domingo, 17 de marzo de 2013

La Muerte visitó Los Alfaques

(Artículo publicado el 22-I-2013 en la web antigua de Guadalentín al Día.)

Hacía mucho tiempo que no me impresionaba un programa de televisión tanto como la emisión de anoche de Cuarto Milenio, de Iker Jiménez. Un periodista serio, que huye del populismo y de las tonterías -en ocasiones auténticas estafas- que proliferan en otro tipo de programas. Ahora entraré más a fondo en el tema, pero os comentaré que salió una persona, dando la cara, diciendo que hace algunos años, mientras circulaba por una carretera por la noche, se encontró en el arcén con un grupo muy extraño de personas, vestidos con ropa de baño aunque era invierno, sin ninguna linterna pese a que era noche cerrada. Aquellas presencias permanecieron sin inmutarse en el arcén, ajenas en apariencia al paso de su coche.

 

Lo que más le sorprendió, lo que le hace sobresaltarse incluso hoy, es que la última persona a la que vio, en vez de rostro tenía un agujero negro. Cuando el hombre llegó al pueblo más próximo detuvo el coche, despertó a su mujer y le contó lo que acababa de ver. Ella le respondió que acababan de pasar junto al camping de Los Alfaques, donde en los años setenta casi trescientas personas murieron carbonizadas por la explosión de un camión cisterna. La deflagración fue tan potente que el agua de la playa, que estaba a pocos metros del lugar del siniestro, comenzó a hervir.

 

Para los que ya no cumplimos los treinta años, Los Alfaques es un nombre que nos suena; una referencia triste, trágica, que a lo mejor no conocemos con todo detalle, pero que se suma a otros nombres de ciudades. Seveso, Biescas, Bhopal... Sitios en los que, cuando éramos niños, pasó algo muy grave. Leo en Internet que los dueños del camping de Los Alfaques se han querellado contra Google, nada menos, porque afirman que ese buscador pone en primer plano todas las noticias y fotos relacionadas con aquella tragedia de la que ellos no fueron responsables sino víctimas. Y es inevitable. Por cada persona que quiere reservar una plaza en ese camping de Tarragona, hay diez o veinte, o cien, que buscan información sobre la tragedia que puso el establecimiento en la historia negra de las desgracias. Me temo que pasará algo similar con el nombre de Lorca, que por cada persona que busca información sobre la Semana Santa, habrá cien que querrán saber algo más sobre los efectos de los terremotos. Es injusto, y es muy desagradable, pero es inevitable. Pasó lo mismo en los años ochenta con los que se apellidaban Tejero, como el golpista, o en los noventa con los Roldanes, como el ladrón.

 

El camping de Los Alfaques es un establecimiento ubicado junto al mar, a muy poca distancia del municipio tarragonés de Sant Carles de la Ràpita. El negocio sigue funcionando, porque, insisto, no tuvo absolutamente nada que ver con aquella tragedia. Simplemente, ellos y sus clientes fueron las víctimas de la fatalidad, y de la chapuza humana.

 

El 11 de julio de 1978, a eso de las dos y media de la tarde, un camión cisterna cargado con gas que iba hacia Alicante reventó justo cuando circulaba por la nacional N-340 al pasar por delante del cámping de Los Alfaques, provocando una onda expansiva que hizo subir las temperaturas hasta los 2.000ºC en algunos puntos, haciendo hervir el agua del mar en determinado punto, y calcinando a cientos de personas que estaban en las instalaciones del camping. Hubo cerca de 160 muertos en los primeros segundos, y otros tantos murieron en las horas y días sucesivos como consecuencia de las heridas.

 

El camión cisterna estaba cargado con propileno licuado, un gas inflamable. Parece ser que llevaba más toneladas de las permitidas, por lo que la presión fue aumentando en exceso, con el añadido de que era verano y el vehículo llevaba tiempo al sol. En aquellos años no había tantos mecanismos de seguridad, como válvulas que dejasen escapar el exceso de presión. Tampoco existían las normas de circulación actuales que impiden el paso de ese tipo de camiones por el centro de las ciudades y les obligan a ir por autovía o por itinerarios alternativos. En este caso el camionero, que también murió en el acto, parece ser que optó por cruzar el pueblo de Sant Carles de la Ràpita siguiendo la carretera nacional en vez de utilizar la autopista A-7 (actual AP-7), porque en su empresa no le pagaban el peaje. Insisto; en aquellos años aquello de ir por el peaje se vería como un lujo innecesario; no era ilegal meterse por el pueblo (sí lo era cargar el camión con más toneladas de gas, evidentemente).

 

No hay exageración al decir que la Muerte sobre ruedas arrasó el cámping. Tras ver el programa de Cuarto Milenio de anoche he repasado el tema, y he visto imágenes terroríficas, emitidas por TVE en su momento y aparecidas en las portadas de las revistas de entonces. Planos que, desde luego, hoy no nos atreveríamos a sacar. Yo mismo, como periodista, he dejado imágenes mucho más suaves en el tintero, empezando por nuestra propia explosión de gas, la que se produjo el año pasado junto a la Venta de la Petra, de la que Alejo Lucas y yo mismo, y nuestros cámaras, podríamos decir algunas cosas. En aquellos tiempos salían cosas así. La pobre Irene Villa justo después del coche bomba, los guardias llenos de sangre de Zaragoza... luego nos fuimos haciendo todos más moderados, aunque a veces parezca lo contrario; hoy es impensable sacar en la tele un muerto. Un muerto de procedencia occidental, por supuesto. Si son africanos o palestinos, la cosa cambia...

 

La tragedia de Los Alfaques marcó a miles de personas. Y ahora viene lo misterioso. Anoche, como decía, una persona con nombre y apellidos se atrevió a dar la cara en la televisión y contarnos lo que os decía al principio del artículo, lo que amplío ahora.

 

Sería la una y media de la mañana; mi familia y yo íbamos de viaje por la antigua carretera nacional, bordeando el mar. Mi mujer y mi hija iban dormidas, y yo atento porque se trataba de una zona por la que no había circulado nunca. En un momento dado puse la luz larga, porque no venía tráfico de frente. Entonces vi, en el arcén izquierdo, junto a una pinada, a un grupo de siete u ocho personas. Algunos eran adultos, otros niños. Vestían con ropas impropias del invierno. Pantalones cortos, un niño en bañador, vestidos de verano... Tampoco llevaban ninguna linterna aunque era noche cerrada. Pasé a su lado sintiéndome intranquilo, porque aquella gente permanecía en pie, sin hablar ni moverse, como si no me estuvieran viendo pasar. Sólo estaban allí, quietos en medio de la noche, sin luces. De pronto me fijé en que la última figura del grupo era un hombre que no tenía cara; en vez de rostro tenía un agujero negro.

 

Aguanté al volante hasta que alcancé las luces del primer pueblo, que resultó ser Sant Carles de la Ràpita. Entonces paré el coche y desperté a mi mujer, que se asustó al verme tan espantado. Le conté lo que acababa de ver, y ella se quedó blanca y me preguntó si no sabía por dónde acabábamos de pasar; al decirle que no tenía ni idea, me explicó que habíamos pasado junto al cámping de Los Alfaques, el lugar en que más de trescientas personas habían muerto de una manera aterradora.

 

Un testimonio tremendo, que, según Iker Jiménez -insisto, un profesional que me parece serio y honrado- no es el único. De hecho, Cuarto Milenio aportó otros testimonios, algunos de ellos a cara descubierta, que decían que han visto figuras inmóviles en medio de los pinos, incluso unos fantasmitas que se aparecen con cierta frecuencia y que han denominado los niños del cubo, porque se presentan con su cubito de la playa...

 

El tema me impresionó muchísimo; voy a confesar que esta noche he tenido una pesadilla en la que esas personas del arcén me perseguían; un sueño terrible. Hacía muchísimo tiempo que no soñaba con una película de miedo o un programa inquietante. El testimonio que escuché me dejó helado, y la suerte fue que no pude acabar de ver el programa de Iker porque tuve que acostar a mi hija.

 

Con independencia de lo que podamos creer acerca de este tipo de fenómenos, yo tengo una cosa muy clara: aquel hombre que anoche estaba hablando en la tele no ganaba nada aportando su testimonio. En el mejor de los casos, que piensen que es un aprovechado, un jeta que quiere hacerse famoso por unas horas y tener la experiencia de salir por la tele. Pero tiene mucho que perder: el hombre que contó anoche que había visto fantasmas tendrá parientes, amigos; hijos que luego tendrán que aguantar las bromas en el patio del instituto. Jefes que le van a poner en el punto de mira por salir contando historias de fantasmas. Clientes ante los que perderá su credibilidad. Hoy en día, salvo los frikis profesionales, nadie sale ganando nada en absoluto por contar en público que hace diez años vio fantasmas en la carretera. Y aún hay más, porque le pueden acusar de estar frivolizando con una auténtica tragedia que se saldó con trescientos muertos y otros tantos heridos. Meterse en un bar, pedirse un cortado y que se levante de su mesa y le plante cara un hombre que perdió a su padre, o a sus hijos, en Los Alfaques, y que le haya sentado fatal esa historia de los niños con el cubo de la playa.

 

Doy por sentado que esta clase de personas, gente como nosotros, seria, responsable, sin ganas de meterse en líos ni ser tomada por charlatanes, se cree de verdad lo que está contando. A este señor parece que lo que vio aquella noche en Los Alfaques le ha amargado un poco la vida; dice que no hay día en que no recuerde aquella terrible visión de los campistas impávidos.

 

Por supuesto, la Ciencia tendrá explicaciones. La sugestión. Un hombre de treinta y tantos años, como tendría aquel señor, ha oído hablar de Los Alfaques alguna vez en su vida, aunque no se acuerde. Sería un niño de siete años que vio los cadáveres calcinados por la tele en los tiempos del UHF; un adolescente de quince que lo leyó fugazmente en El Caso. Incluso lo puede haber escuchado de fondo en la radio de un taxi sin ser consciente de que su cerebro estaba tomando nota. De manera que cuando dice que no sabía lo que había pasado en Los Alfaques se equivoca: su cerebro lo tiene apuntado como nota a pie de página, para soltarlo en el momento adecuado.

 

El hombre también dice que no sabía que estaba pasando por delante de Los Alfaques; una explicación científica diría que, sin duda, unos kilómetros antes habría tenido que encontrarse con algún cartel, aunque fuera el de un restaurante o un taller. Hay miles de estímulos que nos pasan desapercibidos, pero que nuestro cerebro va apuntando. Vas conduciendo, llevas cien o doscientos kilómetros a tus espaldas; es de noche, estás cansado. Has visto de reojo un cartel que pone Cámping Los Alfaques 30 km., tu cerebro ha atado cabos y ha sacado del olvido aquel telediario que viste hace quince años, aquellas imágenes de cuerpos quemados y coches ennegrecidos, de los que te olvidaste diez minutos más tarde porque acababa de empezar La vuelta al mundo de Willy Fog. Sigues conduciendo, distraído viendo las olas que rompen a los pies de la carretera, mientras tu cerebro ha tomado nota de que estás cerca de aquel sitio llamado Los Alfaques donde estaban aquellos muertos. De repente ves de refilón el perfil de una caravana aparcada, o una tienda de campaña entre los pinos... y tus ojos cansados, adormecidos, ven una serie de siluetas en medio de los pinos, mientras tu cerebro esconde la mano y dice que por favor, que él no se está inventando nada; que eso está pasando de verdad. Que él no sabía nada de quemados ni de Alfaques. Y ahí tenemos a un hombre honesto, atormentado por una visión que para él es tan real como la cara que le mira cada mañana al otro lado del espejo mientras se lava los dientes.

 

O quizás... Mi mujer dice que los fantasmas pueden ser algo así como impresiones fotográficas. En un lugar donde se libera de pronto tanta energía, pueden quedar señales. Igual que entre las raíces de los pinos encontraríamos brasas, igual que en el interior de los troncos habrá burbujas con el gas que explosionó aquella noche, es posible que el propio suelo, o el aire, conserven ciertas huellas. Sombras que de vez en cuando se vean con más fuerza.

 

No sé. Lo que sí quiero confesaros es que yo mismo tengo una psicofonía grabada hace unos años. Una noche sin gente alrededor, en un antiguo sanatorio infantil en la cima de una colina. Tres hombres pusimos una cinta virgen en un cassette, y cuando la escuchamos oímos, perfectamente, una voz de mujer que dice: Estoy. No es un crujido, es un susurro nítido, inequívoco. ¿Un simple crujido de la casa, una foto de otros tiempos, un fantasma que nos quiso saludar? La psicofonía la tomamos en el Preventorio de Aigües (Aguas de Busot), en Alicante, donde otras gentes dicen que han grabado, o fotografiado, cosas que, sencillamente, no saben lo que son. Yo tampoco lo sé.

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