La guerra de las arañas
Novela
breve por entregas
Parte
III
A la mañana siguiente, antes de la
salida del sol, mi maestra y yo nos presentamos ante el alcalde. Sobre la mesa
de su despacho había un zurrón con comida y agua y dos jaulas pequeñas tras cuyas
rejas asomaban unos pequeños picos anhelantes.
- Son cuatro palomas mensajeras
-explicó el alcalde-; consideraríamos un gran favor que se las dieras al sheriff
de Toral de Fondo.
Rita inició una protesta indignada que
atajé con un gesto del brazo. Miré las jaulas, el zurrón, luego de nuevo al
alcalde. Éste se encogió de hombros pero no bajó la cabeza.
- Te hemos buscado un coche -añadió,
sabiendo que me estaba condenando a una muerte casi segura.
Tres de las palomas sabían volver a O
Cebreiro; la cuarta tenía un valor añadido pues provenía de San Froilán, y era
a aquel puesto de vanguardia adonde regresaría tan pronto le abriesen la
portezuela de la jaula. Aquellas aves garantizaban una comunicación directa, en
pocos minutos, entre las tierras del Órbigo y las del Sil, aunque no al
contrario. Las palomas mensajeras no son taxis, sino pájaros tristes que se
mueren de añoranza por la tierra en la que se han criado.
Salí de O Cebreiro a media mañana,
entre la indiferencia fingida de una población a la que se había advertido de
que aquella furgoneta no debía llamar la atención de los espías. Las jaulas
iban colocadas en el asiento del copiloto, los cerrojos engrasados al alcance
de mi mano; en caso de tener un mal encuentro debía dejar a los pájaros libres antes
de ponerme yo mismo a salvo.
La teoría política dice que en toda
crisis social siempre hay un diez por ciento de revolucionarios, un diez por
ciento de contrarrevolucionarios y un ochenta por ciento de masa inerte. Gente
acomodaticia que sólo pide su pan, su
hembra y la fiesta en paz, como decía aquella canción de tiempos del rey
Juan Carlos. En el Bierzo, como en la huerta murciana, no todo eran ciudades francas
o aldeas sometidas a los araknos. Por cada chincheta verde había tres negras,
pero por cada negra había veinte o treinta con el color gris de la indiferencia
mediocre. Primero sirvieron al señor feudal, luego al cacique, después al
empresario y ahora a los nuevos amos con seis extremidades. Mientras las berzas
siguieran creciendo y a ellos le dejaran ordeñar a las vacas a primera hora de
la mañana y a la caída de la tarde, el resto del mundo les daba igual. Uno
podía acostumbrarse al olor de los gases que exhalaban los extraterrestres,
igual que en otros tiempos se habían acostumbrado al sabor del semen de los
hijos de los amos o a las vocales secas de los señoritos que les hablaban con
acento de Madrid.
Mi primera parada fue en una de
aquellas aldeas grises. Cospeito, una antigua ciudad con dos mil años de
Historia dominada por un castillo. Muchas casas habían quedado reducidas a
ruinas por las batallas que habían convertido a los supervivientes en
agricultores silenciosos de mirada recelosa y clavada en el suelo. Los araknos habían
establecido uno de sus cuarteles generales llenos de puertas y aristas en el viejo
castillo de torreón redondo e hinchado, una metáfora grotesca de los vientres
abotargados de los nuevos señores del planeta.
Comí
en un antiguo hostal junto al Camino de Santiago, sintiendo el peso temeroso y
hostil de una docena de miradas sobre mi mesa rinconera con vistas a una tapia.
Las palomas mensajeras se habían quedado en el interior de la furgoneta, tapadas
por un pedazo de lona.
La sensatez más elemental me obligaba a
continuar mi ruta a pie, escondido entre los bosques, en vez de meterme en la
trampa de la carretera nacional. Al fin y al cabo, mi única obligación la tenía
con la Villa de Coy. Su Consejo de Notables me había mandado al último confín
del mundo con una doble misión: la primera, difundir por todo mi recorrido que
en un lugar equis, indicado por dos coordenadas de longitud y latitud que me
sabía de memoria hasta el tercer decimal, había una ciudad franca compuesta por
tantas personas, rodeada por tantas aldeas hostiles y tantos batallones de
araknos. Aquella parte de la misión la había cumplido con creces, y de cara a
mi sheriff llevaba un documento con dos docenas de sellos y de firmas que
acreditaban todo lo lejos que había sido capaz de llegar; que no era poco.
La segunda parte de mi misión implicaba
regresar a mi ciudad y volcar ante mis vecinos toda la información que había
sido capaz de recopilar. Y aquello entraba en conflicto con el ruego del
alcalde de O Cebreiro; aquellas dichosas palomas cuyas jaulas me habían
atrapado a mí también.
Si
había aceptado el recado había sido por una muestra de pragmatismo, que es algo
que forma parte de la mochila de campaña de cualquier agente de enlace desde
los tiempos de Miguel Strogoff. Sencillamente, había quizás un uno por cien de
probabilidades -posiblemente, un uno por mil- de que pudiera regresar con vida
desde los montes del Bierzo hasta la Villa de Coy. En el viaje de ida había
estado a punto de caer en manos de los araknos en tres ocasiones; y en aquellos
momentos había estado mucho más fresco y descansado. Sabía que en cualquier
momento bajaría la guardia y cuando me diera cuenta estaría enganchado en algún
tentáculo, o respirando el olor a pedo de los marcianos. De modo que, ¿por qué
no hacerles un favor a los resistentes de aquellas tierras, antes de caer en la
tela de la araña?
Cospeito,
con sus ruinas y su población desanimada, se perdió en el retrovisor de la
furgoneta; una antigua Citroën C-15 de color blanco, cuyo motor se alimentaba
con una mezcla extravagante de alcohol y polvo de carbón, que aún conservaba la
matrícula territorial en vigor hasta la última década del siglo XX. Un código
TO que ignoraba a qué municipio podía corresponder -tal vez Toral de Fondo-,
pero que me hacía pensar en Totana, la ciudad alfarera vecina de Lorca,
convertida ahora en una pedanía periférica de la ciudad esclava de Los
Clemencios.
En
el asiento del copiloto, encajado entre las jaulas cuyos ocupantes debían ser
salvados a toda costa, llevaba un machete de cazador que me había regalado el
alcalde a la hora de las despedidas. El hombre se disculpó por no poder
facilitarme un arma de fuego, y me pidió que me hiciera cargo de las
circunstancias extremas en que se hallaba aquella ciudad de vanguardia. Me hice
cargo, por supuesto. Llevaba mi propia pistola, aunque sin balas, guardada en
el fondo de mi zurrón. Aquel cuchillo no era gran cosa, pero tenía el filo
suficiente para clavarse en un corazón humano o en aquellas escafandras de carne
sin las cuales los araknos morían envenenados en pocos minutos.
La carretera seguía el trazado marcado
hace dos mil años por el Imperio Romano. En el siglo pasado la habían
convertido en una autovía, con dos carriles que iban hacia Castilla y otros dos
hacia Galicia. Ahora los carriles exteriores estaban mordidos aquí y allá por
los picos y palas de los habitantes de la comarca. Mientras estaba en O
Cebreiro, Rita me había explicado que los araknos obligaban a sus criados a
arrancar el asfalto para pavimentar los caminos que llevaban a sus madrigueras.
Era evidente; sin duda los araknos que se habían apoderado de Bagdad, de
Caracas, de Kuwait City, podían tener petróleo fresco, alquitrán para las
calles y combustible refinado para coches y aviones; pero aquellas ciudades
suponían muy poca cosa en el mapa del país de las arañas.
En
una ocasión yo mismo había podido ver muy de cerca una de aquellas brigadas de
destrucción. Hombres, mujeres y adolescentes de ambos sexos, todos con la
pulserita de oro que los araknos entregaban a sus criados, acababan a golpes
con la obra de sus mayores para alfombrar las carreteras que llevaban a los
cuarteles de sus amos. Aquella gente trabajaba a su ritmo, vigilada sólo por
dos hombres sentados en el capó de un todoterreno, e incluso se acompañaban con
risas y con alguna canción. Sin embargo, una de las mujeres a quien pedí un
poco de agua me instó en voz baja a que me marchase antes de que los capataces
me dedicasen una segunda mirada. Acompañó su comentario con una mirada de miedo
tan intensa, que me largué de allí sin saciar la sed que llevaba todo el día
lacerándome.
Habría
recorrido veinte kilómetros desde Cospeito cuando detrás de una curva me topé
con una pequeña barricada. Dos vallas de obra, un quitamiedos arrancado de la
cuneta, algunos bloques de hormigón y dos hombres que me obligaron a parar,
pistola en mano. Detuve la furgoneta veinte metros antes del obstáculo y miré
con atención a los hombres que se acercaban con paso lento, uno a cada lado de
la calzada. No se les veía la pulserita, pero aquello no significaba nada.
Había muchos siervos que la escondían cuando iban a los mercados de las
ciudades francas, o cuando trataban de engañar a algún incauto. También había
agentes de la Resistencia que se ponían la pulserita de oro en la muñeca o el
tobillo a fin de pasar desapercibidos en territorio hostil.
Yo siempre me había negado a llevar
aquel símbolo de esclavitud aunque fuera como disfraz o para proteger mi vida. Si
había que morir, prefería ser descubierto y que me ahorcaran por espía, mirando
a los araknos cara a cara, antes que ser apaleado en las calles de una ciudad
franca entre gritos de cobarde y de traidor.
- ¡Alto, amigo! ¡No sigas adelante, que
la carretera está muy mal! -me dijo uno de aquellos hombres. Un campesino de
mediana edad, vestido con un mono de mecánico sobre el que se había puesto un
jersey rojo de lana, sucio y deformado. Iba acompañado por un chico de poco más
de veinte años, vestido con cazadora de cuero, botas lustrosas, vaqueros y el pelo
echado hacia atrás no sé si con brillantina o con mierda. En la mano derecha
llevaba la pulsera de oro de los siervos de los araknos; una correa de
eslabones, muy ostentosa, para que sus vecinos se dieran cuenta de que estaba
en el bando ganador. También llevaba una pistola con la que me apuntaba
directamente a la cabeza.
- Fin del viaje -murmuré.
El
hombre que me había abordado trató de abrir la puerta, pero el seguro estaba
echado por dentro. Abrí la puerta, salí de la furgoneta.
-
¿Está mal la carretera?
-
Está fatal -murmuró el del jersey de lana.
-
¡Hay que tocarse los cojones! -gruñí.
Mi
enfado era real, pero no lo provocaba aquella excusa de segundo de Primaria.
Estaba rabiando por aquella ocurrencia de utilizar la carretera, con la
furgoneta y las palomas. A las que, por cierto, tenía que liberar a toda costa,
antes de que aquellos siervos me dejaran seco de un tiro o me llevaran
malherido al cuartel extraterrestre más cercano.
Avancé
algunos pasos fingiendo estar muy interesado en lo que había más allá de la
barricada, acercándome con precaución al otro lado de la furgoneta.
-
Putas carreteras -comenté. Los siervos guardaron silencio, y en aquel silencio
escuché otros pasos. Había otras personas bajando al trote por la ladera de la
montaña.
Di
media vuelta; el chico de la pistola retrocedió hasta el arcén sin dejar de
encañonarme. El del jersey de lana me miró y denegó lentamente con la cabeza.
-
Será mejor que te estés quieto, paisano -dijo, con tristeza.
-
Tengo que abrir la ventanilla, que se me van a morir los animales -le dije,
mientras pasaba con rapidez por delante del joven-. ¡Tenga las llaves!
Le
lancé el llavero por encima del capó; él se echó hacia atrás y alargó las manos
de manera instintiva para atraparlo.
-
¡Quieto! ¡No te muevas! -gritó a continuación; pero ya era demasiado tarde.
Había perdido cinco segundos muy valiosos tratando de coger las llaves al
vuelo; tiempo suficiente para que yo abriera la puerta y destrabase los
cerrojos de las jaulas. Hubo un revuelo de plumas; una garra me arañó la oreja
derecha. Las cuatro palomas mensajeras salieron disparadas, tres de ellas de
regreso a O Cebreiro y la cuarta a San Froilán.
Mientras los dos siervos me tiraban al
suelo y empezaban a patearme, lo único que sentí fueron las lágrimas de Rita al
recibir, por triplicado, el mensaje de que el hombre que la noche antes la
había amado, el que había compartido con ella leyendas de torres y terremotos,
había muerto a manos de sus enemigos.
No me mataron -es obvio, ya que estáis
leyendo mi informe, enviado gracias a la ayuda de un hacker-. Peleamos dos
contra uno durante varios segundos, hasta que una tercera persona empezó a
gritar que me estuviera quieto o me iba a volar la cabeza. Me detuve, claro, y quedé
con las manos arriba, entre el lateral de la furgoneta y un pequeño corrillo
compuesto por cuatro hombres: los dos que me habían dado el alto y dos recién
llegados, uno de los cuales me apuntaba con una escopeta de caza.
Animado por los refuerzos, el siervo
del jersey de lana me cogió del cuello de la camisa y me gritó, con saña, quién
era yo y adónde iban las palomas mensajeras. Pensé en utilizarlo como escudo
humano; protegerme detrás de él hasta llegar a la cuneta, y una vez allí huir
campo a través. Sin embargo, me temí que al tipo de la escopeta le daría igual cobrar
una pieza que dos. No me apetecía acabar tumbado en aquella carretera, tratando
de liberarme de los despojos de aquel gañán mientras nuestra sangre se mezclaba
sobre el asfalto sucio de aceite.
El
hombre seguía increpándome, escupiéndome las palabras a la cara, envolviéndome
en su aliento, mientras los otros me vigilaban muy de cerca. Había que rendirse
y esperar una ocasión más propicia.
-
Me llamo Casio Querea, soy un mensajero leal a nuestro planeta, y esas palomas
van a O Cebreiro y a San Froilán.
El
tipo de la escopeta empezó a reírse y a decir que la de San Froilán iba a hacer
el viaje en balde, pero el del jersey de lana le gritó que se callase, con
cierta dureza. Quizás fuera pesadumbre, o incluso una cierta vergüenza, el
sentimiento que asomó a sus ojos porcinos durante décimas de segundo. La
vergüenza del animal que se humilla para que dejen de pegarle o le den algo de
comer.
Después
de conseguir mi confesión me obligaron a quitarme la chaqueta, la camisa y los
pantalones para comprobar que no llevaba ningún arma escondida. Me resigné a
quedarme en calzoncillos esperando que no se pusiera a llover o a nevar, pero
cuando me mandaron descalzarme tuve que salir por la tangente: era imposible
tratar de escaparse con los pies descalzos. De manera que aproveché que el del
jersey de lana había bajado la guardia y le pegué una bofetada; como era de
esperar, me gané una lluvia de puñetazos y de patadas que sobrellevé de la
mejor manera posible. En un momento dado, el del jersey me cogió por los pelos,
me llevó hasta la parte trasera de la furgoneta e hizo que me metiera dentro
dándome una patada en el culo. Dos de los hombres entraron conmigo y me hicieron
tumbar en el suelo boca abajo, sentándose encima de mí porque ahí atrás no
había más sitio. Luego cerraron la puerta desde fuera y quedé prisionero. Pero
con mis botas.
(Continuará...)
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