La guerra de las arañas
Novela breve por entregas
Parte V. Final
Uno de los lobos esbozó
una mueca semejante a una sonrisa; aprovechando el estupor de mis carceleros me
senté en el suelo y comencé a quitarme las escasas prendas que llevaba encima.
Veréis; durante mi
viaje entre Villa de Coy y la ciudad franca de O Cebreiro había escuchado
muchas leyendas urbanas.
Y algunas de ellas
hacían referencia a los animales salvajes y a su odio instintivo hacia las
pulseras que demostraban el vínculo de servidumbre entre sus poseedores y los
araknos.
En cualquier caso
-pensé mientras me descalzaba a toda velocidad-, unas botas viejas y unos
calzoncillos llenos de barro no iban a suponer ninguna diferencia a la hora de
ser devorado.
Al hombre del jersey de
lana le faltó quizás medio segundo para quitarle el seguro a la pistola y matar
al animal que se lanzó sobre él. Algo que tampoco habría variado las cosas demasiado;
cuando el primero de los lobos se abalanzó sobre su cuello, siete u ocho más
aparecieron desde la parte alta de la montaña. Escuché un estampido fuerte y
seco cuando otro de aquellos individuos disparó el primer cañón de su escopeta.
Uno de los lobos quedó tendido panza arriba, jadeando y gañiendo como un
caniche con ganas de salir a la calle a mear. El herido fue vengado de
inmediato por uno de sus compañeros de jauría, que cayó sobre el pecho del
hombre de la escopeta después de dar un salto inverosímil, le tumbó de espaldas
sobre el suelo y empezó a morderle en el cuello.
El número de animales
aparecidos desde las profundidades del bosque superaba los veinte ejemplares. A
los lobos se habían sumado los jabalíes, gordos y de pelo negro y afilado. Después
de quitarme las botas y los calcetines me puse en pie, dudé unos segundos y
luego me quité el calzoncillo, resuelto. Mi pene se había convertido en una
pasa diminuta escondida en la parte alta de una nuez. Es por el frío, no por el miedo, le dije a mi ego preocupado,
mientras los animales se abalanzaban sobre nosotros.
El
joven que llevaba la chaqueta de cuero dio media vuelta y echó a correr hacia
la furgoneta, que se encontraba a menos de cincuenta metros del lugar en que
nos habíamos topado con los lobos. En mitad de la carrera fue embestido por un
jabalí gordo y feo como los de Astérix el galo, que apareció entre medias de
unos matorrales con la misma alegría que un tren saliendo de un túnel. El joven
entró en la furgoneta, pero lo hizo por el parabrisas delantero y solamente
hasta el pecho. La fuerza del impacto hizo que se le saliera la correa de oro,
que se quedó enganchada en su muñeca como una muestra de lo que le podía pasar
a los tiranos, o a sus siervos.
En
un momento, toda aquella zona del bosque estuvo ocupada por los animales
salvajes... incluyéndome a mí, que, desnudo y jadeante como estaba, podía haber
pasado por algún tipo de mono enloquecido por las medicinas de un laboratorio. Los
sujetos que me habían apresado habían sido cuatro: el joven que había quedado mitad
dentro y mitad fuera de la furgoneta; el hombre de la escopeta, tumbado boca
arriba en medio de un charco de sangre muy roja; el del jersey de lana, que me
había detenido en la carretera nacional y a quien los lobos habían dado el alto
para siempre; y un cuarto sujeto que pudo escapar aprovechando la confusión. No
sé si acabó destripado por un jabalí o si pudo llegar al bar más próximo para
propagar, entre cerveza y cerveza, la leyenda de los lobos que odian a los
araknos y se enfrentan a los humanos que no esconden bien su pulsera de oro.
Tras
acabar con los homínidos más agresivos, los animales se acercaron hacia el que
permanecía desnudo y encogido en un rincón del campo de batalla. Me puse en pie
y extendí con cuidado los brazos, cerrando los ojos con aprensión cuando uno de
los lobos me acercó el hocico a la entrepierna. Si ya nos mosquea cuando
estamos sentados y el perro de un amigo se apoya sonriente sobre la cremallera
del vaquero, imaginaos en mi situación, con mis partes nobles colgando a pocos
centímetros de aquel animal de cuyo hocico aún goteaba la sangre de mis
captores. Así estuvimos unos cuantos segundos, el lobo echándome el aliento en
la entrepierna, mi pene reaccionando de la manera contraria a la que acostumbra
cuando le saludan de manera tan directa. Hasta que otro de los lobos ladró,
exactamente igual que lo hacen nuestros pastores alemanes, y el que me estaba
olisqueando retrocedió sin quitarme la vista de encima.
Estaba
tiritando, y no solamente por el miedo. Con la caída de la tarde había empezado
a soplar un viento ligero pero muy frío; aire limpio, libre de la ponzoña que
exhalaban los araknos. Me senté en el suelo y me calcé las botas prescindiendo
de los calcetines. También decidí ponerme los calzoncillos. Luego me puse en
pie y quedé a la expectativa. No podía defenderme ni escapar.
Entre los pinos de
ramas moribundas que el sol de la tarde empezaba a teñir de naranja se había
juntado una veintena de lobos. Tres jabalíes gordos y un animal con cuernos que
parecía un corzo me cortaban el paso hacia la furgoneta averiada. Escondidos
bajo los matorrales había algunos animalitos pequeños y asustadizos, mientras
que sobre nuestras cabezas, provocando una lluvia de agujas secas a cada
movimiento, había bandadas enteras de gorriones, golondrinas, vencejos, y un
par de aves que fui incapaz de identificar pero que tenían que ser primos
cercanos de las águilas o los halcones.
Cuando parecía que nada
podía sorprenderme, una de las zarzas de la cuneta empezó a removerse; una liebre
de patas largas y delgadas cruzó la carretera a menos de dos metros de los
lobos, que la respetaron, y acabó refugiándose debajo del vehículo, buscando sin
duda el calorcillo del motor.
- Soy un amigo -dije,
sintiéndome como un estúpido.
Los animales
continuaron en su lugar mientras comprendí de repente lo que había estado
buscando el sujeto que me había olfateado la entrepierna. No era la pulserita
de oro, aunque era evidente que podían reconocer aquel objeto, sino las trazas
del olor de los araknos. Una evidencia innegable de que frecuentaba los
cuarteles de las arañas, o de que vivía en las zonas en las que habían impuesto
su dominio.
Por un instante pensé
en las ciudades traidoras e imaginé a sus habitantes envueltos noche y día en una
nube de polución, respirando el aire venenoso y pestilente de los araknos.
Poblaciones enteras convertidas en animales de granja; en vacas o en cerdos
refocilándose entre los desperdicios de sus nuevos amos, envueltos en su propia
miseria y esperando confiados en que jamás les llegaría su San Martín.
-
No soy uno de ellos -expliqué.
Otro
silencio. Me sentía un poco como el domador en presencia del león; cada uno en
su territorio, pero sabiendo que esto tiene que terminar de alguna manera. Con
un zarpazo o a golpes de látigo.
-
Y ahora, ¿qué? -dije, para mí mismo.
El
jefe de la manada retrocedió un par de metros hacia el extremo del camino; sus
compañeros le imitaron de inmediato. Hice un movimiento muy leve hacia aquella
dirección, poco más que un músculo que alteró su posición, pero el macho alfa profirió
un gruñido sordo de advertencia.
Aquel
camino no era para dejarme a mí salir, sino para que entrase en el círculo un
lobo más anciano, que caminaba con pasos vacilantes, como pidiendo perdón; la
cabeza gacha, los ojos clavados en mí, las mandíbulas separadas lo justo para
poder transportar un objeto reluciente que dejó caer en el asfalto cuando se
encontraba a menos de un metro de mí.
Una
pistola.
Los
lobos tienen dientes; los jabalíes, su fuerza bruta y sus colmillos retorcidos;
los pájaros saben lanzarse en picado con las garras por delante... Y los monos
que caminan de pie tenemos la extraña habilidad de manipular objetos y
convertirlos en armas muy eficaces. Cuando me agaché a recoger la pistola iba sonriendo
de oreja a oreja, lleno de orgullo. Aquellos guerreros habían reconocido en mí
a un aliado.
Seguimos
el camino principal en dirección a la guarida de los araknos; yo iba por el
centro de la carretera, pisando con energía el asfalto irregular. Los lobos
formaban dos hileras más o menos ordenadas, a lados del camino, y los jabalíes
avanzaban más al exterior, abriéndose paso a cabezazos entre los matorrales. Nuestras
sombras se alargaban a medida que el sol descendía entre los troncos de los pinos
enfermos.
Aprovechando el buen
rollo que presidía las relaciones entre mi persona y mis compañeros de cuatro
patas, me había vuelto a poner toda mi ropa y ahora me sentía reconfortado por
el calor. También había cogido la escopeta de caza y la pistola que llevaba el
hombre del jersey de lana.
En
un momento dado, en las copas de los árboles estalló un griterío colosal. Nos
detuvimos y miramos hacia arriba. Sombras muy pequeñas que aleteaban, piaban y
saltaban de rama en rama. Una llamada de alarma en toda regla.
-
Ahí vienen los apaches -dije en voz alta.
Los
jabalíes se escabulleron monte arriba; los lobos deshicieron las filas siguiendo
tal vez un plan determinado. Los pájaros siguieron siendo pájaros, aleteando y
piando en las copas de los árboles. Y el jefe de la manada se escondió entre
las zarzas y me miró con curiosidad, como el perro de la casa mirando incrédulo
en el jardín porque parece que el dueño se va a lanzar a la piscina. Ladeó la
cabeza; yo mostré los dientes en una sonrisa afilada.
-
Dejádmelos a mí -sonreí, con la misma expresión que sin duda tuvo el primer
mono que se vio con una piedra en la mano y supo cómo tenía que usarla.
El
lobo jadeó, quizás con algo de desprecio, y se perdió entre los matorrales
mientras yo me colocaba la escopeta sobre el hombro izquierdo.
Los
araknos venían trotando en fila india, como en la prueba de gimnasia de un
colegio. Eran tres adultos, altos y corpulentos como todos los de su especie. Identifiqué
de inmediato a una hembra: llevaba sujeto en uno de sus tentáculos el cinturón
de plástico que regula el flujo de hormonas sexuales e impide que los machos se
estén peleando continuamente en su presencia. Ella era el blanco principal: la
primera cabezota que saldría volando por los aires para impedir que cualquier
noche se quitase el cinturón y las bragas y empezase a preparar su próxima
puesta de cien o doscientos huevos.
Los
araknos dejaron de trotar cuando me vieron en medio de la carretera. Ignoré sus
palabras de advertencia, apunté lo mejor que pude e hice blanco en el cuello de
la hembra, que cayó de rodillas gritando y perdiendo sangre. Dejé caer al suelo
la escopeta, que ya no me servía para nada, me eché a un lado del camino y cogí
una de las pistolas, esperando tener tiempo de abatir a un segundo marciano
antes de que me volasen a mí la cabeza.
Los dos supervivientes
se alejaron de su compañera de inmediato. Uno se parapetó detrás de un pino de
gran tamaño; el otro echó a correr hacia donde yo estaba, mientras cargaba el
subfusil -una Uzi adaptada a su anatomía por una empresa con sede en Tel Aviv-.
Al correr iba meneando los tentáculos a izquierda y derecha como un tahúr
repartiendo cartas a dos manos. La burbuja que les cubre la boca y la nariz se
dilataba y contraía nerviosamente y dejaba ver unos labios negros, hinchados
por el contacto excesivo con nuestra atmósfera hecha de aire puro, y no de
mierda.
Cuando el arakno se
encontraba a menos de cinco metros de mi posición, un jabalí del tamaño de una
mesa del comedor salió corriendo entre las zarzas e impactó contra el abdomen
hinchado del extraterrestre, reventándole por dentro. El arakno comenzó a
patalear y sus tentáculos multiplicaron el ritmo de sus manotazos. Profirió un
alarido largo y modulado, cargado de pesar y de dolor. Además de ser algo
telépatas, o portadores de la memoria colectiva, los araknos emplean un
lenguaje muy complejo; faltaría más en una especie capaz de construir cohetes y
colonizar las galaxias. En las ciudades esclavas, los hijos de los ricos
aprenden a declinar el idioma arakno, forzando las erres y distinguiendo tres
tonalidades en la letra E... pero las últimas palabras de aquel sujeto sonaron
más bien como la alarma de un coche cuando le rompen el cristal.
Oí de repente una
detonación muy fuerte, y el jabalí cayó de lado chillando. El tercer arakno
había disparado en nuestra dirección y le había dado de lleno a aquella muralla
de carne.
Me
refugié detrás de un árbol esquivando por los pelos un segundo disparo. Remonté
la carretera parapetado entre los matorrales de la cuneta izquierda. Hubo un
tercer disparo que removió las zarzas un metro más adelante de donde yo me
encontraba. Las prisas son malas consejeras. Me puse en pie de un salto, con
aprensión, lamentándome por el tiro que estaba a punto de recibir, y disparé
una y otra vez, al bulto. No sabía si en aquella pistola todavía me quedaba
alguna bala, pero por si acaso la descarté, cogí la segunda y crucé el camino a
la carrera. Tuve que dar un quiebro para no tropezar con dos lobos jóvenes que
salieron de no sé dónde, me adelantaron uno por la derecha, otro por la
izquierda, y saltaron al mismo tiempo encima de la figura grande y redondeada
que se había escondido detrás de unas zarzas. Hubo un revuelo tremendo mientras
los tres se revolvían y rodaban por el suelo. Llegué hasta las zarzas envuelto
en una auténtica lluvia de agujas de pino. Miré hacia arriba: las ramas de los
árboles hervían con el aleteo y los chillidos airados de miles de pájaros de
todo tipo. Escuché a mis espaldas los ladridos agudos de los lobos, los
gruñidos profundos de los jabalíes.
Rodeé
los matorrales. Uno de los lobos yacía de costado sobre la hierba, con el
hocico lleno de sangre y los colmillos hincados en lo que parecía una serpiente
grande, grisácea y con un muñón deforme en lo que debería de haber sido su
cabeza. El lobo le había arrancado al arakno uno de sus tentáculos, pero había
pagado su acto con la vida.
El
marciano había conseguido incorporarse y ahora estaba sentado en el suelo. El
tentáculo que le quedaba había crecido de forma desmesurada, convirtiéndose en
una caña de pescar larga y flexible que tenía al segundo de los lobos agarrado
por la cola; mientras tanto sus manos, grandes como el volante de un coche, le atenazaban
la garganta. Aquella bestia no tenía fuerza suficiente para partir al lobo en
dos, pero con la ayuda del tentáculo podía romperle el cuello con cierta
facilidad.
En ese momento, un lobo
adulto se escurrió entre mis piernas y las zarzas de la cuneta para ir a ayudar
a su compañero. Reaccioné de manera instintiva y le reprendí como a un perro
doméstico, dándole un golpe en la cabezota para que se estuviera quieto. El
lobo se giró hacia mí con rapidez. Aparté la mano antes de que me la pudiera
arrancar; en vez de eso me miró serenamente, preguntándome qué me pasaba.
- Papá se encarga
-gruñí, con satisfacción.
Torcí la cabeza. El
arakno tenía las dos manos y su único tentáculo ocupados con el cuerpo del otro
lobo, que ahora gemía como un animalito apaleado. Les dediqué una sonrisa llena
de dientes; una mirada llena de inteligencia y de maldad. Si el Homo Sapiens se
convirtió en la especie dominante sobre nuestro planeta fue porque resultamos
ser el animal más peligroso e hijo de puta de toda la Creación. Avancé una
docena de pasos, cuidando de no resbalar entre las hojas que se desprendían del
maremágnum unos metros más arriba, preparé la pistola y se la metí al marciano
entre los belfos agitados, en esa ranura de carne negra e hinchada como la de
un cadáver con la que protegen sus pulmones de un aire que no les pertenece,
que no tienen derecho a respirar.
El arakno mordió el
cañón de la pistola y liberó una de sus manos. Apreté los ojos fuertemente por
si los líquidos de su interior eran corrosivos y disparé dos veces, aunque el
segundo tiro ya no encontró cabeza alguna en la que estamparse.
El lobo que había
estado atrapado cayó de espaldas, pero se puso de pie enseguida, aparentemente
ileso, y se zafó del tentáculo inerte con un pequeño meneo de sus cuartos
traseros. El otro pasó a mi lado y frotó su lomo contra mi pierna, quiero
pensar que en un gesto de afecto.
Me quité el jersey, me
limpié la cara y el cuello con él y lo eché encima del cuerpo decapitado del
arakno. La basura, con la basura. Registré con rapidez los cadáveres de los
otros dos y me llevé un subfusil, la munición, la pulsera de hormonas de la
hembra, un pequeño botón de oro que los araknos emplean como indicativo de
rango y algún otro material que me pareció de interés, bien para los
científicos o para los militares.
Luego recorrí un
centenar de metros y miré a lo lejos. El camino proseguía en línea recta,
trazando una cuesta arriba ligera pero obstinada, hasta desaparecer detrás de
una curva. No había moros en la costa. Di media vuelta y disfruté del panorama.
Lamenté no llevar encima ninguna cámara de fotos, pero en Villa de Coy tenemos
muy pocas y son demasiado valiosas; por eso sólo se las dan a los agentes que
van a tener oportunidad de devolverlas.
El alboroto organizado
encima de nuestras cabezas parecía que no iba a tener fin; pero poco a poco, de
manera gradual, los pájaros se fueron calmando y dejaron de enviarnos hojas
muertas y excrementos. Los lobos y los jabalíes se habían adueñado de la
carretera y formaban dos grupos amplios pero que guardaban las distancias. Me
acerqué a ellos con parsimonia, sin tenerlas todas conmigo. Ellos también
dudaron. Algunos ejemplares giraron la cabeza y se me quedaron mirando
fijamente. El lobo viejo que me había entregado la pistola levantó el hocico y
gruñó de manera casi inaudible. Era un aviso. Habíamos sido buenos amigos, pero
aquello había terminado.
Tras dirigirles una
última mirada en la que había incredulidad, afecto y también algo de miedo, me
desvié a la izquierda, atravesé los matorrales y empecé a bajar por la ladera
de la montaña, sin querer mirar por encima del hombro. Encontré una cueva
natural al pie de un risco, y pasé un par de horas escondido, sin poder dormir
en aquella oquedad que olía demasiado a orines y tenía la puerta demasiado
grande para mi gusto.
Salí de mi refugio cuando
se puso el sol y tuve un momento de pánico al enfrentarme al cielo negro y
lleno de estrellas. Uno de aquellos puntitos parpadeantes acogía el mundo del
que provenían nuestros invasores, los araknos. Sin duda había otros cuyos
planetas originales eran ahora bolas envueltas en gas amarillo y maloliente;
barrancos y montañas en cuyas laderas esquilmadas se desparramaban millones de
esqueletos abatidos a balazos o por asfixia. De repente el firmamento me
resultó un lugar siniestro; localicé rápidamente la Osa Mayor, la Estrella
Polar, y comencé a andar en dirección Sudeste, de vuelta a casa.
Con las primeras luces
del día llegué a las inmediaciones de la ciudad franca de Toral de Fondo, que
domina la ruta entre Galicia y Madrid. Una fortaleza almenada, fabricada con
los sillares de las aldeas de los alrededores. Me identifiqué ante los
centinelas, repetí las palabras adecuadas y me llevaron ante el sheriff. Hubo
un primer interrogatorio, una ducha, algo de comer y de beber, ropa limpia y
abrigosa. Luego, horas y horas de charla.
Por último, y como
recompensa inesperada, dijeron que me iban a permitir cinco minutos de conexión
por Internet. Me tomé el resto del día para poner estas notas en orden. Luego,
una valenciana maravillosa que se llama Sara, que ha recalado en Toral de Fondo
por razones que no vienen al caso, y que cuando acabe el trabajo igual me
invita a cenar, fue tecleando mis palabras en el ordenador a la velocidad de la
luz, con destino a la ciudad franca de Villa de Coy, a su Sheriff, al Consejo
de Notables y a todos los vecinos.
En fin; aquí acaba mi
relato. Me hago llamar Casio Querea, y confirmo mi identidad con la clave 33 de
la Villa de Coy. Un saludo a todos y estad atentos, porque antes o después me
veréis aparecer remontando los montes del camino de Bullas o protegido por los
almendros de la antigua carretera de Doña Inés.
En Toral de Fondo,
ciudad franca de los seres humanos, fiel al planeta Tierra, a 25 de diciembre
de 2070. Día de Navidad.
FIN
Me ha gustado mucho Antonio. Ya sabía que siendo tuyo y conociendo la calidad de los artículos que escribes, esta novela por entregas no podía ser menos.
ResponderEliminarEstá claro que he encontrado la IV y V entregas no? Si es que la edad no perdona.
Juan Antonio AGN.C
Un abrazo, amigo, y muchísimas gracias. Me alegra que te haya gustado :)
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