Ya que se
acerca Halloween, quiero compartir con vosotros un relato breve pero
intrigante, ilustrado por Xavi Pastor. Os diré que se lo mandé antes del verano
a una revista literaria murciana, pero me han dicho que no les cabe en su
próximo número... así que ha vuelto a mis manos a tiempo para acompañarnos en
esta fiesta, que algunos rechazan por ser americana (mientras devoran la última
novedad de Hollywood).
Sucedió en la granja
El
gato era pequeño, negro, con los ojos amarillos. Yo no sé si no sería el
Demonio. Salió del bosque una mañana mientras yo estaba cortando leña y se
vino directamente hacia mí. A lo mejor llevaba un buen rato vigilándome. Se
paró a pocos metros de la pila de troncos, se sentó como una persona y se me
quedó mirando fijamente.
A mí
nunca me han gustado los gatos. Son rebeldes y traicioneros. Tienen de bueno
que se comen los topos, las ratas y demás alimañas, pero son capaces de acabar
con todo un gallinero en menos de diez minutos. Nosotros no teníamos gallinas.
Sólo las tres vacas, el burro -Johnny-
y los dos cerdos.
Le iba
a dejar en paz, lo juro, pero tanto mirarme me puso nervioso, y le hice un
amago con el puño. El gato se arqueó mientras me taladraba con sus ojos
afilados y bufó con un silbido que desde luego no era de este mundo, así que
cogí el hacha, me fui a por él en dos carreras y le atrapé pisándole fuerte
por la cola; entonces, aquella bestia se rebulló y empezó a arañarme la bota,
clavándome las zarpas en los bajos del pantalón. Parecía mentira que un animal
tan pequeño pudiera atacar con tanta rabia.
Le golpeé
con el mango del hacha hasta que se tranquilizó, y entonces le aparté de una
patada y le sacudí con la hoja en el cuello. El hacha se hundió una cuarta en
la tierra, y la cabeza rodó por la hierba como una pelota de tenis.
Cogí
al gato por el rabo, con cuidado de no pringarme con la sangre que salía del
cuello a borbotones, entré en la cuadra y se lo eché a los cerdos: son animales
que se comen cualquier cosa. Los nuestros eran gordos, hermosotes, con muy
mala sombra. Empezaron a gruñir y a pelearse entre ellos por los despojos.
Salí
de nuevo al campo y miré al bosque de reojo, temiendo que fuera a venir cualquier
otra cosa del interior. Aquel bosque era muy frondoso y siniestro.
De
pronto sentí un mordisco en la planta del pie. Miré hacia abajo y se me subió el
corazón a la boca. La cabeza del gato estaba mordiendo una de mis botas: los
dientecillos afilados se habían clavado en el cuero y sus ojos amarillos, completamente
abiertos, me miraban con rencor. Di dos, tres patadas en el aire hasta que
conseguí desprenderme de ella, e inmediatamente la machaqué con uno de los
tarugos que acababa de cortar.
Entré
en casa y subí al dormitorio para ponerme ropa limpia, porque me había llenado
de sangre y de sudor. Cuando llegué arriba mi mujer se estaba levantando, y ya
saben ustedes lo que le ocurre a un hombre cuando le sube el calor. Conque me
eché encima de ella y la metí otra vez en la cama. Las cosas que ocurren entre
marido y mujer.
Que en
paz descanse, porque yo no sé qué habrá sido de ella.
En
mitad del acto conyugal se oyó un golpe terrible dentro de la cuadra, luego unas
carreras escaleras arriba, gruñidos, jadeos, y cuando quise darme cuenta los cerdos
estaban rompiendo a patadas la puerta del dormitorio. Tenían la boca manchada
de la sangre del gato y me miraban con la misma rabia de aquella alimaña.
Mientras
mi mujer chillaba como una loca y se apretaba contra la pared del dormitorio
yo salté por la ventana y caí de cabeza sobre la hierba. Me puse en pie, di la
espalda al bosque y empecé a correr como un loco hasta salir del pueblo. Después
me dijo el médico que había corrido kilómetro y medio con un tobillo roto. No
sé más.
Ilustración de Xavi Pastor |
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