Águilas cuenta con una protectora de animales excelente, que alivia el sufrimiento de centenares de perros y algunos gatos. Ahora llega el verano, mucha gente se va de vacaciones y más de un sinvergüenza -por no llamarles otra cosa- llega a la conclusión de que llevarse al perrito es una pesadez. Lo compraron en Navidad para darle un capricho al chaval, están hasta las narices de tenerlo que sacar a pasear, y para colmo el perro va creciendo, el niño ya se ha cansado del juguete... Y ya sabéis: montan al perro en el coche, se alejan a una distancia prudencial para que el animal no pueda volver... lo bajan del coche, y, se acabó. Problema resuelto, dicen, mientras ven cómo se aleja el perro por el espejo retrovisor.
Hago una reflexión, que es que quizás la Administración debería tomar medidas para que se pudiera denunciar a aquellas personas a las que les desaparece el perro de la noche a la mañana.
Debería ser obligatorio que todos los perros llevasen su microchip; como ya tienen una cartilla sanitaria, de vacunación, creo que sería muy eficaz que en dicha cartilla hubiera que registrar también la defunción del animal, con un sello de un veterinario. Mientras la cartilla no se cancele por defunción, se supone que el perro sigue vivo y en poder de su dueño. Habría que acreditar la fe de vida cada dos o tres años acudiendo a alguna clínica veterinaria... y si resulta que el perro no está, y ningún veterinario ha certificado la muerte, imponerle una sanción al dueño. No se le puede acusar de haberlo abandonado, pero sí de haber permitido que se le escapase, porque, al fin y al cabo, los perros sueltos son un peligro.
Sea porque se escapan de verdad, o porque han tenido la mala suerte de dar con un sinvergüenza, el hecho es que de vez en cuando nos encontramos con un perro abandonado. El fin de semana pasado, en el parque de detrás del campus de Lorca mi familia y yo nos encontramos una perrita preciosa, jovencita, que deambulaba sola. Mi mujer subió un momento a casa y bajó un botellín de agua del grifo y algo de comida, que la perrita devoró en cuestión de segundos. Yo llamé a la Policía Local de Lorca, les dije que me había encontrado un perro abandonado, y me dijeron que en un par de días, lunes o miércoles -estábamos a sábado- avisarían a una protectora de Crevillente para que se hiciera cargo.
En fin. Yo no dudo de que el policía tomaría nota de mi llamada y avisaría a los de la protectora, pero no sé si una empresa privada se habrá tomado la molestia de desplazarse más de 220 kilómetros, entre ida y vuelta, para ver si en un parque de Lorca sigue estando el perro que ha visto un vecino hace tres días. El caso es que el miércoles volví al parque y ya no vi a la perrita, aunque algunos chavales que se estaban escaqueando de la clase me dijeron que les parecía haberla visto por ahí.
Cuando me instalé en Lorca, a principios de 2007, la única persona a la que conocía en la ciudad era Marisa, la responsable de una protectora que había por la zona de La Torrecilla. La había conocido cinco años antes, cuando yo vivía en Alicante y grababa sucesos para el programa Gente, de TVE -la parte glamourosa era para periodistas más sofisticados-, abarcando las tres provincias valencianas, Murcia y Albacete. Salíamos a entierro por semana, aunque de vez en cuando nos relajábamos con temas más gratos, como la visita a la protectora de animales de Lorca.
No recuerdo exactamente qué les había pasado -un robo, algún perro envenenado- pero me quedé con la idea del tremendo esfuerzo que llevaban a cabo la propia Marisa y sus compañeros para sacar adelante a decenas de perros. Unos años más tarde aquellos campos de La Torrecilla se iban a convertir para mí en un escenario familiar -la Delegación de 7RM en la que trabajé casi seis años estaba en Saprelorca, a un tiro de piedra de aquellos terrenos-, pero para entonces la protectora estaba a punto de cerrar.
La protectora de Águilas tiene el mismo esquema que la de Marisa, de Lorca: un recinto perdido en el campo -en el caso aguileño, entre las montañas-, donde una mujer dinámica, fuerte y de buen corazón, María Luisa Mataix, trata de sacar adelante a cerca de 300 animalitos inocentes, con el apoyo de un grupo de voluntarios; entre ellos, Manuel Sansegundo, veterinario municipal de Águilas y un puntal fundamental en Aguiproam, que así es como se denomina la protectora aguileña.
Hace un par de días, la Cruz Roja de Águilas quiso colaborar con la protectora. Según nos informan desde el gabinete de prensa, sus responsables se pusieron en contacto con Aguiproam para entregarles diverso material que ya no se podía utilizar en humanos, aunque por supuesto tampoco supone un peligro para los animales.
En concreto, Cruz Roja le ha entregado a Aguiproam una cantidad importante de sueros, jeringuillas, agujas, y algunos medicamentos. Las normas sanitarias para los humanos son mucho más restrictivas que las que se exigen para los animales, de manera que el destino de este material iba a ser su destrucción controlada; en vez de eso, se le ha entregado a la protectora, ahorrándoles un dinero que no tienen.
Un buen ejemplo de que la Cruz Roja, en su afán innato por ayudar a los demás, también se acuerda de los seres de cuatro patas que han sido víctimas de la falta de sentimientos de sus dueños: de los individuos -iba a decir personas- por los que los perros habrían dado su propia vida. Sin dudarlo.
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