domingo, 27 de octubre de 2013

Suicidios: cuando tu pena no es noticia

         Una de las leyes no escritas del Periodismo es que los suicidios no se emiten. Es una norma que se sigue a rajatabla. Incluso las productoras de sucesos, que cobran a las cadenas a tanto la pieza, tienen la responsabilidad de llamar a su cliente y decirle:
         - Oye, lo del hombre muerto en tal pueblo es un suicidio, me lo ha confirmado la policía.
         - Ah, pues lo siento, pero entonces no lo queremos.
         No puede ser de otra manera. Puede que el operador de cámara y tú os hayáis cruzado la provincia entera; que en la productora hayáis perdido tiempo y dinero; que tengáis las mejores imágenes que se pueden emitir... pero, si es un suicidio, no se puede sacar.
         Excepto en dos supuestos.
         El primero, que se trate de una celebridad. Los famosos -por usar la jerga de hoy- pierden una parte de su intimidad; lo deseen ellos o no, cobren por ello o no y éste sería otro debate. Cuando se muere alguna celebridad, la causa de la muerte es noticia; se especifica si se ha muerto de un infarto, de una larga enfermedad -eufemismo que esconde ese mal con nombre de zodiaco-, si tenía sida o si se ha pegado un tiro.
         El segundo supuesto es que esa muerte haya tenido consecuencias que lo hayan convertido en un suceso. Esto es: si el suicida ha hecho estallar una bombona de butano y ha volado todo el edificio, si ha entrado armado en un colegio y ha liado la de Dios antes de volarse la cabeza, o si ha provocado un accidente de tráfico.
         En todos los demás casos -una persona que se hincha de pastillas en su habitación, o que se tira desde un acantilado, o que se ahorca en el monte-, el suicidio se convierte en una barrera que los periodistas no nos atrevemos a cruzar.
         ¿Por qué actuamos así?
         Siempre se ha dicho que se trata de impedir lo que antes se llamaba el síndrome del joven Werther, y hoy en día denominamos el efecto dominó.[1]
         Si yo saco en la televisión a Víctor, joven adolescente de 14 años que se ha ahorcado en Villabajo tras una pelea con sus padres, me arriesgo a que Vanessa, de 16 años, se cuelgue en su habitación sabiendo que todo el mundo verá por televisión lo desdichada que era y lo malos que son sus padres.
         No soy psicólogo; no sé hasta qué punto este factor puede influir. Pero esto se contradice con el hecho de que precisamente sí que se informa, y con todo lujo de detalles, de los suicidios de las celebridades, que en teoría son las que provocan más muertes por imitación.
         Pienso que el miedo al efecto dominó puede influir en ese límite a la información que aplicamos los periodistas; pero quizás haya un segundo factor: siento ser prosaico, pero en la muerte discreta de un desconocido no hay noticia.
         No es noticia que un abuelo se muera en la cama a los 82 años; no es noticia que la leucemia se lleve a una madre de familia de 54 años; no es noticia que un joven de 27 años se pegue un tiro con una escopeta.
         A menos que el anciano sea Manolo Escobar, la mujer sea Concha García Campoy y el joven suicida se llame Kurt Cobain. Entonces esa muerte natural, esa maldita enfermedad, ese suicidio, se convierten en noticia porque tienen consecuencias en las vidas de muchas personas, más allá de su esfera personal.
         Una noticia es un acontecimiento que nos aporta información de utilidad: se ha muerto el señor cuyos discos esperabas con ansiedad. Ha volado un edificio en mil pedazos, ha habido un accidente con tres muertos... son temas que nos afectan, con independencia de las causas que han provocado el incidente en el que nos podríamos haber visto envueltos.
         Incluso las noticias frívolas, como el queso cheddar que baja rodando por una colina, nos afectan; en este caso, de manera positiva, porque nos ayudan a pasar un rato entretenidos.
         Si no repercutes en mi mundo, no eres una noticia. No me interesas. En el fondo es así de prosaico, o de insensible. Por eso no se informa cuando una persona del montón, alguien cuya vida no afecta más allá de su círculo privado -uno de los nuestros, en resumen- se muere con discreción en el salón de su casa, sea de un infarto o colgado de una lámpara.
        
         Además de estos límites -los marque el altruismo o la indiferencia-, para un profesional del Periodismo no es tan fácil decir en una noticia que una muerte determinada se ha producido como consecuencia de un suicidio.
         ¿Por qué no? Pues porque somos periodistas, y no médicos forenses, y la causa de la muerte la tendrá que dictaminar un juez.
         Hace un par de años fui a grabar un accidente de tráfico mortal en una carretera de la Región de Murcia. Un choque frontal a gran velocidad entre un turismo y un camión, que se saldó con la muerte del conductor del coche.
         Los periodistas empezamos a plantearnos qué era lo que había podido pasar.
         Se trataba de un tramo en línea recta, a media mañana y con buen tiempo, de manera que no había problemas de visibilidad. No había marcas de frenado, así que los conductores no se habían dado cuenta de que se iban a estrellar hasta el último momento.
         ¿Un reventón? No; el coche estaba reducido a chatarra, pero tenía los cuatro neumáticos intactos.
         ¿Un adelantamiento imprudente? Tampoco; algunos testigos nos dijeron que el coche se había desviado de su carril y había impactado contra el camión.
         El fallecido no llevaba el cinturón de seguridad: esto lo sabíamos por las condiciones en las que había quedado el cadáver, parte delante y parte detrás de su coche, y perdona que sea tan gráfico.
         ¿Entonces, qué? ¿Un suicidio? ¿Un despiste, agacharse para coger el móvil y salirse del carril?
         Grabamos el accidente, esquivando los planos más sensibles; nos fuimos a la televisión, y cuando estaba empezando a montar la noticia me llamó un compañero de otro medio y me dijo lo siguiente:
         - Ha sido un suicidio. El año pasado, al conductor se le murió el padre, y este mediodía era el velatorio de su madre. El tío ha cogido el coche, no se ha puesto el cinturón, se ha metido en la carretera a toda pastilla y se ha empotrado contra el primer camión a toda la velocidad que ha podido.
         Éste es uno de los momentos en que el periodista debe mantener la mente muy fría. Por supuesto, sientes una inmensa pena por las circunstancias del fallecido. Luego ves que ahí hay una noticia: una persona que provoca un accidente brutal de tráfico porque no soporta la muerte de su madre.
         ¿Hasta dónde debes informar?
         Ha sido un suicidio, ¿borras la noticia? No, porque ya hemos visto antes que el suicidio ha trascendido y se ha convertido en un suceso. La verdadera noticia es que ha habido un accidente de tráfico, con un muerto, por una causa equis.
         La causa equis también la conoces, y de una fuente muy fiable. ¿Debes contar toda la historia del tanatorio?
         En este caso, yo no lo hice. ¿Sabes por qué?
         Porque mi fuente, aunque era muy fiable, no era oficial. Y yo creo que, cuando se trata de una muerte, hay que ser lo más estricto posible: hay que ceñirse exclusivamente a las fuentes oficiales.
         Si el gabinete de prensa de la Policía Nacional, o la OPC de la Guardia Civil, hubieran sacado un comunicado oficial explicando que el joven se había quitado la vida porque no podía soportar enterrar a su madre -algo que podía haber dejado escrito en una carta-, entonces sí que habría retomado la noticia y le habría dado la vuelta:
         Pierde la vida al provocar un accidente de tráfico tras marcharse del velatorio de su madre.

         En conclusión, yo pienso que el tratamiento que se le da a los suicidios es el siguiente: Se informa de la muerte si sus consecuencias repercuten en todos nosotros; y se especifica la causa de la muerte cuando la dictamina una fuente oficial.



Foto: Xavi Pastor



[1] En realidad no son exactamente lo mismo. El síndrome de Werther se refiere a suicidarse no por simple emulación, sino tras el suicidio de una persona a la que admiras; algo propio de fans extremados.

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