martes, 23 de abril de 2013

La biblioteca de Babel


         El recién llegado era un hombre bajo, calvo, con grue­sas gafas y bigotillo, extrañamente agitado, que bajó los escalones de dos en dos y se sobresaltó al descubrir mi presencia al otro extremo de la galería hexago­nal, apoyado en la barandilla, dando la espalda al pozo de ventilación, del que subía un viento cálido, pausado e inacabable.
         Me saludó con un gesto de su mano blanda, se encaró a una de las estanterías, alargó la mano hacia el tercer anaquel y cogió al azar uno de los treinta y dos libros. Repasó distraído sus páginas uniformes, leyó quizás una o dos de las líneas infinitas, esbozó una sonrisa al encontrar una palabra perdida en aquel caos.
         El hombre jugó a leer durante un rato; aún llegó a pronunciar dos o tres sílabas, carentes para mí de cualquier signi­ficado; aunque sabía, como vosotros también sabéis, que unas millas más a la derecha el lenguaje de los bibliote­carios es dialec­tal, y que con pocas semanas de viaje entre esca­leras y anaqueles, se hace incomprensible.
         Aquel viajero era bi­bliotecario como yo, como todos los hom­bres. Estaba realmente nervioso, muy in­quieto. Al fin, me habló con voz entrecortada, en una lengua dife­rente a la mía. Charlamos por señas del cansan­cio, de los libros...
         Gesticula­mos cansinamente, tratando de transmi­tir una mínima parte de nuestra mínima experiencia de custodios silencio­sos. Nuestras vidas, nues­tros temo­res más profundos -y nuestras esperanzas- ya esta­ban reco­gidos en las páginas de algunos de los volúmenes que pobla­ban las gale­rías ilimitadas, así como su refuta­ción, y la refu­tación de esa refuta­ción.
         Hablamos, en fin, de libros y galerías, él men­cionó una escalera sin peldaños que casi le había matado... Y fue en­tonces cuando vi que aquel desconocido llevaba la Señal, el signo buscado con tantas ansias por generacio­nes y genera­ciones de biblio­te­ca­rios, desde hacía muchos si­glos.
         La Señal era un signo único e incuestiona­ble, más poderoso que toda la biblioteca, que traía consigo el regalo de un rumbo fijo en medio de todo aquel caos, la posibi­lidad de escapar del ocio, de la muerte, del olvido, de la na­da...
         Al verse descubierto, aquel hombrecillo saltó sobre mí rugiendo como una fiera, los dedos engarfiados. Caímos al suelo al pie de las estante­rías, destrozan­do con nuestras patadas algunos de los tomos de los anaqueles más bajos; hasta que conseguí aton­tarle gol­peándole la cabeza con un libro (por unos segundos, antes de que las páginas se llenasen con nuestra sangre, pude leer el inicio de esta histo­ria), y por fin le maté contra la baran­dilla del pozo de ven­ti­la­ción, lancé su cuerpo al viento infinito y me senté en el silencio de mi galería, contem­plando la Verdad.
         Porque ahora la Verdad la tenía yo. Me puse en pie. La Señal, innegable, llenaba mi cuerpo de vigor. Aquel signo que sentía en mi interior era la eviden­cia de la leyenda más anti­gua, la más pros­crita, aqué­lla en la que todos los bibliotecarios habían deseado creer.
         Ahora mi vida tenía sentido, y por vez prime­ra la bi­bliote­ca, que algunos llaman el Universo, había pasado a un segundo plano. Sentía aquella fuerza que me instaba a dejar las galerías donde había pasado toda mi vida, y empezar a recorrer el finito -ilimitado y periódico- hasta donde me diera tiempo, para alcanzar la única y absoluta Verdad.
         Entonces tenía dieciocho años, y ahora tengo cincuenta y nueve. He pasado mi vida caminando, soñando de pie entre los corredo­res bajos, subiendo y bajando escaleras, ho­jeando los libros esquivos, durmiendo de pie y defecando en innumerables gabinetes idénticos, llegando a matar para defen­der mi vida.
         Estoy cayendo. He perdido la Señal, la pequeña fotografía borrosa manoseada por el transcurso de las décadas, sin equivalencia ni cabida posible en tantos millones de libros llenos de páginas llenas de letras. El aire se enrare­ce a tanta veloci­dad. Veo pasar las gale­rías tenuemente iluminadas, las sombras de los anaqueles, los lomos de los volúme­nes... ellos contienen -sin duda- la Verdad, pero no son la Ver­dad...
         Voy a morir. Un joven de mente despier­ta y brazos pode­rosos ha tomado el testigo. Ahora es él quien tiene la Señal. La biblioteca es suya, el universo entero cabe en la palma de su mano.
         En uno de los innúmeros anaqueles que recu­bren los muros de las gale­rías hexagonales hay un libro, un solo libro, en una de cuyas líneas se recoge la Verdad:
         En esta Biblioteca se esconde una Mujer.
 

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