Poco
tiempo después aparecieron los soldados, que recorrieron las calles estrechas
y se detuvieron en la casa. Aquellos hombres golpearon con fuerza sus muros
gruesos, apreciaron su interior desguarnecido, y sonrieron. Al día siguiente
apareció el capitán de la guardia. Reunió a los campesinos en el atrio de la
iglesia y les ordenó desmantelar la casa abandonada y cargar las piedras en
carros, sin dejarse ni una sola, porque el señor feudal que mandaba en el
condado le había ofrecido al Rey veinte cargas de piedra para ayudar a
construir el templo en honor al apóstol.
Los
aldeanos estuvieron tres días trabajando de sol a sol, separando las piedras
con mazas, escoplos y martillos, venciendo la resistencia de las viejas paredes
empeñadas en perdurar, hasta que en el centro de la aldea quedó tan sólo un
descampado ennegrecido, rodeado por las zarzas. Los muros desmantelados
llenaron tres carros cargados hasta los topes. El capitán puso en marcha a los
soldados con un gesto del brazo, los bueyes empezaron a caminar cansinamente, y
la gente despidió a aquellas piedras toscas y llenas de tierra con lágrimas
furtivas y una indecible sensación de vacío y soledad en el centro del alma.
Unas
semanas después, aquella caravana se juntó con otras que venían de Lugo, de
Asturias, de León... filas de carros y grupos de penitentes recorrían la
Cornisa Cantábrica, durmiendo en los bosques y acompañando su vagar con rezos y
canciones, aprendiendo los unos cómo se hablaba, se cantaba y se vestía en las
tierras de los otros. Sus voces se mezclaban con las esquilas de los bueyes;
sus pasos, con los chirridos de los carros; y sus rezos eran los mismos fuera y
dentro de las casas. Cuando pasaban por las aldeas, aquel río de polvo se
enriquecía con uno o dos granitos de arena, pues siempre había algún joven
inquieto que decidía sumarse a los peregrinos, buscando la tumba del apóstol,
siguiendo siempre las estrellas.
En las
afueras de un pueblo pequeño, bañado por dos ríos, se había delimitado un campo
de trabajo, un obrador. Las canteras de toda Asturias, Galicia, Castilla, León
y Portugal vomitaban allí sus riquezas. Montañas y montañas de granito y de
pizarra, ordenadas por tamaño, color y calidad, convertían en un laberinto los
bosques recién desbrozados. Los aprendices se ganaban su entrada en el gremio
descargando los carros, transportando entre varios los gigantescos sillares de
piedra que el capataz amontonaba en el lugar adecuado, esperando a que los
oficiales con experiencia decidieran si deberían quedarse en su estado
primitivo, para reforzar los muros, salvar desniveles o servir de cimiento, o
si por sus cualidades especiales merecían ser talladas y transformadas en
relieves, capiteles o columnas.
El Maestro
Mateo examinaba las piedras varias veces a la semana, sonriendo de vez en
cuando al reconocer algún sillar de especial calidad. En una de sus visitas
coincidió con una caravana proveniente de los bosques del interior de la
región, cuya carga estaba siendo trasladada con gran esfuerzo por varias
docenas de aprendices. El Maestro se acercó a los carros, examinó los sillares
y mandó de inmediato que parasen los trabajos y que todo el mundo guardara
silencio. Todos los mozos, capataces, canteros, carreteros, campesinos,
estudiantes, albañiles, soldados, aguadoras, aprendices, escribanos,
funcionarios, sacerdotes, peregrinos, e incluso algunos mendigos que iban de
aquí para allá pidiendo una caridad a aquéllos con quienes se cruzaban,
respetaron su silencio.
El Maestro
tocó las piedras, apreció su fuerza, la belleza de sus tonos... por último apoyó en la más próxima las palmas
de las manos, entrecerrando los ojos; los más cercanos le oyeron murmurar una
oración. Por fin, se separó de los carros y llamó al jefe de la caravana. De
inmediato se acercó un capitán, que se cuadró respetuosamente ante él.
- ¿Qué
fueron antes estos sillares? Sería una auténtica lástima que hubieran servido
de pocilga, judería, cementerio o lupanar...
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