La guerra de las arañas
Novela
breve por entregas
Parte
II
La araknización del planeta Tierra
comenzó durante la madrugada del 22 de octubre de 2045. Una fecha que en las
ciudades francas llamamos la Conquista,
y que en las escuelas de los pueblos sometidos no se enseña. Durante aquella
noche, muchos miles de araknos, machos y hembras, jóvenes y adultos, se desengancharon
los tubos que pinchaban sus venas, rompieron las correas que los sujetaban a
las camillas, arrancaron de cuajo las puertas de sus celdas asépticas,
devoraron las cabezas de los médicos, vigilantes y limpiadores que se
encontraron a su paso, y antes de salir a las calles introdujeron en los
ordenadores una sarta de virus que destruyeron casi por completo Internet, las
redes de televisión y las de telefonía móvil, y estuvieron a punto de devolver
al ser humano a los tiempos anteriores a Thomas Alva Edison.
De esta manera los araknos se esparcieron
por todas las ciudades del planeta, haciéndose los dueños de edificios,
estaciones de trenes, embalses, centrales eléctricas, cuarteles, comisarías, centros
de comunicación, granjas, invernaderos, puentes, hospitales, arsenales, astilleros,
refinerías, aeropuertos, observatorios astronómicos, fábricas, bosques y
carreteras.
Hubo guerra, ya lo creo. Hubo ciudades
destruidas por el fuego y las explosiones nucleares; áreas restringidas donde a
los humanos se nos cae el pelo y a los araknos se les reseca esa asquerosa
pompa con la que filtran nuestra atmósfera. Hubo alianzas que unos años antes
nos habrían parecido propias de una película americana de catástrofes.
Capitanas
de tanques israelíes instruyendo a barbudos muyaidines de Hamás. Coreanos del
Norte compartiendo las ojivas nucleares con sus hermanos del Sur. Taiwán ofreciéndose
a los portaaviones de la China comunista; Letonia y Lituania abriéndole sus
puertos a los rusos; argentinos y británicos vigilando juntos el paso por el cabo
de Hornos; miles de cubanos aplaudiendo el paso de la Segunda Flota yanqui por
delante del Malecón. Y alianzas que años antes habrían parecido contranatura,
tiburones con ballenas, buitres con búhos, mandriles con hienas, leones con
hombres.
Si algún día las criaturas de la Tierra
logramos volver a dominar el planeta que fue nuestro durante varios millones de
años, habrá ciertos nombres que pasarán a la Historia escritos con letras de
oro, y también otros que entrarán de lleno en las páginas universales de la
infamia, un Infierno más abajo que Hitler, Bruto y Judas Iscariote.
Porque
hubo pueblos traidores, gente a quienes los araknos les perdonaron la vida a
cambio de dejar franco un camino, entregar intacta una refinería o un
portaaviones, o revelar la contraseña de un nodo de Internet. Seres humanos
marcados por los propios araknos con una pulsera de oro, símbolo más de
servidumbre que de pacto, que habitan en pueblos de donde perros, gatos y
gorriones se marcharon en tropel de la noche a la mañana, con sus corazones
puros asqueados ante aquella traición.
Pueblos
cuyo listado llevaba yo de regreso a la Villa de Coy tras haber pasado dos
semanas en la ciudad franca de O Cebreiro, uno de los reductos fundamentales en
la lucha de los hijos de la Tierra contra los engendros.
Mi misión había empezado el 22 de
octubre de 2070, aniversario del día en que los araknos comenzaron la Conquista
del planeta. Las redes de Internet estaban a merced de los invasores, al igual
que las ondas de radio, de telefonía y de televisión. La Villa de Coy, antaño
una pedanía escondida en los últimos pliegues del inmenso término municipal de Lorca,
se había convertido en una de las dos o tres docenas de ciudades-Estado de la
antigua nación española; ciudades francas donde no caben los traidores. En
ocasiones poco más que pequeños búnkers fortificados, protegidos de los aviones
enemigos por globos cautivos que aquí en verano proyectan sus sombras ovaladas
por encima de los campos de almendros y en invierno se mecen empujados por los
temporales de nieve, que cubren su parte superior dándoles una extraña
apariencia de fruta escarchada.
Me
dirijo ahora especialmente a mis vecinos, al Sheriff y al Consejo de Notables de
Villa de Coy y corroboro que, a cerca de cuarenta kilómetros de nuestra ciudad,
avanzando por una ruta que les detallaré a mi regreso, un número equis de habitantes
del Valle de Ricote se han replegado en el antiguo casco histórico de Blanca y
han fundado una ciudad franca, defensora de los derechos de los hijos de la
Tierra, a la que llaman Cantón Morisco, con un par. Allí permanecen bien protegidos
de los araknos y de sus vasallos de la huerta murciana, manteniendo relaciones
comerciales con la Virgen del Cisne, que es otra ciudad franca fundada sobre
las ruinas calcinadas de Cieza y poblada íntegramente por ecuatorianos libres.
Para
llegar al Cantón Morisco es imposible atravesar la inmensa huerta que se abre a
los pies de Sierra Espuña, porque a un día de marcha desde Villa de Coy, entre
las aldeas abandonadas de La Hoya y de Lébor, se ha creado la ciudad esclava de
Los Clemencios, cuyo punto débil he ido revelando a los habitantes de las
ciudades libres que he ido visitando, y que os revelaré en persona si algún día
regreso a nuestra ciudad.
Los
Clemencios es una ciudad de nueva construcción, con las calles anchas y
rectilíneas que tanto les gusta a las naciones invasoras desde los tiempos de
los romanos. En su interior, y en los pequeños cortijos de los alrededores, cerca
de cincuenta mil humanos siervos de los araknos crecen, se multiplican y engordan
bajo los ojos facetados de los extraterrestres, con sus existencias miserables
garantizadas por la ominosa pulserita de oro que las arañas del espacio les
imponen, como señal de sumisión más que de alianza, y que ellos lucen con
alivio y muchas veces con orgullo.
Los
araknos tienen la telepatía y el control de las redes de información; pero
nosotros tenemos a los hackers y a los agentes de enlace. Yo soy uno de ellos,
un peón enviado desde la Villa de Coy, en el Sudeste, hasta el extremo más
alejado de Galicia, con la misión de ver y contar. Un correveidile comprometido
con mi planeta y con los seres humanos.
La
Humanidad está diezmada y dividida; las carreteras, las vías férreas, las
conexiones aéreas y las autopistas de la información han quedado en manos de
nuestros invasores y de sus secuaces. Nuestros mapas se han llenado de tierras
de nadie y agujeros donde puede haber leones, como en los planos medievales. Las
ciudades francas están rodeadas por anillos de acero; necesitamos que se
conviertan en eslabones de la misma cadena para apretar hasta la muerte a los extraterrestres;
estos marcianos con forma de araña que en los últimos veinticinco años han matado
a sesenta de cada cien seres humanos, según los cálculos de nuestros
científicos.
Pero
el problema principal que afronta nuestro planeta no es la guerra contra los
humanos, sino el envenenamiento incesante de toda la Tierra. En los últimos
cincuenta años, los araknos han convertido regiones enteras en campos de
exterminio de los que el oxígeno ha desaparecido para ser sustituido por el gas
ácido y pestilente de su respiración. Una mezcla de venenos capaz de hacer
cenizas un pinar con mayor rapidez que el fuego.
Los agentes de enlace que actúan más al
Norte afirman que los bosques de los Pirineos ahora no son más que inmensas
montañas de ceniza donde malviven sin esperanza algunos payeses flacos y
mortecinos. Yo mismo he estado a punto de morir entre las ruinas del monasterio
de El Escorial, al verme envuelto en un temporal inesperado de viento ácido que
bajaba de la sierra del Guadarrama.
Los
habitantes de la ciudad franca de O Cebreiro me han hablado de la existencia de
una inmensa zona envenenada entre Puentedeume y la ría de Arosa: playas y
costas carentes de cualquier clase de vegetación, cuyo gas venenoso llega hasta
el mar, impregna la arena de las playas y causa la muerte de peces, algas y
moluscos. Me habría gustado verlo para poder transmitir la información con
veracidad, pero mis anfitriones me disuadieron de llegar hasta la costa. Las
montañas gallegas, con sus barrancos, sus cuevas y sus áreas arboladas, son un
escondite muy grato para los araknos...
La
tarde del 20 de diciembre de 2070 franqueé las murallas de O Cebreiro después
de dos meses y más de mil kilómetros de viaje. Hacía tres semanas que se había
cortado la comunicación entre aquel municipio y San Froilán, que se considera
la ciudad-Estado más al Norte de aquello que en la Resistencia seguimos
llamando España, como si aún fuera una unidad política y no un puzzle con más
de la mitad de sus piezas quemadas o trituradas.
La policía de la ciudad me llevó ante
el sheriff, aunque en O Cebreiro todavía le llaman alcalde, como en los tiempos de nuestros abuelos. Me identifiqué
como un agente de enlace proveniente de la Villa de Coy, en lo que antes de la
Conquista pertenecía a la ciudad de Lorca. Para demostrarlo les mostré las credenciales
de mi ciudad, que había guardado en un lugar bien protegido sabiendo que
suponían mi sentencia de muerte si caía en manos de los araknos o de alguno de
sus siervos.
Después de un baño caliente y una cena
más que abundante me llevaron a una habitación llena de libros, blindada como
la caja de seguridad de un banco; ocupé el sillón más cómodo mientras una
docena de hombres y mujeres, miembros de su Consejo de Notables, sacaban papel
y lápiz. A mí me dieron un vaso y una jarra de té de menta, que se ha
convertido en la bebida nacional de las ciudades francas del Norte en un mundo
donde ya no queda café.
Me
dijeron que hablase a mi ritmo, según me fuera acordando de las cosas. Me
aclaré la garganta, les transmití los saludos ceremoniales de mi sheriff y fui
volcando durante varias horas todas mis experiencias de las últimas semanas.
Los ciudadanos de O Cebreiro ya sabían
que la aldea de Valdetomás, situada a pocos kilómetros de su ciudad, se había
convertido en sierva de los araknos, y que Astorga había sido conquistada por
los marcianos tras varios meses de asedio. Recibieron con aplausos la noticia
de que miles de ciudadanos del Bierzo se habían atrincherado en el pueblo de Toral
de Fondo; el alcalde de O Cebreiro no pudo aguantar la espera y salió de la
habitación dispuesto a difundir la buena noticia entre los grupos de vecinos
que abarrotaban el vestíbulo del Ayuntamiento a pesar de la noche y la nieve.
Pudimos oír los vítores desde el interior de aquella estancia acolchada por los
libros.
Al
cabo de unos minutos el alcalde volvió a entrar, cogió una chincheta verde de
uno de los cajones de su mesa y le dio vida a Toral de Fondo en el mapa de
España que ocupaba una de las paredes de aquella habitación. Pronto otras chinchetas
jalonaron mi ruta entre la Villa de Coy y aquella fortaleza de frontera; aquel
finisterre más allá del cual sólo había bosques abandonados, capas de ceniza
envenenada y quizás dos centenares de hombres y mujeres, resistiendo en San
Froilán con sus perros, sus gatos y los lobos.
También marcó en verde El Templar: una
aglomeración de vagones de tren convertidos en casas, escuelas y hospitales, alrededor
de la antigua estación de ferrocarril de Medina del Campo.
El
alcalde pinchó en el mapa con alegría otros nombres que yo le fui dictando con
parsimonia. Arévalo, Olmedo, Rueda... ciudades donde los seres humanos son libres
y viven alegres, aunque sólo puedan hacer una comida al día y tengan que beber
agua del río o del pozo. Comunidades donde se queman arañas de trapo para
recordar la Conquista, se cantan canciones de batalla, se escribe en alfabeto
latino y se desprecia a los traidores. Pueblos que han ganado a tiros la
libertad, donde los viejos recuerdan las primeras batallas, los niños se
entrenan para lanzar piedras y los adolescentes se esconden como lebratos en
los bosques y libran auténticas escaramuzas contra los convoys de los araknos.
Junto a las chinchetas verde esperanza,
las tachuelas negras de la indignidad. Lugares de los que conviene alejarse so
pena de ser hecho prisionero y entregado a los araknos a cambio de una caricia
o una ración extra de carne. Ciudades esclavas donde los hijos de la Tierra se
juegan el pellejo, recurriendo a conexiones relámpago de Internet, a
heliógrafos, a chasquidos de morse, a palomas mensajeras, para alertar a la
Resistencia de alguna expedición de castigo o un convoy especialmente
importante. Pueblos y ciudades, algunos de ellos con miles de años a sus
espaldas, cunas de los antiguos Reyes, obispos o escritores que posiblemente se
revuelven en sus tumbas al ver sus calles envenenadas por el aire corrupto de
los invasores y ensuciadas por el tintineo servil de miles de pulseritas de
sumisión.
Mi
mente bien entrenada fue vomitando uno tras otro los lugares que no eran de
fiar; iba desgranando las palabras mnemotécnicas, frases sin sentido o abortos
de veinte sílabas donde se enganchan las sílabas e iniciales de los pueblos
malditos. El Rey de Marsella corona
Venus. Salta Lenin el Atlas. Obamfiqo costa teín.
Vomité
nombres, rutas y ubicaciones durante un tiempo indefinido, entre las notas
apresuradas de mis anfitriones, hasta que quedé exhausto y vacío como un odre
perforado. Entonces el alcalde de O Cebreiro se levantó de su silla, se inclinó
sobre mí, me agarró las manos y me dio las gracias. Él mismo me acompañó por un
pasadizo húmedo y estrecho, de factura reciente o tal vez heredado de los
celtas, que comunicaba la sede municipal con el hotel más grande de la ciudad
franca, pasando por debajo de la plaza ocupada a aquellas horas por los cientos
de vecinos que regresaban a sus hogares tras haber recibido un pequeño mensaje
de esperanza.
Dormí muchas horas, tal vez un día
entero. Una ducha rápida con agua templada absorbió las últimas trazas de
cansancio, una infusión con la dosis adecuada de alcohol preparó mi mente para
la segunda parte de la misión. El Consejo de Notables de O Cebreiro me había
asignado una maestra, una mujer joven, pelirroja pecosa con la que acabé
acostándome dos noches después. Rita me daba el material que tenía que
memorizar. Decenas de páginas sobre folios en blanco, a doble espacio y en
cuerpo 12; la importancia de mi misión justificaba aquel lujo, un verdadero despilfarro
en los tiempos en que las hojas de berza han vuelto a asumir la función del
papel higiénico en los hogares de media España después de tres o cuatro generaciones
de respiro.
Mientras
yo leía los folios ella, sentada a mi lado, repetía las palabras en voz alta,
adaptándose al ritmo de mi lectura. Un repaso, y otro, y otro. Pueblos
devastados, aldeas fieles a la Resistencia. Hábitos de vida y tácticas de
batalla observados en los araknos del lugar. Páginas de Internet con mensajes
cifrados, y la clave para descifrar su contenido. Correos electrónicos
compartidos, con sus contraseñas correspondientes. Recorridos seguros por la
red de redes, saltando de oca en oca por encima de mares y continentes. Recetas
para fabricar venenos capaces de desinflar la burbuja protectora de los
engendros. Batallas culminadas con éxito, para darle ánimos a las masas.
Algunos detalles locales para hacerme pasar por gallego o leonés si era
detenido por los siervos. Incluso mensajes personales que los vecinos de O
Cebreiro querían transmitir a sus parientes y amigos atrincherados en Toral de
Fondo o El Templar.
Memoricé los mensajes; hubo una última
noche entre los brazos de Rita. Después del amor recorrimos las calles vacías y
cubiertas por la nieve, subimos a los sillares de la muralla, no sé si restos
de castros celtas o edificaciones modernas de las batallas de 2047 y 2048. La
luna casi llena aparecía fugazmente por el Oeste, ya en Galicia, entre las
nubes grises que dejaban caer los copos lentamente y como al descuido.
Escuchamos
al fondo los aullidos de los lobos, que se habían vuelto a apoderar de los
montes y ahora criaban por millares entre las ruinas de las aldeas devastadas.
Rita me contó leyendas de lobos y caballos embistiendo juntos a los
destacamentos araknos; las mismas historias que les contábamos a los forasteros
en el mercado de Villa de Coy, las mismas que me habían acompañado durante mi
largo viaje. Sólo que en mi tierra aquellas tropas de cuatro patas no las
dirigían los lobos, que llevaban muchos siglos lejos de Sierra Espuña, sino las
cabras montesas y los terribles jabalíes capaces de perforar la piel de ballena
de los araknos con un simple vaivén de sus colmillos retorcidos.
A la mañana siguiente, antes de la
salida del sol, mi maestra y yo nos presentamos ante el alcalde. Sobre la mesa
de su despacho había un zurrón con comida y agua y dos jaulas pequeñas tras cuyas
rejas asomaban unos pequeños picos anhelantes.
- Son cuatro palomas mensajeras
-explicó el alcalde-; consideraríamos un gran favor que se las dieras al sheriff
de Toral de Fondo.
Aquellas jaulas no eran un equipaje,
sino un auténtico lastre que me privaba de la rapidez necesaria para hacer mi recorrido.
Un agente de enlace debe ir con las manos libres, dispuesto a tomar las trochas
más escarpadas, a pasar el día entero escondido en la copa de un árbol o a
correr varios kilómetros de un tirón. Para cargar con las palomas tendría que avanzar
despacio y por caminos transitables, es decir, frecuentados por los araknos y
sus lacayos; tendría que pararme periódicamente para dar de comer y beber a
unos animales que no podrían evitar el pelearse, piar o aletear, quizás en el
momento en que más necesario resultase guardar silencio...
Al darse cuenta de las implicaciones de
aquel encargo, Rita inició una protesta indignada que atajé con un gesto del
brazo. Eran gajes del oficio.
Miré
al alcalde. Éste se encogió de hombros pero no bajó la cabeza.
- Te hemos buscado un coche -añadió,
sabiendo que me estaba condenando a una muerte casi segura...
(Continuará)
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