sábado, 9 de febrero de 2013

Pedras Vellas

         Un día llegó al pueblo una noticia: en algún lugar lejano, al norte del país, se había descubierto la tumba del apóstol Santiago. Gentes de todas las regiones, de los reinos de España y los países del extranjero, iban hasta allí para rezar ante el sepulcro.

         Poco tiempo después apare­cieron los soldados, que recorrieron las calles estrechas y se detuvie­ron en la casa. Aquellos hombres golpearon con fuerza sus muros gruesos, apreciaron su interior desguarnecido, y sonrieron. Al día siguiente apareció el capitán de la guardia. Reunió a los campesinos en el atrio de la iglesia y les ordenó desmantelar la casa abandonada y cargar las piedras en carros, sin dejarse ni una sola, porque el señor feudal que mandaba en el condado le había ofrecido al Rey veinte cargas de piedra para ayudar a construir el templo en honor al apóstol.

         Los aldeanos estuvieron tres días traba­jando de sol a sol, separando las piedras con mazas, escoplos y martillos, venciendo la resistencia de las viejas paredes empeñadas en perdurar, hasta que en el centro de la aldea quedó tan sólo un descampado ennegrecido, rodeado por las zarzas. Los muros desmantelados llenaron tres carros cargados hasta los topes. El capitán puso en marcha a los soldados con un gesto del brazo, los bueyes empezaron a caminar cansinamente, y la gente despidió a aquellas piedras toscas y llenas de tierra con lágrimas furtivas y una inde­cible sensación de vacío y soledad en el centro del alma.

         Unas semanas después, aquella caravana se juntó con otras que venían de Lugo, de Asturias, de León... filas de carros y grupos de penitentes reco­rrían la Cornisa Cantábrica, durmiendo en los bosques y acompañando su vagar con rezos y canciones, aprendiendo los unos cómo se hablaba, se cantaba y se vestía en las tierras de los otros. Sus voces se mezclaban con las esquilas de los bueyes; sus pasos, con los chirridos de los carros; y sus rezos eran los mismos fuera y dentro de las casas. Cuando pasaban por las aldeas, aquel río de polvo se enriquecía con uno o dos granitos de arena, pues siempre había algún joven inquieto que decidía sumarse a los peregrinos, buscando la tumba del apóstol, siguiendo siempre las estrellas.

         En las afueras de un pueblo pequeño, bañado por dos ríos, se había delimitado un campo de trabajo, un obrador. Las canteras de toda Asturias, Galicia, Castilla, León y Portugal vomitaban allí sus riquezas. Montañas y montañas de granito y de pizarra, ordenadas por tamaño, color y calidad, convertían en un laberinto los bosques recién desbrozados. Los aprendices se ganaban su entrada en el gremio descargando los carros, transportando entre varios los gigantescos sillares de piedra que el capataz amontonaba en el lugar adecuado, esperando a que los oficiales con experiencia decidieran si deberían quedarse en su estado primitivo, para reforzar los muros, salvar desniveles o servir de cimiento, o si por sus cualidades especiales merecían ser talladas y transformadas en relieves, capiteles o columnas.

         El Maestro Mateo examinaba las piedras varias veces a la semana, sonriendo de vez en cuando al reconocer algún sillar de especial calidad. En una de sus visitas coincidió con una caravana proveniente de los bosques del interior de la región, cuya carga estaba siendo trasladada con gran esfuerzo por varias docenas de aprendices. El Maestro se acercó a los carros, examinó los sillares y mandó de inmediato que parasen los trabajos y que todo el mundo guardara silencio. Todos los mozos, capataces, canteros, carreteros, campesinos, estudiantes, albañiles, soldados, aguadoras, aprendices, escribanos, funcionarios, sacerdotes, peregrinos, e incluso algunos mendigos que iban de aquí para allá pidiendo una caridad a aquéllos con quienes se cruzaban, respetaron su silencio.

         El Maestro tocó las piedras, apreció su fuerza, la belleza de sus tonos...  por último apoyó en la más próxima las palmas de las manos, entrecerrando los ojos; los más cercanos le oyeron murmurar una oración. Por fin, se separó de los carros y llamó al jefe de la caravana. De inmediato se acercó un capitán, que se cuadró respetuosamente ante él.

         - ¿Qué fueron antes estos sillares? Sería una auténtica lástima que hubieran servido de pocilga, judería, cementerio o lupanar...

 Crónica de Santiago
(Historias del Peirao)


No hay comentarios:

Publicar un comentario