domingo, 21 de julio de 2013

Tutéame: no me respetes tanto

         Hay actitudes que parece que han venido para quedarse. Hace unos años publiqué en Águilas Noticias un artículo sobre la costumbre del tuteo entre desconocidos. Lo reproduzco, con algunas modificaciones, porque pienso que sigue estando de actualidad.
        
         Tutéame: no me respetes tanto

         Hace un par de meses, un amigo mío mató un perro. El hombre salía de una cena de empresa, y al llegar a la fuente de San Antonio, para coger la A-7, se le cruzó un pastor alemán al que no pudo esquivar. Como consecuencia del accidente, el perrito acabó muerto a uno y otro lado del coche de mi amigo, mientras que el vehículo resultó con daños considerables.
         Al ver el estropicio, mi amigo llamó al seguro, recogió todos los cristales que pudo y se sentó a esperar a una grúa. Mientras lo llevaba al taller, el de la grúa le dijo que se había quedado sin coche para dos o tres semanas. Después de repasar a toda la parentela del criminal que había dejado abandonado a su perro, a expensas del frío, el hambre, la sed y de acabar siendo atropellado, provocando alguna muerte humana de rebote, mi amigo buscó el teléfono de uno de los servicios de taxi de su pueblo, porque el coche le era imprescindible para ir a su trabajo.
         A la mañana siguiente, después de hacer muchos números, y de tratar de arreglarse con algunos de sus compañeros de trabajo, apalabró unos días y unas horas en las que le era inevitable coger un taxi. Hicieron el viaje de ida con normalidad, charlando de las cosas típicas que se comentan con el taxista. Y en el viaje de regreso a su casa, viendo que mi amigo le seguía tratando de usted, el otro hombre le espetó:
         - Digo yo, Juan... ¿por qué no nos tuteamos?
         Mi amigo se quedó un instante en silencio y respondió:
         - No me llamo Juan, me llamo Enrique.
         Luego me confesó que iba a haber añadido: "Y no le tuteo porque no nos conocemos de nada, ni siquiera sabe usted cómo me llamo". Pero se mordió la lengua, porque en los tiempos que corren, esta obviedad habría parecido una grosería, una falta de respeto.
        En ocasiones esta costumbre roza con el esperpento. Verán: hace algunos años, a mi abuela Pepucha, que en paz descanse, la operaron de cataratas. Mi abuela batió el récord en la clínica a la que fue, porque cuando pasó por el quirófano ya había cumplido los ochenta y ocho años. Y he de decir que no aparentaba ni una hora menos de las que tenía; aunque estaba muy bien de la cabeza, y de salud, vestía de negro de los pies a la cabeza, tenía el pelo completamente blanco, y se movía acompañada de un bastón. ¡Me parece que la estoy viendo, pobre mujer!
         Después de quitarle las cataratas tuvimos una convalecencia de tres meses, y digo tuvimos porque fui yo quien la llevó a la revisión del médico durante todo aquel tiempo. Una señora de casi noventa años, y su nieto a punto de meterse en los cuarenta, con el pelo entrecano, perilla y ropa que ya estaba pasada de moda cuando Felipe nos quería sacar de la OTAN.
         Una de las tardes que fuimos a revisión, mi abuela y yo nos metimos en la cafetería de la clínica a tomarnos un café antes de volver a casa.
         La camarera -una chica joven, de unos veinte años- vino de inmediato y nos preguntó, con desparpajo:
         - ¿Qué os pongo, chicos?
         Mi abuela se ajustó el pañuelo y respondió:
         - A mí me pone un café con leche, si hace el favor.
         - ¿Y a ti?
         - Me pone un cortado, por favor.
         - ¿Lo quieres de sobre, o de máquina?
         - Pues démelo de sobre, haga el favor.
         - Enseguida os lo traigo.
         Cuando la camarera se dio media vuelta, mi abuela me chistó, me hizo una seña para que me acercase a ella, pegó su cabeza a la mía y me dijo, susurrando:
         - ¡Pobre! ¡Se volvió loca!
         Y es que en el fondo es así. A ojos de mi abuela, y de cualquiera que conserve unas mínimas coordenadas sociales, llamar chicos a una vieja enlutada y a un treintañero con barba era algo por completo improcedente; algo inusitado. Para el caso, lo mismo habría dado que la camarera se hubiera dirigido a mi abuela llamándola Su Eminencia, o a mí Su Alteza Imperial.
         Esta falta de respeto no sólo se da entre la gente más joven. Al contrario. Muchas veces son los propios ancianos los que se niegan a que se les aplique ese tratamiento. En cierta ocasión, estando de vacaciones en mi casa de Galicia, fui a recoger a mi abuela a casa de una amiga, donde había pasado la tarde tomando café y contando batallitas. Y lo digo en sentido literal, porque todas ellas se habían echado su primer -y único- novio en los tiempos de la batalla de Teruel.
         Al verme aparecer muchas de las ancianas se hicieron cruces de lo que había crecido, de cuánto había engordado desde el verano anterior, de cómo me parecía a mi padre, que en paz descanse... cosas así, que cuando se tienen veinte años coartan un poco, pero que luego al rozar los cuarenta se recuerdan con cariño. Saludé, besé, me dejé besar y comparar... hasta que me encontré con una anciana a la que no conocía de nada.
         - Antoñito -me advirtió mi abuela-; esta señora se llama Encarnación. Dale un beso también a ella... pero ten mucho cuidado, que está soltera.
         - ¡¡Y sin compromiso!! -aulló la llamada Encarnación, entre las risotadas de las demás ancianas.
         Me acerqué a ella, me agaché y le di dos besos.
         - Encantado de conocerla, señora.
         - ¡Ay, por Dios! -gritó entonces la aludida-. ¡No me trates de usted, que me haces muy mayor!
         En aquel momento estuve a punto de replicarle que qué culpa tenía yo de que fuera contemporánea del general Primo de Rivera, o de Serrano, pero cerré la boca. Eran más de una docena de bastones y muletas pululando a mi alrededor. De manera que me sometí a la ridiculez de tratar a una anciana desconocida, a la que no iba a volver a ver en mi vida, con la misma familiaridad que si estuviera charlando con algún compañero de colegio.
         La invitación al tuteo avasalla: no te deja alternativa.
         - Tutéame, que me haces muy viejo.
         Ahora imagínense la réplica:
         - No tengo por qué tutearle, porque no le conozco de nada. Ni tampoco me gusta que a mí me tuteen los desconocidos.
         ¿Se imaginan una respuesta así? Exigirle a un desconocido que te trate con familiaridad no se considera una falta de respeto; pero pretender una corrección formal, sí.

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         Les dije que este artículo, aunque antiguo, seguía manteniendo toda su vigencia. Y es que hace un par de días volví a rozar el límite. Un amigo me presentó en una cafetería a dos hombres que ya habían dejado atrás los cincuenta años. Profesionales liberales bien acomodados, trajes impolutos, destilando compostura y también algo de pasta. Charla casual de mesa a mesa en la terraza. En un momento de la conversación se me ocurre comentar:
         - Pues yo estoy de acuerdo con usted; a mí también me parece...
         Arde Troya. El aludido se pone a reír:
         - No me trates de usted, ¡pijo!
         - Es que te ha visto tan mayor -se burla el otro.
         - Es que las canas son las canas -replica el primero.
         En resumen; al final me tocó disculparme por haber empleado el usted y asegurarles que no había sido por la edad. Es lo que nos suele pasar a los que no transigimos con el tuteo gratuito: que cada vez que hablamos con un desconocido acabamos pidiéndole perdón por haber sido educados.
         El tuteo no es una cuestión de edad, sino de distancia. Yo hay viejos en mi pueblo a los que trato de tú, y en muchas ocasiones con un mote, porque me han visto crecer a mí y antes de mí a mi padre y a mi abuelo. Y hay jóvenes a los que doblo la edad y a quienes trato de usted, porque no les conozco de nada.
         Es lo que me han enseñado y lo que fue evidente durante muchas generaciones: si es de tu familia le das un beso; si es un allegado le tuteas; y si no le conoces le estrechas la mano y le tratas de usted. Lo contrario, se pongan como se pongan, sólo lo hacen los maleducados.

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