el peaje se vería como un lujo innecesario; no era ilegal
meterse por el pueblo (sí lo era cargar el camión con más toneladas de gas,
evidentemente).
No hay exageración al decir que la Muerte sobre ruedas arrasó el
cámping. Tras ver el programa de Cuarto
Milenio de anoche he repasado el tema, y he visto imágenes terroríficas,
emitidas por TVE en su momento y aparecidas en las portadas de las revistas de
entonces. Planos que, desde luego, hoy no nos atreveríamos a sacar. Yo mismo,
como periodista, he dejado imágenes mucho más suaves en el tintero, empezando
por nuestra propia explosión de gas, la que se produjo el año pasado junto a la
Venta de la Petra, de la que Alejo Lucas y yo mismo, y nuestros cámaras,
podríamos decir algunas cosas. En aquellos tiempos salían cosas así. La pobre
Irene Villa justo después del coche bomba, los guardias llenos de sangre de
Zaragoza... luego nos fuimos haciendo todos más moderados, aunque a veces
parezca lo contrario; hoy es impensable sacar en la tele un muerto. Un muerto
de procedencia occidental, por supuesto. Si son africanos o palestinos, la cosa
cambia...
La tragedia de Los Alfaques marcó a miles de personas. Y ahora
viene lo misterioso. Anoche, como decía, una persona con nombre y apellidos se
atrevió a dar la cara en la televisión y contarnos lo que os decía al principio
del artículo, lo que amplío ahora.
Sería la una y media de la mañana;
mi familia y yo íbamos de viaje por la antigua carretera nacional, bordeando el
mar. Mi mujer y mi hija iban dormidas, y yo atento porque se trataba de una
zona por la que no había circulado nunca. En un momento dado puse la luz larga,
porque no venía tráfico de frente. Entonces vi, en el arcén izquierdo, junto a
una pinada, a un grupo de siete u ocho personas. Algunos eran adultos, otros
niños. Vestían con ropas impropias del invierno. Pantalones cortos, un niño en
bañador, vestidos de verano... Tampoco llevaban ninguna linterna aunque era
noche cerrada. Pasé a su lado sintiéndome intranquilo, porque aquella gente
permanecía en pie, sin hablar ni moverse, como si no me estuvieran viendo
pasar. Sólo estaban allí, quietos en medio de la noche, sin luces. De pronto me
fijé en que la última figura del grupo era un hombre que no tenía cara; en vez
de rostro tenía un agujero negro.
Aguanté al volante hasta que
alcancé las luces del primer pueblo, que resultó ser Sant Carles de la Ràpita.
Entonces paré el coche y desperté a mi mujer, que se asustó al verme tan
espantado. Le conté lo que acababa de ver, y ella se quedó blanca y me preguntó
si no sabía por dónde acabábamos de pasar; al decirle que no tenía ni idea, me
explicó que habíamos pasado junto al cámping de Los Alfaques, el lugar en que
más de trescientas personas habían muerto de una manera aterradora.
Un testimonio tremendo, que, según Iker Jiménez -insisto, un
profesional que me parece serio y honrado- no es el único. De hecho, Cuarto
Milenio aportó otros testimonios, algunos de ellos a cara descubierta, que
decían que han visto figuras inmóviles en medio de los pinos, incluso unos
fantasmitas que se aparecen con cierta frecuencia y que han denominado los niños del cubo, porque se presentan
con su cubito de la playa...
El tema me impresionó muchísimo; voy a confesar que esta noche he
tenido una pesadilla en la que esas personas del arcén me perseguían; un sueño
terrible. Hacía muchísimo tiempo que no soñaba con una película de miedo o un
programa inquietante. El testimonio que escuché me dejó helado, y la suerte fue
que no pude acabar de ver el programa de Iker porque tuve que acostar a mi hija.
Con independencia de lo que podamos creer acerca de este tipo de
fenómenos, yo tengo una cosa muy clara: aquel hombre que anoche estaba hablando
en la tele no ganaba nada aportando su testimonio. En el mejor de los casos,
que piensen que es un aprovechado, un jeta que quiere hacerse famoso por unas
horas y tener la experiencia de salir por la tele. Pero tiene mucho que perder:
el hombre que contó anoche que había visto fantasmas tendrá parientes, amigos;
hijos que luego tendrán que aguantar las bromas en el patio del instituto.
Jefes que le van a poner en el punto de mira por salir contando historias de
fantasmas. Clientes ante los que perderá su credibilidad. Hoy en día, salvo los
frikis profesionales, nadie sale ganando nada en absoluto por contar en público
que hace diez años vio fantasmas en la carretera. Y aún hay más, porque le
pueden acusar de estar frivolizando con una auténtica tragedia que se saldó con
trescientos muertos y otros tantos heridos. Meterse en un bar, pedirse un
cortado y que se levante de su mesa y le plante cara un hombre que perdió a su
padre, o a sus hijos, en Los Alfaques, y que le haya sentado fatal esa historia
de los niños con el cubo de la playa.
Doy por sentado que esta clase de personas, gente como nosotros,
seria, responsable, sin ganas de meterse en líos ni ser tomada por charlatanes,
se cree de verdad lo que está contando. A este señor parece que lo que vio
aquella noche en Los Alfaques le ha amargado un poco la vida; dice que no hay
día en que no recuerde aquella terrible visión de los campistas impávidos.
Por supuesto, la Ciencia tendrá explicaciones. La sugestión. Un
hombre de treinta y tantos años, como tendría aquel señor, ha oído hablar de
Los Alfaques alguna vez en su vida, aunque no se acuerde. Sería un niño de
siete años que vio los cadáveres calcinados por la tele en los tiempos del UHF;
un adolescente de quince que lo leyó fugazmente en El Caso. Incluso lo puede haber escuchado de fondo en la radio de
un taxi sin ser consciente de que su cerebro estaba tomando nota. De manera que
cuando dice que no sabía lo que había pasado en Los Alfaques se equivoca: su
cerebro lo tiene apuntado como nota a pie de página, para soltarlo en el
momento adecuado.
El hombre también dice que no sabía que estaba pasando por delante
de Los Alfaques; una explicación científica diría que, sin duda, unos
kilómetros antes habría tenido que encontrarse con algún cartel, aunque fuera
el de un restaurante o un taller. Hay miles de estímulos que nos pasan
desapercibidos, pero que nuestro cerebro va apuntando. Vas conduciendo, llevas
cien o doscientos kilómetros a tus espaldas; es de noche, estás cansado. Has
visto de reojo un cartel que pone Cámping
Los Alfaques 30 km., tu cerebro ha atado cabos y ha sacado del olvido aquel
telediario que viste hace quince años, aquellas imágenes de cuerpos quemados y
coches ennegrecidos, de los que te olvidaste diez minutos más tarde porque
acababa de empezar La vuelta al mundo de
Willy Fog. Sigues conduciendo, distraído viendo las olas que rompen a los
pies de la carretera, mientras tu cerebro ha tomado nota de que estás cerca de
aquel sitio llamado Los Alfaques donde estaban aquellos muertos. De repente ves
de refilón el perfil de una caravana aparcada, o una tienda de campaña entre
los pinos... y tus ojos cansados, adormecidos, ven una serie de siluetas en
medio de los pinos, mientras tu cerebro esconde la mano y dice que por favor,
que él no se está inventando nada; que eso está pasando de verdad. Que él no
sabía nada de quemados ni de Alfaques. Y ahí tenemos a un hombre honesto,
atormentado por una visión que para él es tan real como la cara que le mira
cada mañana al otro lado del espejo mientras se lava los dientes.
O quizás... Mi mujer dice que los fantasmas pueden ser algo así
como impresiones fotográficas. En un lugar donde se libera de pronto tanta
energía, pueden quedar señales. Igual que entre las raíces de los pinos
encontraríamos brasas, igual que en el interior de los troncos habrá burbujas
con el gas que explosionó aquella noche, es posible que el propio suelo, o el
aire, conserven ciertas huellas. Sombras que de vez en cuando se vean con más
fuerza.
No sé. Lo que sí quiero confesaros es que yo mismo tengo una
psicofonía grabada hace unos años. Una noche sin gente alrededor, en un antiguo
sanatorio infantil en la cima de una colina. Tres hombres pusimos una cinta virgen
en un cassette, y cuando la escuchamos oímos, perfectamente, una voz de mujer
que dice: Estoy. No es un crujido, es
un susurro nítido, inequívoco. ¿Un simple crujido de la casa, una foto de otros
tiempos, un fantasma que nos quiso saludar? La psicofonía la tomamos en el
Preventorio de Aigües (Aguas de Busot), en Alicante, donde otras gentes dicen
que han grabado, o fotografiado, cosas que, sencillamente, no saben lo que son.
Yo tampoco lo sé.
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