La
guerra de las arañas
Novela
breve por entregas
Parte
IV
Después
de conseguir mi confesión me obligaron a quitarme la chaqueta, la camisa y los
pantalones para comprobar que no llevaba ningún arma escondida. Me resigné a
quedarme en calzoncillos esperando que no se pusiera a llover o a nevar, pero
cuando me mandaron descalzarme tuve que salir por la tangente: era imposible
trata de escaparse con los pies descalzos. De manera que aproveché que el del
jersey de lana había bajado la guardia y le pegué una bofetada; como era de
esperar, me gané una lluvia de puñetazos y de patadas que sobrellevé de la
mejor manera posible. En un momento dado, el del jersey me cogió por los pelos,
me llevó hasta la parte trasera de la furgoneta e hizo que me metiera dentro
dándome una patada en el culo. Dos de los hombres entraron conmigo y me hicieron
tumbar en el suelo boca abajo, sentándose encima de mí porque ahí atrás no
había más sitio. Luego cerraron la puerta desde fuera y quedé prisionero. Pero
con mis botas.
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- Al primer movimiento te clavo el
cuchillo en los riñones -murmuró uno de los hombres, apoyándome en la parte
baja de la espalda un pincho metálico y frío.
La furgoneta esquivó la barricada y
continuó por la carretera. Para no desorientarme yo iba contando los segundos mentalmente,
y trataba de calcular la velocidad que llevábamos fijándome en el número de
veces en que el conductor había cambiado de marcha. Esto es bastante fácil si
se tiene el entrenamiento adecuado. Los coches se arrancan en primera, se
aceleran unos instantes y luego el motor guarda silencio brevemente mientras se
pone segunda... De esta manera calculé que circulábamos en una tercera marcha
muy apurada; es decir, a unos cincuenta o sesenta kilómetros por hora. Mis
oídos seguían atentos a los ruidos del motor, mi mente desgranaba los segundos.
Quinientos cincuenta, quinientos cincuenta y uno... seiscientos... luego
ochocientos, mil...
La furgoneta empezó a zarandearse con
brusquedad al llegar a los mil doscientos segundos. Hubo protestas por parte de
los dos hombres que me custodiaban, que se movían como una bolita dentro de un
cascabel. El del jersey de lana, que era quien conducía, les dijo que había que
joderse, que estábamos saliendo de la carretera principal. Seguir contando
velocidades y tiempos con aquel jaleo era perder el tiempo. Calculé que habían
pasado veinte minutos desde mi secuestro, y que, a aquella velocidad, habíamos
avanzado más de veinte kilómetros por la carretera nacional. Un dato muy importante
para saber en qué parte de la comarca me encontraba.
En uno de aquellos baches, la punta del
cuchillo que llevaba mi carcelero se me clavó en el lomo un par de centímetros.
Grité de dolor y le pedí que tuviera cuidado, pero lo único que conseguí fue
que me lo apoyara en la garganta mientras me insultaba y se reía con maldad.
- Como venga un bache fuerte me vas a
cortar el cuello, y a las arañas no les va a hacer ni puta gracia -le dije, con
serenidad.
- ¿Y quién ha dicho que vamos a ver a
las arañas? -replicó aquel sujeto, con enfado, mientras apartaba el cuchillo.
Los baches y los volantazos siguieron
sucediéndose mientras la furgoneta avanzaba en cuesta arriba. De repente me di
cuenta de lo que estaba sucediendo: el camino por el que circulábamos había
sido asfaltado aprovechando los remiendos sacados de la carretera nacional. Los
araknos que dominaban el lugar habían obligado a los siervos a que les
habilitasen el camino a su guarida, y éstos habían cogido picos y palas y se
habían puesto manos a la obra, haciendo tintinear sus pulseritas de oro.
Estábamos
avanzando rumbo al cuartel general de los marcianos.
Aquellos momentos, tumbado con la piel
desnuda sobre el suelo sucio y frío de la furgoneta, fueron los peores de mi
viaje. Nunca había entrado en uno de los cuarteles de los araknos. Me sentía
como una mosca presa en una telaraña, viendo que los hilos empiezan a moverse
arriba y abajo, vibrando como locos mientras una forma redonda e inmensa se
acerca a la carrera.
Calma. Cálmate, o no saldrás de ésta
con vida. No son arañas, son soldados enemigos que han invadido tu planeta. Hijos
de puta con seis patas y una pompa de chicle para respirar. No hay telas de
araña, ni sacos pegajosos en los que meten a sus víctimas, vivas y despiertas,
viendo cómo se comen a sus vecinos mientras esperan ellos mismos a servirles de
alimento. Habrá salas de interrogatorio, cables pelados, tenazas, todas las
hijoputeces inventadas por los seres humanos. Pero a ti no tienen por qué
torturarte si les dices la verdad. Claro que, para eso, tienes que fabricarte
una verdad que no ponga en peligro a los compañeros.
Así iba pensando mientras la furgoneta
daba bandazos por aquella carretera mal compuesta. Tenía que autosugestionarme,
convencerme de que la realidad era ésta, y no otra, para que mis torturadores
se dieran cuenta de que les estaba diciendo la verdad y me despachasen de un
disparo rápido e indoloro.
En la hora larga que pasamos
zarandeándonos por aquellas carreteras remendadas convencí a mi mente de que yo
en realidad no venía de Villa de Coy, sino de una ciudad franca absolutamente
imaginaria que se llamaba Fierabrás y que estaba más o menos en la costa
murciana, quizás entre Águilas y Mazarrón. Bombardeé a mi cerebro con una
retahíla de datos imaginarios, confiando en que a la hora de la verdad, cuando
el primer arakno me propinase el primer bofetón, aquellas mentiras saldrían a
borbotones mientras yo me lamentaba sinceramente por estar traicionando a mis
parientes y amigos de Fierabrás.
Estaba elaborando por enésima vez el
listado de las personalidades principales de mi ciudad imaginaria, aderezándola
con recuerdos de mi colegio y de algún personaje de novela, cuando algo se
partió debajo del coche. Los dos sicarios que me retenían en la parte trasera
chocaron contra las paredes una y otra vez. Uno de ellos se apoyó con todo su
peso encima de mi espalda y se apartó de inmediato, pidiéndome perdón por la
fuerza de la costumbre.
La furgoneta se detuvo. El hombre del
jersey de lana y el chaval que vestía de cuero salieron de la parte delantera
renegando y se agacharon mirando el espacio entre los ejes de las ruedas.
- Se jodió -murmuró alguien desde el
exterior.
De
repente pegaron un puñetazo contra el lateral de la furgoneta, produciendo un
eco metálico que hizo protestar a mis carceleros. Se abrieron las puertas
traseras; los dos lacayos salieron protestando y estirando las piernas. Yo hice
lo mismo, reptando hacia atrás como un gusano; traté de estirar mis brazos
doloridos, pero el del jersey de lana me cogió por la muñeca y me arrastró algunos
pasos hasta hacerme apoyar la espalda contra el flanco izquierdo del coche.
- Mira, se ha meado -se burló el niñato
de la chaqueta de cuero.
No
era cierto, pero tenía el calzoncillo y el vientre completamente llenos de
barro después de aquel trayecto tumbado en el suelo lleno de porquería.
- Respeta, hombre -sentenció el del
jersey.
Le miré agradecido, y él asintió de
forma casi imperceptible, mientras miraba alrededor con atención.
Habíamos ascendido bastante, y ahora
estábamos en el interior del monte, en medio de un bosque de pinos. Los árboles
aparecían mustios, maltrechos, mostrando los primeros daños producidos por la
atmósfera de los araknos. Las ramas se combaban hacia abajo como si les doliera
el peso de las agujas y las piñas; éstas tenían un color amarillento bastante
alejado del marrón suave que aporta la resina fresca. El suelo estaba
alfombrado de agujas de pino, la mayoría todavía con un tono verdoso que
indicaba que hacía poco tiempo que se habían caído de sus árboles.
Los
síntomas me habían acompañado en mi travesía desde Villa de Coy. Eran los
estragos propios del gas venenoso que los araknos expulsaban a la atmósfera
terrestre como producto de su respiración. Unas sustancias que, si no lo remediábamos,
acabarían convirtiendo a la Tierra en un erial habitado por los araknos y por
la flora y fauna mutadas que cultivaban con tanto esmero en invernaderos del
tamaño de Luxemburgo, y que, si los hackers no se equivocaban, efectivamente
ocupaban el lugar que unas décadas atrás había sido el Gran Ducado de Luxemburgo.
Miré
a mis pies y vi con claridad por qué nos habíamos detenido. Bajo las ruedas
delanteras de la C-15 salía un reguero de aceite negro que se filtraba entre
las grietas del pavimento. Tras mirar el desastre durante un par de minutos,
mis carceleros resolvieron continuar la marcha a pie hasta llegar a la telaraña. Sin duda era una burla, como cuando en
la Resistencia decimos que los siervos de los araknos viven en una cuadra o un
corral, pero la imagen fue tan poderosa que me hizo desfallecer. Miré hacia el
hombre del jersey de lana, que ya había identificado como el jefe de la
cuadrilla, y le rogué:
-
Por favor, jefe; ¿no podríamos dejarlo? Echo una carrera, me fugo, y si me
encuentra algún arakno les digo que me escapé...
Mis carceleros se miraron en silencio. Traté
de apelar a su decencia, al último resquicio de humanidad que les pudiera
quedar.
- Por el amor de Dios, hombre... Que
esas arañas me van a destrozar...
El jefe de la banda agachó la cabeza
avergonzado. Creo sinceramente que durante un momento pensó muy en serio en decir
que sí, mirar hacia otro lado y darme una oportunidad. Pero luego miró de reojo
a uno de sus compañeros y su recelo hizo que se me cayera el alma a los pies. Quizás
si hubiera estado él solo... pero aquellos individuos no se fiaban los unos de
los otros; si el del jersey de lana me dejaba escapar, nadie le garantizaba que
aquella misma tarde no fuera a hacer él el camino hacia el destacamento de los
araknos atado de pies y manos en la trasera de una furgoneta como la mía. De
manera que se irguió y dijo, en voz bien alta, que él estaba obligado a cumplir
con su deber, y que confiaba plenamente en la justicia del comandante de las
tropas del Pacto.
Me encogí de hombros y me puse a andar,
a la cabeza de nuestro pequeño grupo, mientras buscaba el lugar más adecuado
para echar a correr montaña abajo.
No habríamos dado más de un centenar de
pasos cuando, de repente, aparecieron los lobos...
Eran sólo dos; dos animales delgados,
casi esqueléticos, con la cabeza gacha dominada por unos ojos serenos e
inteligentes. Se pusieron uno a cada lado de la cuneta, quizás para evitar ser
abatidos de un mismo disparo, y en vez de aullar levantaron la cabeza y
separaron los belfos, dejándonos ver unas encías negras cargadas con demasiados
dientes. Mis cuatro carceleros y yo nos detuvimos a la vez.
- Pero, ¿qué carallo...? -murmuró el
hombre del jersey de lana.
Estiró
el brazo derecho con rapidez para cogerle la pistola al joven de la chaqueta de
cuero y dejó a la vista un antebrazo rollizo, lleno de manchas de vejez, en la
que se clavaba ligeramente una pequeña cadena de oro. Al verla, uno de los
lobos esbozó una mueca semejante a una sonrisa; aprovechando el estupor de mis
carceleros me senté en el suelo y comencé a quitarme las escasas prendas que
llevaba encima.
Veréis;
durante mi viaje entre Villa de Coy y la ciudad franca de O Cebreiro había escuchado
muchas leyendas urbanas.
Y
algunas de ellas hacían referencia a los animales salvajes y a su odio
instintivo hacia las pulseras que demostraban el vínculo de servidumbre entre
sus poseedores y los araknos.
En
cualquier caso -pensé mientras me descalzaba a toda velocidad-, unas botas
viejas y unos calzoncillos llenos de barro no iban a suponer ninguna diferencia
a la hora de ser devorado.
(Continuará...)
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