domingo, 9 de junio de 2013

Yo nunca leo a mujeres


         La escritora Marta Querol @Marta_Querol ha publicado recientemente en su blog Piedra, papel, tijera un artículo bastante interesante que se titula No somos iguales, y que llega a la conclusión de que hay diferencias muy importantes entre los hombres y las mujeres, a la hora de ponerse a leer.
         La autora de El final del ave Fénix ha hecho una encuesta entre cerca de 250 personas, seleccionadas por sexos casi al 50%, y ha sacado los siguientes datos:
         - De todos los libros que este grupo está leyendo en la actualidad, sólo una tercera parte han sido escritos por mujeres.
         - De los hombres de su grupo, sólo un 15% está leyendo libros que hayan sido escritos por mujeres.
         - De las mujeres de su grupo, el 49% está leyendo libros escritos por mujeres.
         Marta Querol plantea luego algunas hipótesis para explicar por qué los hombres casi sólo leen a hombres. Algunos de sus planteamientos son evidentes: el más lógico, que hasta hace un par de generaciones las escritoras mujeres eran rara avis, consideradas unas excéntricas, o unas revolucionarias, que se atrevían a meterse en un terreno que les estaba vedado. Su fin en la vida era casarse y barrer la casa, y por eso muchas veces tenían que emplear pseudónimos masculinos como Fernán Caballero -que se llamaba Cecilia Böhr de Faber y tomó el nombre de un pueblo que se llamaba así- o la francesa George Sand -Aurore Dupin, que adaptó el nombre de uno de sus amores, el también escritor Jules Sandeau-. Esta opresión contra la mujer ha provocado que entre los clásicos de la Literatura haya muchos más hombres que mujeres.
         En su artículo, nuestra escritora también formula alguna hipótesis sobre el porqué de que las mujeres tengan unos gustos más igualitarios que los hombres -recordad ese 49% de mujeres que leen a escritoras, frente al 15% de los hombres-. Podría ser, por ejemplo, que muchas mujeres quisieran apostar por la literatura femenina pescándolas con dificultad entre la avalancha de títulos de autores masculinos.
         Yo he sido siempre un gran lector. Algún día os aburriré con el listado de obras que me han marcado especialmente, y con el comentario de cuáles son los libros a los que vuelvo una y otra vez. Por dar un puñado de nombres, ahí están siempre Miguel Delibes, Arturo Pérez-Reverte, Blasco Ibáñez, Pérez Galdós, Conan Doyle o Stephen King. Tras leer el artículo de Marta Querol, y mantener con ella una charla agradable a través del Twitter, empecé a reflexionar sobre mis escritoras; y encontré que entre mis libros siempre había habido un número importante de mujeres.
         Uno de mis primeros recuerdos lo protagoniza precisamente la obra de una escritora. Yo soy un niño de tres años, sentado en el parquet de una habitación. Mi Madre está sentada en una silla, viendo la televisión, y a su espalda hay una estantería llena de libros blancos con letras negras que no sé descifrar, cada uno de ellos con un pequeño molino en el lomo. Son libros de Agatha Christie; prácticamente toda la colección. Os puede parecer extraño, pero a los diez años yo ya me había leído buena parte de aquellas novelas donde el doctor Barracloughs o el coronel retirado Sthompton-Nigel caían como moscas víctimas de los cócteles envenenados o las cerbatanas australianas. Muchas veces, aparte de la trama en sí misma, la mayor intriga para mí estribaba en los detalles menores: comprender cómo un sacerdote podía estar casado y tener una hija, por qué los protagonistas cenaban a las seis de la tarde, o qué tenía que ver la India en una novela que estaba ambientada en Inglaterra.
         Hace un par de años leí unas declaraciones de no recuerdo quién, que comentaba que en el fondo los personajes de Agatha Christie no eran más que peones de ajedrez; y estuve completamente de acuerdo con dicho análisis. En La casa torcida, o en La venganza de Nofret, hay familias que salen a un muerto por la mañana y otro por la tarde, y a la mañana siguiente están todos desayunando tranquilamente aunque mirándose de reojo.
         A pesar de ello, pienso que sus novelas siguen teniendo todo su interés, y por eso, de vez en cuando, le cojo a mi Madre sus viejos libros de la Editorial Molino y me interno en el corazón de la campiña inglesa con la señorita Marple, o bien soporto junto al capitán Hastings las impertinencias de monsieur Hercules Poirot.
         Por cierto, que Agatha Christie ha pasado a la historia de la Literatura no con su propio nombre, sino con el de su primer marido; un militar con el que convivió pocos años y que finalmente se marchó con otra. Por hacer honor a su verdadero nombre, la dama del crimen se llamó de soltera Agatha Miller... aunque tras volver a casarse pasó la mayor parte de su vida siendo la señora Agatha Mallowan.
         Si hay que hablar de la campiña inglesa, aquí tenemos a otra escritora de bandera, contemporánea de la Christie pero de estilo bien diferente. ¡Para que luego digan que todas las mujeres escriben igual! Me estoy refiriendo a Richmal Crompton, la autora de la saga de las Travesuras de Guillermo. Devoré sus libros siendo un pre-adolescente; luego se quedaron atrás en alguna de las múltiples mudanzas por las que ha pasado mi familia. Sigo siendo un gran admirador de las gamberradas bienintencionadas de Guillermo y sus Proscritos, y de la pluma no menos gamberra con que Richmal Crompton se burlaba de los comités de ayuda a las mascotas desamparadas, los niños gorditos y repeinados y las mujeres antipáticas que llevaban pince-nez.
         Con el paso del tiempo, me he llevado la alegría de descubrir que hay al menos dos editoriales contemporáneas que están reeditando los guillermos, con su imprescindible cubierta roja. Actualmente estoy recomponiendo mi colección perdida, comprando ejemplares aquí y allá -suelen venderse muy baratos en las ferias del libro-, e incluso he rescatado de un viejo armario un ejemplar muy antiguo -una 1ª edición de diciembre de 1940- con la que mi padre, que en paz descanse, echó sin duda sus primeras risas.
         Enid Blyton es una tercera escritora que considero fundamental en la formación de los niños y niñas de la EGB. También inglesa y también contemporánea de las otras dos. ¿Quién no ha corrido aventuras con Los cinco y Los siete secretos? Hoy, tal vez, el personaje de George -la chica de pelo corto que odiaba su identidad femenina- sería considerado políticamente incorrecto, igual que los negritos salvajes que aparecen en las casas de los vecinos de Guillermo Brown...
         Ayer, la escritora Marta Querol hablaba acerca de algunas personas que rechazan por sistema las obras de las mujeres, diciendo que les parecen un coñazo. Desde luego, hay gente así por todos lados... pero quizás esta clase de ignorantes debería echar la vista atrás y recordar todas las tardes después del colegio que pasó disfrutando -y aprendiendo- con Guillermo, con George o con los Siete Secretos...
         Si este tipo de Literatura nos parece de segunda clase, poco digna de codearse con las obras sesudas de los escritores serios, en nuestro propio país tenemos un ejemplo grandioso de escritora con mayúsculas: doña Emilia Pardo Bazán, condesa, potentada, gran conocedora del alma de sus paisanos gallegos. Los pazos de Ulloa y La madre naturaleza han sido para mí dos libros fundamentales. Hablar del buen día de maja que tenemos hoy cuando amanecemos con un sol de justicia, o explicarles a los míos que hoy tenemos veinticinco y ciento grados cuando hay 25 grados centígrados, son algunas de las gracietas que leí en su momento en los libros de la condesa, y que se han convertido en parte de mis muletillas personales.
         Otra escritora cuyas obras devoré en la adolescencia fue Pearl S. Buck, cuyos libros impresos en papel cebolla, con letras de cuerpo 8, también formaban parte de la biblioteca de mi Madre hasta que nos las trajimos a Lorca de tapadillo. Sus novelas obran el verdadero milagro de transportarnos a la China milenaria y dejarnos allí, entre los campos de arroz, sintiendo el peso de innumerables generaciones. Porque la Buck no sólo nos lleva al siglo pasado, algo que sería fácil para un escritor con talento; además consigue que estemos en ese siglo pasado sintiendo en el alma la influencia de las centurias anteriores. Nos convierte en descendientes directos de los hombres que cruzaban los campos sable en mano, de los campesinos que comían arroz hervido en la escudilla de barro de su abuelo y se acostaban en esteras de paja, de las mujeres que daban a luz en mitad del arrozal... Una sensación semejante a la que transmite Amy Tan en libros como El club de la buena estrella o La esposa del dios del fuego.
         Si hay una escritora que destila feminidad por todos sus poros, ésa es Isabel Allende. Pero no en el sentido clásico, ñoño, de las clientas de Sherlock Holmes que se desmayan al escuchar una palabra malsonante, sino en el sentido carnal, sudoroso, de mujer con ganas de amar y ser amada en una cama con las sábanas húmedas, y no sólo por el calor del Trópico. Hay novelas de Isabel Allende que un hombre sería incapaz de escribir. Quizás en su obra se hace bueno el tópico del gusto por los sentimientos y la introspección de las mujeres, frente a la simplicidad emocional de los hombres. La casa de los espíritus, El plan infinito, los cuentos de Eva Luna...
         Ahí está Paula: el libro que le escribió a su hija que se le estaba muriendo de una enfermedad; un libro que te hace saltar las lágrimas, pero donde hay también rasgos de humor. No creo que ningún hombre sea capaz de escribir algo así.
         Podría enumerar más escritoras que he leído, con mayor o menor gusto, pero no serían mis escritoras. Quizás llegaron tarde, o yo llegué tarde a ellas, cuando ya era un hombre con los gustos hechos y la mente encasillada. Harry Potter, de J.K. Rowling, me parece una obra maestra y una saga de libros que se seguirán leyendo dentro de cien años, pero las maldades de Quien-ya-sabéis me encontraron siendo un periodista de treinta años, más fascinado por el entramado de la obra que por la trama en sí misma. Pasé momentos inolvidables leyendo el Olvidado rey Gudú de Ana María Matute, el Nils Holgersson de Selma Lagerlof o la princesa muerta de Kenizé Mourad, por no hablar del Frankenstein de Mary Shelley. Estas maestras de la Literatura no forman parte de mi particular núcleo duro, pero son grandísimos ejemplos, junto a Rosa Montero, Maruja Torres, George Sand, las hermanas Brontë, y tantas, y tantas otras... de que las mujeres, si no han escrito más, es porque hasta hace dos telediarios no las dejaron.
         Afortunadamente los tiempos van cambiando; hoy tenemos escritoras jóvenes, como Marta Querol o mi apreciada Cristina Selva, finalista del Premio Nostromo. En definitiva, decir que sólo se puede leer a los escritores hombres, o que las escritoras son un auténtico coñazo, lo único que demuestra es la ignorancia supina de aquél que lo proclama... y la mala suerte que tiene, en el fondo, porque nunca sabrá lo mucho y bueno que se está perdiendo.

(El blog de Marta Querol: 
http://www.martaquerol.es/blog/index.php)

2 comentarios:

  1. Me ha encantado, sobre todo, ¿sabes qué? cómo nombras la palabra Madre cada vez con mayúscula. Nos han dado tanto que lo merecen. Gracias por hacerte eco de mi pequeño estudio en el blog, y espero llegar a ser una de esas autoras de cabecera.
    Un abrazo

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  2. Gracias a ti por haberme dado la idea con tu inteligente artículo en el blog. Tengo pendiente leerte, cuenta con ello!! ;)

    Posdata: en efecto, las Madres se merecen esa mayúscula, y tantas cosas más...!!

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