Son
las doce menos cuarto de la noche. En el barrio de Los Ángeles no se escucha ni
el sonido de una mosca. Mañana es miércoles y muchos vecinos tienen que
levantarse a las seis o a las siete de la mañana para ir al campo a trabajar. Los
niños por fin se han dormido, y los vecinos de este barrio de Lorca se preparan
para descansar.
De
repente se escucha el motor de un camión y un siseo siniestro, cada vez más
fuerte. Los matrimonios se miran aterrados: ¡No!
Una
vez más, el camión de Limusa que riega las calles aparece a las doce menos
cuarto, dispuesto a quedarse hasta las doce y media de la noche parado en medio
de la calle, con todos los motores -el suyo y el de la bomba al ralentí-. Una
vez más, el individuo que organiza los horarios ha dispuesto que los vecinos de
Los Ángeles tienen que despertarse y permanecer una hora aguantando el
estrépito del motor y el silbido de la manguera que va regando la calle palmo a
palmo, pasando por la misma baldosa tres o cuatro veces, salpicando los coches,
inundando las motos y armando la de San Quintín.
Las
luces de las habitaciones se van encendiendo; las puertas de las terrazas se
llenan de siluetas en pijama que se quedan apoyados en las barandillas,
resignados, a la espera de que Limusa decida acabar con el festival de ruido,
salpicaduras y por supuesto humo maloliente del tubo de escape. Un camión
parado durante una hora, con el runrún, es capaz de echar una buena cantidad de
gases.
Uno
de mis vecinos me manda un mensaje al móvil. ¿Te han despertado? ¿Subo con una piedra? El hombre es capaz de eso
y mucho más. Se acuesta a las diez de la noche porque empieza a trabajar a las
seis y media de la mañana. Además, tiene dos niños pequeños que se estarán
removiendo en sus camas, como los míos, al ritmo de una trepidación que hace
temblar las paredes de las casas.
Por
supuesto, le digo al vecino que no. Los dos hombres que pasan la manguera una y
otra vez no tienen la culpa de que sus jefes les hayan mandado a despertar al
barrio entero. Tampoco hay por qué abollar un camión que pagamos entre todos,
al igual que pagamos por tener un servicio de limpieza serio: que no
revolucione barrios enteros a la una de la mañana, ni se dedique a vaciar los
contenedores de reciclaje a las tres; que no es la primera vez que pasa.
Finalmente
el vecino pierde la paciencia, me llama al móvil y me dice que va a liar la de
Dios, porque además la cuesta de Los Ángeles lleva una hora cerrada al tráfico
para que el camión pueda bajar en dirección contraria. Me recuerda que la última
vez los coordinadores de Limusa lo hicieron tan mal, que dejaron atascado al
mismísimo camión de la basura. Era más de la medianoche y en la parte alta de
la cuesta avanzaban primero el camión del riego, luego el de la basura.
Tranquilizo
al vecino prometiéndole que esta misma noche le mandaré un correo a Limusa
pidiéndoles que organicen sus rutas de manera que no perturben la paz del
barrio de una manera tan grave. Que pasen, por ejemplo, a las diez de la
mañana, a las doce del mediodía, a las cinco de la tarde, a las nueve de la
noche... será que no hay más horas. Pero ya es el enésimo mail que les mando, y
ni siquiera se molestan en responder. De manera que le prometo que, al menos,
haré un pequeño artículo para que quede constancia de que en Los Ángeles
estamos hasta las narices de que nos despierten a medianoche y nos tengan una
hora sufriendo el escándalo del camión de riego. Claro que mientras acabo estas
líneas una persona me manda un tuit diciéndome que por la zona de la iglesia
del Carmen pasan a las 4 de la mañana, y entonces doy gracias de que a nadie se
le haya ocurrido aprovechar los adoquines que se llevaron de la calle Nogalte.
No para apedrear a los currantes del camión, sino para hacer una barricada y
que se vayan con el escándalo a otra parte.
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