Una de las noticias del día ha sido el incendio producido en el teatro Alcázar de Madrid a primera hora de la mañana. El caos ha debido de ser tremendo: cerca de dos centenares de bomberos se han desplazado hasta el inmueble, ubicado nada menos que en la calle de Alcalá cerca de la Gran Vía; esto es, uno de los lugares más transitados de Madrid.
Parece ser que el fuego se ha producido en el último piso, y que se ha extendido con virulencia porque la estructura estaba hecha de madera. Además de los nervios que se producen en todo incendio, la tensión se ha multiplicado cuando se ha sabido que dentro del teatro había cuarenta niños que estaban ensayando. A más de uno le ha recorrido un escalofrío al darse cuenta de que en los bajos del edificio estuvo la malograda discoteca Alcalá 20, que dos semanas antes de las Navidades de 1983 se cobró un saldo tremendo de ochenta y dos muertos como consecuencia de otro incendio.
Por suerte, los Bomberos han reaccionado con la eficacia y la entrega que acostumbran, y el incendio del teatro no se ha cobrado ninguna víctima. Eso sí, sus esfuerzos, y la dificultad del incendio, han debido de ser tan grandes, que cuatro bomberos han sido atendidos por agotamiento.
Mi Madre me ha contado en más de una ocasión que mi abuelo Marcelo estuvo a punto de morir en el incendio del teatro Novedades: el local, ubicado en la calle de Toledo, ardió en noviembre de 1928 causando la muerte de ochenta personas, en uno de los sucesos más trágicos que aún recuerdan los madrileños del foro.
Precisamente dicho incendio fue el escenario de una anécdota que parece sacada de alguno de los folletines del siglo XIX, en el que jóvenes sin suerte cambian radicalmente el rumbo de su vida por un encuentro casual.
La noche del 23 de septiembre de 1928, el teatro Novedades empezó a arder. Uno de los espectadores que estaban viendo la representación era un joven manchego de 19 años, sin un duro en el bolsillo, que se llamaba Ángel Alcázar de Velasco. Había nacido en un pueblo de Guadalajara llamado Mondéjar, y se había escapado de casa a los 10 años para venirse a Madrid. Trabajaba de camarero, hacía capeas como novillero en plazas más que modestas, y tenía el sueño de hacerse periodista.
Aquella noche terrible logró escapar a tiempo, pero al ver el maremágnum de humo, los alaridos de la gente atrapada en el teatro, los heridos cubiertos de sangre, dio media vuelta, se abrió paso entre la multitud de mirones y volvió a entrar en el edificio tomado por las llamas para tratar de salvar a alguna víctima. Una vez, otra vez. Él mismo resultó con alguna herida.
Entre las personas que se había acercado al teatro había un sesentón vestido de traje, grueso, con bigote de patriarca y expresión severa. Al ver a aquel joven desmadejado, lleno de humo y de sangre, trató de disuadirle y le instó a que no volviera a meterse en aquel infierno. Pero éste se dio media vuelta, le mandó literalmente a paseo y volvió a meterse en el teatro diciéndole al entrometido que lo que había que hacer era seguir entrando hasta sacar a todas las víctimas.
Posteriormente, al joven Alcázar de Velasco le dijeron que el señor al que había mandado a paseo era el general Primo de Rivera, que llevaba seis años siendo el dueño absoluto de España tras su pronunciamiento en nombre de Alfonso XIII.
Primo de Rivera se interesó por la recuperación de aquel héroe y le preguntó cuál era su sueño. El joven le explicó que quería ser torero, y el dictador se encargó de que recibiera una formación adecuada. Desde entonces se convirtió en uno más de aquella familia, hasta el punto que años más tarde ayudó a José Antonio, el hijo mayor del dictador, a fundar la Falange Española. La anécdota la cuenta el historiador Ian Gibson en su obra La noche en que mataron a Calvo Sotelo.
En los años sucesivos, Alcázar de Velasco llegó a torear, se convirtió en periodista, y desarrolló una carrera política muy particular: conspiró contra Franco durante la Guerra Civil, tratando de impedir que el general se hiciera con el poder de la Falange; durante la II Guerra Mundial fue espía de los nazis y los japoneses, y luego recorrió numerosos países como periodista.
Ángel Alcázar falleció en Madrid en fecha tan reciente como 2002, concluyendo una vida llena de aventuras que se inició con la fuga de su pueblo a los 10 años y sufrió un giro radical gracias al incendio de un teatro. Hoy, al enterarme del incendio en otro teatro madrileño, que para más inri también se apellida Alcázar, ha sido inevitable acordarme de aquel personaje que parece sacado de cualquier novela de Blasco Ibáñez o Galdós, pero que fue muy real.
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