domingo, 3 de marzo de 2013

La guerra de las arañas (IV)


La guerra de las arañas

Novela breve por entregas
Parte IV

Después de conseguir mi confesión me obligaron a quitarme la chaqueta, la camisa y los pantalones para comprobar que no llevaba ningún arma escondida. Me resigné a quedarme en calzoncillos esperando que no se pusiera a llover o a nevar, pero cuando me mandaron descalzarme tuve que salir por la tangente: era imposible trata de escaparse con los pies descalzos. De manera que aproveché que el del jersey de lana había bajado la guardia y le pegué una bofetada; como era de esperar, me gané una lluvia de puñetazos y de patadas que sobrellevé de la mejor manera posible. En un momento dado, el del jersey me cogió por los pelos, me llevó hasta la parte trasera de la furgoneta e hizo que me metiera dentro dándome una patada en el culo. Dos de los hombres entraron conmigo y me hicieron tumbar en el suelo boca abajo, sentándose encima de mí porque ahí atrás no había más sitio. Luego cerraron la puerta desde fuera y quedé prisionero. Pero con mis botas.

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         - Al primer movimiento te clavo el cuchillo en los riñones -murmuró uno de los hombres, apoyándome en la parte baja de la espalda un pincho metálico y frío.

         La furgoneta esquivó la barricada y continuó por la carretera. Para no desorientarme yo iba contando los segundos mentalmente, y trataba de calcular la velocidad que llevábamos fijándome en el número de veces en que el conductor había cambiado de marcha. Esto es bastante fácil si se tiene el entrenamiento adecuado. Los coches se arrancan en primera, se aceleran unos instantes y luego el motor guarda silencio brevemente mientras se pone segunda... De esta manera calculé que circulábamos en una tercera marcha muy apurada; es decir, a unos cincuenta o sesenta kilómetros por hora. Mis oídos seguían atentos a los ruidos del motor, mi mente desgranaba los segundos. Quinientos cincuenta, quinientos cincuenta y uno... seiscientos... luego ochocientos, mil...

         La furgoneta empezó a zarandearse con brusquedad al llegar a los mil doscientos segundos. Hubo protestas por parte de los dos hombres que me custodiaban, que se movían como una bolita dentro de un cascabel. El del jersey de lana, que era quien conducía, les dijo que había que joderse, que estábamos saliendo de la carretera principal. Seguir contando velocidades y tiempos con aquel jaleo era perder el tiempo. Calculé que habían pasado veinte minutos desde mi secuestro, y que, a aquella velocidad, habíamos avanzado más de veinte kilómetros por la carretera nacional. Un dato muy importante para saber en qué parte de la comarca me encontraba.

         En uno de aquellos baches, la punta del cuchillo que llevaba mi carcelero se me clavó en el lomo un par de centímetros. Grité de dolor y le pedí que tuviera cuidado, pero lo único que conseguí fue que me lo apoyara en la garganta mientras me insultaba y se reía con maldad.

         - Como venga un bache fuerte me vas a cortar el cuello, y a las arañas no les va a hacer ni puta gracia -le dije, con serenidad.

         - ¿Y quién ha dicho que vamos a ver a las arañas? -replicó aquel sujeto, con enfado, mientras apartaba el cuchillo.

         Los baches y los volantazos siguieron sucediéndose mientras la furgoneta avanzaba en cuesta arriba. De repente me di cuenta de lo que estaba sucediendo: el camino por el que circulábamos había sido asfaltado aprovechando los remiendos sacados de la carretera nacional. Los araknos que dominaban el lugar habían obligado a los siervos a que les habilitasen el camino a su guarida, y éstos habían cogido picos y palas y se habían puesto manos a la obra, haciendo tintinear sus pulseritas de oro.

Estábamos avanzando rumbo al cuartel general de los marcianos.

         Aquellos momentos, tumbado con la piel desnuda sobre el suelo sucio y frío de la furgoneta, fueron los peores de mi viaje. Nunca había entrado en uno de los cuarteles de los araknos. Me sentía como una mosca presa en una telaraña, viendo que los hilos empiezan a moverse arriba y abajo, vibrando como locos mientras una forma redonda e inmensa se acerca a la carrera.

         Calma. Cálmate, o no saldrás de ésta con vida. No son arañas, son soldados enemigos que han invadido tu planeta. Hijos de puta con seis patas y una pompa de chicle para respirar. No hay telas de araña, ni sacos pegajosos en los que meten a sus víctimas, vivas y despiertas, viendo cómo se comen a sus vecinos mientras esperan ellos mismos a servirles de alimento. Habrá salas de interrogatorio, cables pelados, tenazas, todas las hijoputeces inventadas por los seres humanos. Pero a ti no tienen por qué torturarte si les dices la verdad. Claro que, para eso, tienes que fabricarte una verdad que no ponga en peligro a los compañeros.

         Así iba pensando mientras la furgoneta daba bandazos por aquella carretera mal compuesta. Tenía que autosugestionarme, convencerme de que la realidad era ésta, y no otra, para que mis torturadores se dieran cuenta de que les estaba diciendo la verdad y me despachasen de un disparo rápido e indoloro.

         En la hora larga que pasamos zarandeándonos por aquellas carreteras remendadas convencí a mi mente de que yo en realidad no venía de Villa de Coy, sino de una ciudad franca absolutamente imaginaria que se llamaba Fierabrás y que estaba más o menos en la costa murciana, quizás entre Águilas y Mazarrón. Bombardeé a mi cerebro con una retahíla de datos imaginarios, confiando en que a la hora de la verdad, cuando el primer arakno me propinase el primer bofetón, aquellas mentiras saldrían a borbotones mientras yo me lamentaba sinceramente por estar traicionando a mis parientes y amigos de Fierabrás.

         Estaba elaborando por enésima vez el listado de las personalidades principales de mi ciudad imaginaria, aderezándola con recuerdos de mi colegio y de algún personaje de novela, cuando algo se partió debajo del coche. Los dos sicarios que me retenían en la parte trasera chocaron contra las paredes una y otra vez. Uno de ellos se apoyó con todo su peso encima de mi espalda y se apartó de inmediato, pidiéndome perdón por la fuerza de la costumbre.

         La furgoneta se detuvo. El hombre del jersey de lana y el chaval que vestía de cuero salieron de la parte delantera renegando y se agacharon mirando el espacio entre los ejes de las ruedas.

         - Se jodió -murmuró alguien desde el exterior.

De repente pegaron un puñetazo contra el lateral de la furgoneta, produciendo un eco metálico que hizo protestar a mis carceleros. Se abrieron las puertas traseras; los dos lacayos salieron protestando y estirando las piernas. Yo hice lo mismo, reptando hacia atrás como un gusano; traté de estirar mis brazos doloridos, pero el del jersey de lana me cogió por la muñeca y me arrastró algunos pasos hasta hacerme apoyar la espalda contra el flanco izquierdo del coche.

         - Mira, se ha meado -se burló el niñato de la chaqueta de cuero.

No era cierto, pero tenía el calzoncillo y el vientre completamente llenos de barro después de aquel trayecto tumbado en el suelo lleno de porquería.

         - Respeta, hombre -sentenció el del jersey.

         Le miré agradecido, y él asintió de forma casi imperceptible, mientras miraba alrededor con atención.

         Habíamos ascendido bastante, y ahora estábamos en el interior del monte, en medio de un bosque de pinos. Los árboles aparecían mustios, maltrechos, mostrando los primeros daños producidos por la atmósfera de los araknos. Las ramas se combaban hacia abajo como si les doliera el peso de las agujas y las piñas; éstas tenían un color amarillento bastante alejado del marrón suave que aporta la resina fresca. El suelo estaba alfombrado de agujas de pino, la mayoría todavía con un tono verdoso que indicaba que hacía poco tiempo que se habían caído de sus árboles.

Los síntomas me habían acompañado en mi travesía desde Villa de Coy. Eran los estragos propios del gas venenoso que los araknos expulsaban a la atmósfera terrestre como producto de su respiración. Unas sustancias que, si no lo remediábamos, acabarían convirtiendo a la Tierra en un erial habitado por los araknos y por la flora y fauna mutadas que cultivaban con tanto esmero en invernaderos del tamaño de Luxemburgo, y que, si los hackers no se equivocaban, efectivamente ocupaban el lugar que unas décadas atrás había sido el Gran Ducado de Luxemburgo.

Miré a mis pies y vi con claridad por qué nos habíamos detenido. Bajo las ruedas delanteras de la C-15 salía un reguero de aceite negro que se filtraba entre las grietas del pavimento. Tras mirar el desastre durante un par de minutos, mis carceleros resolvieron continuar la marcha a pie hasta llegar a la telaraña. Sin duda era una burla, como cuando en la Resistencia decimos que los siervos de los araknos viven en una cuadra o un corral, pero la imagen fue tan poderosa que me hizo desfallecer. Miré hacia el hombre del jersey de lana, que ya había identificado como el jefe de la cuadrilla, y le rogué:

- Por favor, jefe; ¿no podríamos dejarlo? Echo una carrera, me fugo, y si me encuentra algún arakno les digo que me escapé...

         Mis carceleros se miraron en silencio. Traté de apelar a su decencia, al último resquicio de humanidad que les pudiera quedar.

         - Por el amor de Dios, hombre... Que esas arañas me van a destrozar...

         El jefe de la banda agachó la cabeza avergonzado. Creo sinceramente que durante un momento pensó muy en serio en decir que sí, mirar hacia otro lado y darme una oportunidad. Pero luego miró de reojo a uno de sus compañeros y su recelo hizo que se me cayera el alma a los pies. Quizás si hubiera estado él solo... pero aquellos individuos no se fiaban los unos de los otros; si el del jersey de lana me dejaba escapar, nadie le garantizaba que aquella misma tarde no fuera a hacer él el camino hacia el destacamento de los araknos atado de pies y manos en la trasera de una furgoneta como la mía. De manera que se irguió y dijo, en voz bien alta, que él estaba obligado a cumplir con su deber, y que confiaba plenamente en la justicia del comandante de las tropas del Pacto.

         Me encogí de hombros y me puse a andar, a la cabeza de nuestro pequeño grupo, mientras buscaba el lugar más adecuado para echar a correr montaña abajo.

         No habríamos dado más de un centenar de pasos cuando, de repente, aparecieron los lobos...

         Eran sólo dos; dos animales delgados, casi esqueléticos, con la cabeza gacha dominada por unos ojos serenos e inteligentes. Se pusieron uno a cada lado de la cuneta, quizás para evitar ser abatidos de un mismo disparo, y en vez de aullar levantaron la cabeza y separaron los belfos, dejándonos ver unas encías negras cargadas con demasiados dientes. Mis cuatro carceleros y yo nos detuvimos a la vez.

         - Pero, ¿qué carallo...? -murmuró el hombre del jersey de lana.

Estiró el brazo derecho con rapidez para cogerle la pistola al joven de la chaqueta de cuero y dejó a la vista un antebrazo rollizo, lleno de manchas de vejez, en la que se clavaba ligeramente una pequeña cadena de oro. Al verla, uno de los lobos esbozó una mueca semejante a una sonrisa; aprovechando el estupor de mis carceleros me senté en el suelo y comencé a quitarme las escasas prendas que llevaba encima.

Veréis; durante mi viaje entre Villa de Coy y la ciudad franca de O Cebreiro había escuchado muchas leyendas urbanas.

Y algunas de ellas hacían referencia a los animales salvajes y a su odio instintivo hacia las pulseras que demostraban el vínculo de servidumbre entre sus poseedores y los araknos.

En cualquier caso -pensé mientras me descalzaba a toda velocidad-, unas botas viejas y unos calzoncillos llenos de barro no iban a suponer ninguna diferencia a la hora de ser devorado.

(Continuará...)

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