viernes, 8 de marzo de 2013

La guerra de las arañas (y V)


La guerra de las arañas

Novela breve por entregas
Parte V. Final
 

Uno de los lobos esbozó una mueca semejante a una sonrisa; aprovechando el estupor de mis carceleros me senté en el suelo y comencé a quitarme las escasas prendas que llevaba encima.

Veréis; durante mi viaje entre Villa de Coy y la ciudad franca de O Cebreiro había escuchado muchas leyendas urbanas.

Y algunas de ellas hacían referencia a los animales salvajes y a su odio instintivo hacia las pulseras que demostraban el vínculo de servidumbre entre sus poseedores y los araknos.

En cualquier caso -pensé mientras me descalzaba a toda velocidad-, unas botas viejas y unos calzoncillos llenos de barro no iban a suponer ninguna diferencia a la hora de ser devorado.

Al hombre del jersey de lana le faltó quizás medio segundo para quitarle el seguro a la pistola y matar al animal que se lanzó sobre él. Algo que tampoco habría variado las cosas demasiado; cuando el primero de los lobos se abalanzó sobre su cuello, siete u ocho más aparecieron desde la parte alta de la montaña. Escuché un estampido fuerte y seco cuando otro de aquellos individuos disparó el primer cañón de su escopeta. Uno de los lobos quedó tendido panza arriba, jadeando y gañiendo como un caniche con ganas de salir a la calle a mear. El herido fue vengado de inmediato por uno de sus compañeros de jauría, que cayó sobre el pecho del hombre de la escopeta después de dar un salto inverosímil, le tumbó de espaldas sobre el suelo y empezó a morderle en el cuello.

El número de animales aparecidos desde las profundidades del bosque superaba los veinte ejemplares. A los lobos se habían sumado los jabalíes, gordos y de pelo negro y afilado. Después de quitarme las botas y los calcetines me puse en pie, dudé unos segundos y luego me quité el calzoncillo, resuelto. Mi pene se había convertido en una pasa diminuta escondida en la parte alta de una nuez. Es por el frío, no por el miedo, le dije a mi ego preocupado, mientras los animales se abalanzaban sobre nosotros.

         El joven que llevaba la chaqueta de cuero dio media vuelta y echó a correr hacia la furgoneta, que se encontraba a menos de cincuenta metros del lugar en que nos habíamos topado con los lobos. En mitad de la carrera fue embestido por un jabalí gordo y feo como los de Astérix el galo, que apareció entre medias de unos matorrales con la misma alegría que un tren saliendo de un túnel. El joven entró en la furgoneta, pero lo hizo por el parabrisas delantero y solamente hasta el pecho. La fuerza del impacto hizo que se le saliera la correa de oro, que se quedó enganchada en su muñeca como una muestra de lo que le podía pasar a los tiranos, o a sus siervos.

         En un momento, toda aquella zona del bosque estuvo ocupada por los animales salvajes... incluyéndome a mí, que, desnudo y jadeante como estaba, podía haber pasado por algún tipo de mono enloquecido por las medicinas de un laboratorio. Los sujetos que me habían apresado habían sido cuatro: el joven que había quedado mitad dentro y mitad fuera de la furgoneta; el hombre de la escopeta, tumbado boca arriba en medio de un charco de sangre muy roja; el del jersey de lana, que me había detenido en la carretera nacional y a quien los lobos habían dado el alto para siempre; y un cuarto sujeto que pudo escapar aprovechando la confusión. No sé si acabó destripado por un jabalí o si pudo llegar al bar más próximo para propagar, entre cerveza y cerveza, la leyenda de los lobos que odian a los araknos y se enfrentan a los humanos que no esconden bien su pulsera de oro.

         Tras acabar con los homínidos más agresivos, los animales se acercaron hacia el que permanecía desnudo y encogido en un rincón del campo de batalla. Me puse en pie y extendí con cuidado los brazos, cerrando los ojos con aprensión cuando uno de los lobos me acercó el hocico a la entrepierna. Si ya nos mosquea cuando estamos sentados y el perro de un amigo se apoya sonriente sobre la cremallera del vaquero, imaginaos en mi situación, con mis partes nobles colgando a pocos centímetros de aquel animal de cuyo hocico aún goteaba la sangre de mis captores. Así estuvimos unos cuantos segundos, el lobo echándome el aliento en la entrepierna, mi pene reaccionando de la manera contraria a la que acostumbra cuando le saludan de manera tan directa. Hasta que otro de los lobos ladró, exactamente igual que lo hacen nuestros pastores alemanes, y el que me estaba olisqueando retrocedió sin quitarme la vista de encima.

         Estaba tiritando, y no solamente por el miedo. Con la caída de la tarde había empezado a soplar un viento ligero pero muy frío; aire limpio, libre de la ponzoña que exhalaban los araknos. Me senté en el suelo y me calcé las botas prescindiendo de los calcetines. También decidí ponerme los calzoncillos. Luego me puse en pie y quedé a la expectativa. No podía defenderme ni escapar.

Entre los pinos de ramas moribundas que el sol de la tarde empezaba a teñir de naranja se había juntado una veintena de lobos. Tres jabalíes gordos y un animal con cuernos que parecía un corzo me cortaban el paso hacia la furgoneta averiada. Escondidos bajo los matorrales había algunos animalitos pequeños y asustadizos, mientras que sobre nuestras cabezas, provocando una lluvia de agujas secas a cada movimiento, había bandadas enteras de gorriones, golondrinas, vencejos, y un par de aves que fui incapaz de identificar pero que tenían que ser primos cercanos de las águilas o los halcones.

Cuando parecía que nada podía sorprenderme, una de las zarzas de la cuneta empezó a removerse; una liebre de patas largas y delgadas cruzó la carretera a menos de dos metros de los lobos, que la respetaron, y acabó refugiándose debajo del vehículo, buscando sin duda el calorcillo del motor.

- Soy un amigo -dije, sintiéndome como un estúpido.

Los animales continuaron en su lugar mientras comprendí de repente lo que había estado buscando el sujeto que me había olfateado la entrepierna. No era la pulserita de oro, aunque era evidente que podían reconocer aquel objeto, sino las trazas del olor de los araknos. Una evidencia innegable de que frecuentaba los cuarteles de las arañas, o de que vivía en las zonas en las que habían impuesto su dominio.

Por un instante pensé en las ciudades traidoras e imaginé a sus habitantes envueltos noche y día en una nube de polución, respirando el aire venenoso y pestilente de los araknos. Poblaciones enteras convertidas en animales de granja; en vacas o en cerdos refocilándose entre los desperdicios de sus nuevos amos, envueltos en su propia miseria y esperando confiados en que jamás les llegaría su San Martín.

         - No soy uno de ellos -expliqué.

         Otro silencio. Me sentía un poco como el domador en presencia del león; cada uno en su territorio, pero sabiendo que esto tiene que terminar de alguna manera. Con un zarpazo o a golpes de látigo.

         - Y ahora, ¿qué? -dije, para mí mismo.

         El jefe de la manada retrocedió un par de metros hacia el extremo del camino; sus compañeros le imitaron de inmediato. Hice un movimiento muy leve hacia aquella dirección, poco más que un músculo que alteró su posición, pero el macho alfa profirió un gruñido sordo de advertencia.

         Aquel camino no era para dejarme a mí salir, sino para que entrase en el círculo un lobo más anciano, que caminaba con pasos vacilantes, como pidiendo perdón; la cabeza gacha, los ojos clavados en mí, las mandíbulas separadas lo justo para poder transportar un objeto reluciente que dejó caer en el asfalto cuando se encontraba a menos de un metro de mí.

         Una pistola.

         Los lobos tienen dientes; los jabalíes, su fuerza bruta y sus colmillos retorcidos; los pájaros saben lanzarse en picado con las garras por delante... Y los monos que caminan de pie tenemos la extraña habilidad de manipular objetos y convertirlos en armas muy eficaces. Cuando me agaché a recoger la pistola iba sonriendo de oreja a oreja, lleno de orgullo. Aquellos guerreros habían reconocido en mí a un aliado.

         Seguimos el camino principal en dirección a la guarida de los araknos; yo iba por el centro de la carretera, pisando con energía el asfalto irregular. Los lobos formaban dos hileras más o menos ordenadas, a lados del camino, y los jabalíes avanzaban más al exterior, abriéndose paso a cabezazos entre los matorrales. Nuestras sombras se alargaban a medida que el sol descendía entre los troncos de los pinos enfermos.

Aprovechando el buen rollo que presidía las relaciones entre mi persona y mis compañeros de cuatro patas, me había vuelto a poner toda mi ropa y ahora me sentía reconfortado por el calor. También había cogido la escopeta de caza y la pistola que llevaba el hombre del jersey de lana.

         En un momento dado, en las copas de los árboles estalló un griterío colosal. Nos detuvimos y miramos hacia arriba. Sombras muy pequeñas que aleteaban, piaban y saltaban de rama en rama. Una llamada de alarma en toda regla.

         - Ahí vienen los apaches -dije en voz alta.

         Los jabalíes se escabulleron monte arriba; los lobos deshicieron las filas siguiendo tal vez un plan determinado. Los pájaros siguieron siendo pájaros, aleteando y piando en las copas de los árboles. Y el jefe de la manada se escondió entre las zarzas y me miró con curiosidad, como el perro de la casa mirando incrédulo en el jardín porque parece que el dueño se va a lanzar a la piscina. Ladeó la cabeza; yo mostré los dientes en una sonrisa afilada.

         - Dejádmelos a mí -sonreí, con la misma expresión que sin duda tuvo el primer mono que se vio con una piedra en la mano y supo cómo tenía que usarla.

         El lobo jadeó, quizás con algo de desprecio, y se perdió entre los matorrales mientras yo me colocaba la escopeta sobre el hombro izquierdo.

         Los araknos venían trotando en fila india, como en la prueba de gimnasia de un colegio. Eran tres adultos, altos y corpulentos como todos los de su especie. Identifiqué de inmediato a una hembra: llevaba sujeto en uno de sus tentáculos el cinturón de plástico que regula el flujo de hormonas sexuales e impide que los machos se estén peleando continuamente en su presencia. Ella era el blanco principal: la primera cabezota que saldría volando por los aires para impedir que cualquier noche se quitase el cinturón y las bragas y empezase a preparar su próxima puesta de cien o doscientos huevos.

         Los araknos dejaron de trotar cuando me vieron en medio de la carretera. Ignoré sus palabras de advertencia, apunté lo mejor que pude e hice blanco en el cuello de la hembra, que cayó de rodillas gritando y perdiendo sangre. Dejé caer al suelo la escopeta, que ya no me servía para nada, me eché a un lado del camino y cogí una de las pistolas, esperando tener tiempo de abatir a un segundo marciano antes de que me volasen a mí la cabeza.

Los dos supervivientes se alejaron de su compañera de inmediato. Uno se parapetó detrás de un pino de gran tamaño; el otro echó a correr hacia donde yo estaba, mientras cargaba el subfusil -una Uzi adaptada a su anatomía por una empresa con sede en Tel Aviv-. Al correr iba meneando los tentáculos a izquierda y derecha como un tahúr repartiendo cartas a dos manos. La burbuja que les cubre la boca y la nariz se dilataba y contraía nerviosamente y dejaba ver unos labios negros, hinchados por el contacto excesivo con nuestra atmósfera hecha de aire puro, y no de mierda.

Cuando el arakno se encontraba a menos de cinco metros de mi posición, un jabalí del tamaño de una mesa del comedor salió corriendo entre las zarzas e impactó contra el abdomen hinchado del extraterrestre, reventándole por dentro. El arakno comenzó a patalear y sus tentáculos multiplicaron el ritmo de sus manotazos. Profirió un alarido largo y modulado, cargado de pesar y de dolor. Además de ser algo telépatas, o portadores de la memoria colectiva, los araknos emplean un lenguaje muy complejo; faltaría más en una especie capaz de construir cohetes y colonizar las galaxias. En las ciudades esclavas, los hijos de los ricos aprenden a declinar el idioma arakno, forzando las erres y distinguiendo tres tonalidades en la letra E... pero las últimas palabras de aquel sujeto sonaron más bien como la alarma de un coche cuando le rompen el cristal.

Oí de repente una detonación muy fuerte, y el jabalí cayó de lado chillando. El tercer arakno había disparado en nuestra dirección y le había dado de lleno a aquella muralla de carne.

         Me refugié detrás de un árbol esquivando por los pelos un segundo disparo. Remonté la carretera parapetado entre los matorrales de la cuneta izquierda. Hubo un tercer disparo que removió las zarzas un metro más adelante de donde yo me encontraba. Las prisas son malas consejeras. Me puse en pie de un salto, con aprensión, lamentándome por el tiro que estaba a punto de recibir, y disparé una y otra vez, al bulto. No sabía si en aquella pistola todavía me quedaba alguna bala, pero por si acaso la descarté, cogí la segunda y crucé el camino a la carrera. Tuve que dar un quiebro para no tropezar con dos lobos jóvenes que salieron de no sé dónde, me adelantaron uno por la derecha, otro por la izquierda, y saltaron al mismo tiempo encima de la figura grande y redondeada que se había escondido detrás de unas zarzas. Hubo un revuelo tremendo mientras los tres se revolvían y rodaban por el suelo. Llegué hasta las zarzas envuelto en una auténtica lluvia de agujas de pino. Miré hacia arriba: las ramas de los árboles hervían con el aleteo y los chillidos airados de miles de pájaros de todo tipo. Escuché a mis espaldas los ladridos agudos de los lobos, los gruñidos profundos de los jabalíes.

         Rodeé los matorrales. Uno de los lobos yacía de costado sobre la hierba, con el hocico lleno de sangre y los colmillos hincados en lo que parecía una serpiente grande, grisácea y con un muñón deforme en lo que debería de haber sido su cabeza. El lobo le había arrancado al arakno uno de sus tentáculos, pero había pagado su acto con la vida.

         El marciano había conseguido incorporarse y ahora estaba sentado en el suelo. El tentáculo que le quedaba había crecido de forma desmesurada, convirtiéndose en una caña de pescar larga y flexible que tenía al segundo de los lobos agarrado por la cola; mientras tanto sus manos, grandes como el volante de un coche, le atenazaban la garganta. Aquella bestia no tenía fuerza suficiente para partir al lobo en dos, pero con la ayuda del tentáculo podía romperle el cuello con cierta facilidad.

En ese momento, un lobo adulto se escurrió entre mis piernas y las zarzas de la cuneta para ir a ayudar a su compañero. Reaccioné de manera instintiva y le reprendí como a un perro doméstico, dándole un golpe en la cabezota para que se estuviera quieto. El lobo se giró hacia mí con rapidez. Aparté la mano antes de que me la pudiera arrancar; en vez de eso me miró serenamente, preguntándome qué me pasaba.

- Papá se encarga -gruñí, con satisfacción.

Torcí la cabeza. El arakno tenía las dos manos y su único tentáculo ocupados con el cuerpo del otro lobo, que ahora gemía como un animalito apaleado. Les dediqué una sonrisa llena de dientes; una mirada llena de inteligencia y de maldad. Si el Homo Sapiens se convirtió en la especie dominante sobre nuestro planeta fue porque resultamos ser el animal más peligroso e hijo de puta de toda la Creación. Avancé una docena de pasos, cuidando de no resbalar entre las hojas que se desprendían del maremágnum unos metros más arriba, preparé la pistola y se la metí al marciano entre los belfos agitados, en esa ranura de carne negra e hinchada como la de un cadáver con la que protegen sus pulmones de un aire que no les pertenece, que no tienen derecho a respirar.

El arakno mordió el cañón de la pistola y liberó una de sus manos. Apreté los ojos fuertemente por si los líquidos de su interior eran corrosivos y disparé dos veces, aunque el segundo tiro ya no encontró cabeza alguna en la que estamparse.

El lobo que había estado atrapado cayó de espaldas, pero se puso de pie enseguida, aparentemente ileso, y se zafó del tentáculo inerte con un pequeño meneo de sus cuartos traseros. El otro pasó a mi lado y frotó su lomo contra mi pierna, quiero pensar que en un gesto de afecto.

Me quité el jersey, me limpié la cara y el cuello con él y lo eché encima del cuerpo decapitado del arakno. La basura, con la basura. Registré con rapidez los cadáveres de los otros dos y me llevé un subfusil, la munición, la pulsera de hormonas de la hembra, un pequeño botón de oro que los araknos emplean como indicativo de rango y algún otro material que me pareció de interés, bien para los científicos o para los militares.

Luego recorrí un centenar de metros y miré a lo lejos. El camino proseguía en línea recta, trazando una cuesta arriba ligera pero obstinada, hasta desaparecer detrás de una curva. No había moros en la costa. Di media vuelta y disfruté del panorama. Lamenté no llevar encima ninguna cámara de fotos, pero en Villa de Coy tenemos muy pocas y son demasiado valiosas; por eso sólo se las dan a los agentes que van a tener oportunidad de devolverlas.

El alboroto organizado encima de nuestras cabezas parecía que no iba a tener fin; pero poco a poco, de manera gradual, los pájaros se fueron calmando y dejaron de enviarnos hojas muertas y excrementos. Los lobos y los jabalíes se habían adueñado de la carretera y formaban dos grupos amplios pero que guardaban las distancias. Me acerqué a ellos con parsimonia, sin tenerlas todas conmigo. Ellos también dudaron. Algunos ejemplares giraron la cabeza y se me quedaron mirando fijamente. El lobo viejo que me había entregado la pistola levantó el hocico y gruñó de manera casi inaudible. Era un aviso. Habíamos sido buenos amigos, pero aquello había terminado.

Tras dirigirles una última mirada en la que había incredulidad, afecto y también algo de miedo, me desvié a la izquierda, atravesé los matorrales y empecé a bajar por la ladera de la montaña, sin querer mirar por encima del hombro. Encontré una cueva natural al pie de un risco, y pasé un par de horas escondido, sin poder dormir en aquella oquedad que olía demasiado a orines y tenía la puerta demasiado grande para mi gusto.

Salí de mi refugio cuando se puso el sol y tuve un momento de pánico al enfrentarme al cielo negro y lleno de estrellas. Uno de aquellos puntitos parpadeantes acogía el mundo del que provenían nuestros invasores, los araknos. Sin duda había otros cuyos planetas originales eran ahora bolas envueltas en gas amarillo y maloliente; barrancos y montañas en cuyas laderas esquilmadas se desparramaban millones de esqueletos abatidos a balazos o por asfixia. De repente el firmamento me resultó un lugar siniestro; localicé rápidamente la Osa Mayor, la Estrella Polar, y comencé a andar en dirección Sudeste, de vuelta a casa.

Con las primeras luces del día llegué a las inmediaciones de la ciudad franca de Toral de Fondo, que domina la ruta entre Galicia y Madrid. Una fortaleza almenada, fabricada con los sillares de las aldeas de los alrededores. Me identifiqué ante los centinelas, repetí las palabras adecuadas y me llevaron ante el sheriff. Hubo un primer interrogatorio, una ducha, algo de comer y de beber, ropa limpia y abrigosa. Luego, horas y horas de charla.

Por último, y como recompensa inesperada, dijeron que me iban a permitir cinco minutos de conexión por Internet. Me tomé el resto del día para poner estas notas en orden. Luego, una valenciana maravillosa que se llama Sara, que ha recalado en Toral de Fondo por razones que no vienen al caso, y que cuando acabe el trabajo igual me invita a cenar, fue tecleando mis palabras en el ordenador a la velocidad de la luz, con destino a la ciudad franca de Villa de Coy, a su Sheriff, al Consejo de Notables y a todos los vecinos.

En fin; aquí acaba mi relato. Me hago llamar Casio Querea, y confirmo mi identidad con la clave 33 de la Villa de Coy. Un saludo a todos y estad atentos, porque antes o después me veréis aparecer remontando los montes del camino de Bullas o protegido por los almendros de la antigua carretera de Doña Inés.

En Toral de Fondo, ciudad franca de los seres humanos, fiel al planeta Tierra, a 25 de diciembre de 2070. Día de Navidad. 

FIN

2 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho Antonio. Ya sabía que siendo tuyo y conociendo la calidad de los artículos que escribes, esta novela por entregas no podía ser menos.
    Está claro que he encontrado la IV y V entregas no? Si es que la edad no perdona.
    Juan Antonio AGN.C

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  2. Un abrazo, amigo, y muchísimas gracias. Me alegra que te haya gustado :)

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