Quiero
compartir con vosotros unas páginas de "El traidor", perteneciente a
mi libro de relatos La guerra de las
arañas. Espero que os guste...
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El
traidor
En mi recorrido clandestino por España
de finales de 2070 y principios de 2071 vi de todo. Carreteras destrozadas con
saña, a pico y pala, para llevarse el asfalto hasta las madrigueras de los araknos.
Los hijos de los ricos, ellos con trajecitos de chaqueta, ellas con faldita
azul oscuro, recitando en sus aulas, con voz balbuciente, canciones y poemas en
el idioma de los invasores. Los hijos de los pobres, añadiéndole a sus
cazadoras dos mangas falsas, rellenas de bolas de algodón, para compartir
dentro de lo posible el estilo de vida de sus nuevos amos de seis extremidades.
Y también
vi y conocí por dentro las ciudades en las que las personas dignas se han
atrincherado para no rendirles pleitesía a los extraterrestres.
Me hago llamar Casio Querea, y soy un
mensajero al servicio de la Villa de Coy; una de las ciudades francas que
resisten a la invasión rodeadas por muros de piedra y pasando numerosas
estrecheces. Sabemos que en otros países hay ciudades libres porque, de vez en
cuando, alguno de nuestros hackers logra conectarse a Internet desde una línea
segura y nos concede cinco o seis minutos para intercambiar nuestras
experiencias con el resto de personas leales al planeta. Sabemos que también
las hay en España porque yo mismo me la he recorrido de punta a punta, desde mi
ciudad escondida en las montañas de Lorca hasta el último o penúltimo bastión
en los bosques que separan Galicia de las tierras del Bierzo.
Los araknos matan, roban y contaminan.
Fueron una curiosidad de laboratorio hasta que la madrugada del 22 de octubre
de 2045 iniciaron la Conquista de la Tierra. Aquella noche rompieron las jaulas
donde los científicos los habían confinado y se hicieron los amos de casi todo
gracias a su cerebro y a su fuerza. Su inteligencia les permitió adaptarse y
superar los obstáculos impuestos por la atmósfera de nuestro planeta, tan
diferente a la bola de gas venenoso de la que proceden. Su inteligencia, y la
complicidad de millones de personas que algún día deberán rendir cuentas por
ello.
Les llamamos araknos porque se parecen
remotamente a las arañas. Tienen dos piernas, dos brazos y dos tentáculos que
aquí, en este planeta, no les sirven de mucho. Son altos, fuertes y tienen una
panza imponente. Cuando nacen segregan enseguida una especie de pompa que les
cubre la boca y la nariz, y de esa manera pueden procesar el oxígeno y el
nitrógeno de la atmósfera terrestre, devolviéndonos a cambio gases tóxicos a
cada respiración. Nuestros científicos se temen que, si las cosas siguen así
-es decir, si somos incapaces de exterminarlos-, a finales del siglo XXII habrá
amplias zonas de la Tierra donde no quedará ni un insecto ni una brizna de
hierba; sólo las especies mutantes que los araknos cultivan con mimo en sus
invernaderos, ubicados en lo que antiguamente era Luxemburgo.
Me avergüenza decir que los humanos son
los únicos que han aceptado la compañía de las arañas siderales. Los demás
animales sienten una enemistad instintiva hacia esos seres bamboleantes,
asquerosos y agresivos. Perros, gatos, lobos, búhos, jabalíes... se lanzan como
locos contra esos especímenes a quienes, por el contrario, millones de personas
en todo el mundo tratan de usted mientras hacen tintinear, con orgullo, las
pulseritas de oro que los araknos imponen a todos sus socios, en señal de
servidumbre más que de alianza.
Los últimos días de diciembre de 2070
los pasé descansando en la habitación de un hotel en Toral de Fondo, una ciudad
franca a mitad de camino entre las poblaciones de Astorga y La Bañeza, ambas
sometidas a los extraterrestres después de varias guerras. Había salido de
Villa de Coy unos meses antes con una única misión: cruzarme España de punta a
punta y ver lo que había por ahí fuera...
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