El recién llegado era un hombre bajo,
calvo, con gruesas gafas y bigotillo, extrañamente agitado, que bajó los
escalones de dos en dos y se sobresaltó al descubrir mi presencia al otro
extremo de la galería hexagonal, apoyado en la barandilla, dando la espalda al
pozo de ventilación, del que subía un viento cálido, pausado e inacabable.
Me saludó con un gesto de su mano
blanda, se encaró a una de las estanterías, alargó la mano hacia el tercer
anaquel y cogió al azar uno de los treinta y dos libros. Repasó distraído sus
páginas uniformes, leyó quizás una o dos de las líneas infinitas, esbozó una
sonrisa al encontrar una palabra perdida en aquel caos.
El hombre jugó a leer durante un rato;
aún llegó a pronunciar dos o tres sílabas, carentes para mí de cualquier significado;
aunque sabía, como vosotros también sabéis, que unas millas más a la derecha el
lenguaje de los bibliotecarios es dialectal, y que con pocas semanas de viaje
entre escaleras y anaqueles, se hace incomprensible.
Aquel viajero era bibliotecario como
yo, como todos los hombres. Estaba realmente nervioso, muy inquieto. Al fin,
me habló con voz entrecortada, en una lengua diferente a la mía. Charlamos por
señas del cansancio, de los libros...
Gesticulamos cansinamente, tratando de
transmitir una mínima parte de nuestra mínima experiencia de custodios
silenciosos. Nuestras vidas, nuestros temores más profundos -y nuestras
esperanzas- ya estaban recogidos en las páginas de algunos de los volúmenes
que poblaban las galerías ilimitadas, así como su refutación, y la refutación
de esa refutación.
Hablamos, en fin, de libros y galerías,
él mencionó una escalera sin peldaños que casi le había matado... Y fue entonces
cuando vi que aquel desconocido llevaba la Señal, el signo buscado con tantas
ansias por generaciones y generaciones de bibliotecarios, desde hacía
muchos siglos.
La Señal era un signo único e
incuestionable, más poderoso que toda la biblioteca, que traía consigo el regalo
de un rumbo fijo en medio de todo aquel caos, la posibilidad de escapar del
ocio, de la muerte, del olvido, de la nada...
Al verse descubierto, aquel hombrecillo
saltó sobre mí rugiendo como una fiera, los dedos engarfiados. Caímos al suelo
al pie de las estanterías, destrozando con nuestras patadas algunos de los
tomos de los anaqueles más bajos; hasta que conseguí atontarle golpeándole la
cabeza con un libro (por unos segundos, antes de que las páginas se llenasen
con nuestra sangre, pude leer el inicio de esta historia), y por fin le maté
contra la barandilla del pozo de ventilación, lancé su cuerpo al viento
infinito y me senté en el silencio de mi galería, contemplando la Verdad.
Porque ahora la Verdad la tenía yo. Me
puse en pie. La Señal, innegable, llenaba mi cuerpo de vigor. Aquel signo que
sentía en mi interior era la evidencia de la leyenda más antigua, la más proscrita,
aquélla en la que todos los bibliotecarios habían deseado creer.
Ahora mi vida tenía sentido, y por vez
primera la biblioteca, que algunos llaman el Universo, había pasado a un
segundo plano. Sentía aquella fuerza que me instaba a dejar las galerías donde
había pasado toda mi vida, y empezar a recorrer el finito -ilimitado y
periódico- hasta donde me diera tiempo, para alcanzar la única y absoluta
Verdad.
Entonces tenía dieciocho años, y ahora
tengo cincuenta y nueve. He pasado mi vida caminando, soñando de pie entre los
corredores bajos, subiendo y bajando escaleras, hojeando los libros esquivos,
durmiendo de pie y defecando en innumerables gabinetes idénticos, llegando a
matar para defender mi vida.
Estoy cayendo. He perdido la Señal, la pequeña fotografía borrosa manoseada por el transcurso de las décadas, sin equivalencia ni cabida posible en tantos millones de libros llenos de páginas llenas de letras. El aire se enrarece a tanta
velocidad. Veo pasar las galerías tenuemente iluminadas, las sombras de los
anaqueles, los lomos de los volúmenes... ellos contienen -sin duda- la Verdad,
pero no son la Verdad...
Voy a morir. Un joven de mente despierta
y brazos poderosos ha tomado el testigo. Ahora es él quien tiene la Señal. La
biblioteca es suya, el universo entero cabe en la palma de su mano.
En uno de los innúmeros anaqueles que
recubren los muros de las galerías hexagonales hay un libro, un solo libro,
en una de cuyas líneas se recoge la Verdad:
En
esta Biblioteca se esconde una Mujer.
Me ha gustado el cuento, Me ha parecido muy original.
ResponderEliminar