Hay actitudes que
parece que han venido para quedarse. Hace unos años publiqué en Águilas Noticias un artículo sobre la costumbre
del tuteo entre desconocidos. Lo reproduzco, con algunas modificaciones, porque
pienso que sigue estando de actualidad.
Tutéame: no
me respetes tanto
Hace un par de meses, un amigo mío mató
un perro. El hombre salía de una cena de empresa, y al llegar a la fuente de
San Antonio, para coger la A-7, se le cruzó un pastor alemán al que no pudo
esquivar. Como consecuencia del accidente, el perrito acabó muerto a uno y otro
lado del coche de mi amigo, mientras que el vehículo resultó con daños
considerables.
Al ver el estropicio, mi amigo llamó al
seguro, recogió todos los cristales que pudo y se sentó a esperar a una grúa.
Mientras lo llevaba al taller, el de la grúa le dijo que se había quedado sin
coche para dos o tres semanas. Después de repasar a toda la parentela del
criminal que había dejado abandonado a su perro, a expensas del frío, el
hambre, la sed y de acabar siendo atropellado, provocando alguna muerte humana
de rebote, mi amigo buscó el teléfono de uno de los servicios de taxi de su
pueblo, porque el coche le era imprescindible para ir a su trabajo.
A la mañana siguiente, después de hacer
muchos números, y de tratar de arreglarse con algunos de sus compañeros de
trabajo, apalabró unos días y unas horas en las que le era inevitable coger un
taxi. Hicieron el viaje de ida con normalidad, charlando de las cosas típicas
que se comentan con el taxista. Y en el viaje de regreso a su casa, viendo que
mi amigo le seguía tratando de usted, el otro hombre le espetó:
- Digo yo, Juan... ¿por qué no nos
tuteamos?
Mi amigo se quedó un instante en
silencio y respondió:
- No me llamo Juan, me llamo Enrique.
Luego me confesó que iba a haber
añadido: "Y no le tuteo porque no nos conocemos de nada, ni siquiera sabe
usted cómo me llamo". Pero se mordió la lengua, porque en los tiempos que
corren, esta obviedad habría parecido una grosería, una falta de respeto.
En ocasiones esta costumbre roza con el
esperpento. Verán: hace algunos años, a mi abuela Pepucha, que en paz
descanse, la operaron de cataratas. Mi abuela batió el récord en la clínica a
la que fue, porque cuando pasó por el quirófano ya había cumplido los ochenta y
ocho años. Y he de decir que no aparentaba ni una hora menos de las que tenía;
aunque estaba muy bien de la cabeza, y de salud, vestía de negro de los pies a
la cabeza, tenía el pelo completamente blanco, y se movía acompañada de un
bastón. ¡Me parece que la estoy viendo, pobre mujer!
Después de quitarle las cataratas
tuvimos una convalecencia de tres meses, y digo tuvimos porque fui yo quien la llevó a la revisión del médico
durante todo aquel tiempo. Una señora de casi noventa años, y su nieto a punto
de meterse en los cuarenta, con el pelo entrecano, perilla y ropa que ya estaba
pasada de moda cuando Felipe nos quería sacar de la OTAN.
Una de las tardes que fuimos a
revisión, mi abuela y yo nos metimos en la cafetería de la clínica a tomarnos
un café antes de volver a casa.
La camarera -una chica joven, de unos
veinte años- vino de inmediato y nos preguntó, con desparpajo:
- ¿Qué os pongo, chicos?
Mi abuela se ajustó el pañuelo y
respondió:
- A mí me pone un café con leche, si
hace el favor.
- ¿Y a ti?
- Me pone un cortado, por favor.
- ¿Lo quieres de sobre, o de máquina?
- Pues démelo de sobre, haga el favor.
- Enseguida os lo traigo.
Cuando la camarera se dio media vuelta,
mi abuela me chistó, me hizo una seña para que me acercase a ella, pegó su
cabeza a la mía y me dijo, susurrando:
- ¡Pobre! ¡Se volvió loca!
Y es que en el fondo es así. A ojos de
mi abuela, y de cualquiera que conserve unas mínimas coordenadas sociales,
llamar chicos a una vieja enlutada y
a un treintañero con barba era algo por completo improcedente; algo inusitado.
Para el caso, lo mismo habría dado que la camarera se hubiera dirigido a mi
abuela llamándola Su Eminencia, o a
mí Su Alteza Imperial.
Esta falta de respeto no sólo se da
entre la gente más joven. Al contrario. Muchas veces son los propios ancianos
los que se niegan a que se les aplique ese tratamiento. En cierta ocasión,
estando de vacaciones en mi casa de Galicia, fui a recoger a mi abuela a casa
de una amiga, donde había pasado la tarde tomando café y contando batallitas. Y
lo digo en sentido literal, porque todas ellas se habían echado su primer -y
único- novio en los tiempos de la batalla de Teruel.
Al verme aparecer muchas de las
ancianas se hicieron cruces de lo que había crecido, de cuánto había engordado
desde el verano anterior, de cómo me parecía a mi padre, que en paz descanse...
cosas así, que cuando se tienen veinte años coartan un poco, pero que luego al
rozar los cuarenta se recuerdan con cariño. Saludé, besé, me dejé besar y
comparar... hasta que me encontré con una anciana a la que no conocía de nada.
- Antoñito -me advirtió mi abuela-;
esta señora se llama Encarnación. Dale un beso también a ella... pero ten mucho
cuidado, que está soltera.
- ¡¡Y sin compromiso!! -aulló la
llamada Encarnación, entre las risotadas de las demás ancianas.
Me acerqué a ella, me agaché y le di
dos besos.
- Encantado de conocerla, señora.
- ¡Ay, por Dios! -gritó entonces la
aludida-. ¡No me trates de usted, que me haces muy mayor!
En aquel momento estuve a punto de
replicarle que qué culpa tenía yo de que fuera contemporánea del general Primo
de Rivera, o de Serrano, pero cerré la boca. Eran más de una docena de bastones
y muletas pululando a mi alrededor. De manera que me sometí a la ridiculez de
tratar a una anciana desconocida, a la que no iba a volver a ver en mi vida,
con la misma familiaridad que si estuviera charlando con algún compañero de
colegio.
La invitación al tuteo avasalla: no te
deja alternativa.
- Tutéame, que me haces muy viejo.
Ahora imagínense la réplica:
- No tengo por qué tutearle, porque no
le conozco de nada. Ni tampoco me gusta que a mí me tuteen los desconocidos.
¿Se imaginan una respuesta así? Exigirle
a un desconocido que te trate con familiaridad no se considera una falta de
respeto; pero pretender una corrección formal, sí.
.........................
Les dije que este artículo, aunque
antiguo, seguía manteniendo toda su vigencia. Y es que hace un par de días
volví a rozar el límite. Un amigo me presentó en una cafetería a dos hombres que
ya habían dejado atrás los cincuenta años. Profesionales liberales bien
acomodados, trajes impolutos, destilando compostura y también algo de pasta. Charla
casual de mesa a mesa en la terraza. En un momento de la conversación se me
ocurre comentar:
- Pues yo estoy de acuerdo con usted; a
mí también me parece...
Arde Troya. El aludido se pone a reír:
- No me trates de usted, ¡pijo!
- Es que te ha visto tan mayor -se
burla el otro.
- Es que las canas son las canas
-replica el primero.
En resumen; al final me tocó
disculparme por haber empleado el usted y asegurarles que no había sido por la
edad. Es lo que nos suele pasar a los que no transigimos con el tuteo gratuito:
que cada vez que hablamos con un desconocido acabamos pidiéndole perdón por haber
sido educados.
El tuteo no es una cuestión de edad,
sino de distancia. Yo hay viejos en mi pueblo a los que trato de tú, y en
muchas ocasiones con un mote, porque me han visto crecer a mí y antes de mí a
mi padre y a mi abuelo. Y hay jóvenes a los que doblo la edad y a quienes trato
de usted, porque no les conozco de nada.
Es lo que me han enseñado y lo que fue
evidente durante muchas generaciones: si es de tu familia le das un beso; si es
un allegado le tuteas; y si no le conoces le estrechas la mano y le tratas de
usted. Lo contrario, se pongan como se pongan, sólo lo hacen los maleducados.
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