sábado, 16 de noviembre de 2013

Un único grito (y IV)

         Termino esta pequeña serie con mis vivencias como periodista la tarde de los terremotos de Lorca. Es parte del manual de Periodismo de calle que espero que pueda estar en las librerías dentro de pocos meses. Espero que la serie os haya resultado de interés.

........................

(...)

         Hago un inciso dentro del inciso para que veas que, en ocasiones, esa dualidad entre ser periodista y ser ciudadano nos puede jugar malas pasadas.
         Los primeros días después de los terremotos, antes de ser concentrados en las instalaciones deportivas de La Torrecilla, los miles de refugiados se distribuyeron en varios campamentos provisionales: hubo uno en el Huerto de la Rueda, otro junto al instituto Ibáñez Martín, otro en la parte alta del barrio de La Viña, otro en el barrio de San Fernando...[1]
         Por su parte, los miembros de la UME se establecieron en el campo de fútbol Artés Carrasco. Una mañana, Óscar Peña y yo nos dirigimos hacia allí a grabar algunos planos del destacamento militar. Plantamos la cámara en un descampado próximo al estadio, en el preciso momento en que llegaba al lugar un gigantesco convoy de camiones, jeeps y vehículos militares de todo tipo. Un plano impresionante que nos apresuramos a grabar...
         En el preciso momento en que apuntamos la cámara hacia el convoy, resonó la voz de un centinela.
         - ¡Caballeros; ahí no pueden estar!
         Como parte de las medidas de seguridad, la UME había acordonado con cinta de plástico los descampados adyacentes. Óscar y yo estábamos justo en el interior de uno de ellos. Habíamos visto la cinta policial, pero estábamos acostumbrados a considerarlas unas barreras para que no se colasen los curiosos; y nosotros, desde luego, no éramos unos mirones.
         Traté de negociar con el centinela.
         - ¡Medio minuto y nos marchamos!
         Con la Iglesia hemos topado.
         El centinela volvió a darnos la orden de que saliéramos de la zona acotada. Óscar recogió la cámara, se echó el trípode al hombro y se apresuró a salir de allí para ver si le daba tiempo de coger aunque fuera al furgón de cola. Y yo... puse el grito en el cielo. Empecé a renegar de los militares de cabeza cuadrada, obcecados, insensibles, incapaces de echar una mano...
         ...y me detuve.
         De repente vi lo que en realidad estaba pasando delante de mis propias narices. Un grupo de hombres y mujeres durmiendo en tiendas de campaña, en un campo de fútbol; venidos de todas partes de España para echarnos una mano. Haciendo jornadas maratonianas. El centinela de la puerta era un mandado como yo; con la diferencia de que a mí, por desobediencia, me podía caer una bronca telefónica, y a él una pena de prisión. Quizás el chaval venía de Lugo, o de Toledo, y se iba a pasar un número indeterminado de meses en la otra punta de España. Dándole ropa y alimentos a mis vecinos, montando tiendas de campaña para que pudieran salir adelante con dignidad, ayudándoles a vaciar sus casas, protegiéndoles de los saqueos...
         ¿Y le iba yo a tocar las narices porque no me dejaban grabar un maldito plano desde una zona acotada y prohibida?
         Al verme callar, Óscar se dio media vuelta; el hombre estaba más que acostumbrado a oírme protestar por cualquier estupidez. No sé si vio que me había puesto rojo como un tomate. Al final hice lo único que cabía hacer: le dediqué un gesto amistoso a los centinelas y les deseé que tuvieran buena guardia.
         Los periodistas estamos sometidos a mucho estrés; eso hace que, en ocasiones, veamos la realidad de una manera distorsionada. Además de hacer el ridículo -imagínate a un tío de treinta y muchos años, quejándose ante un oficial porque quería grabar los camiones desde la zona prohibida, como un niño con una pataleta-, podemos hacer daño a personas que no se lo merecen.

El plano prohibido

......................

         La mañana del 12-M en Lorca concluyó atendiendo a una víctima: mientras estábamos en el campamento de refugiados del Huerto de la Rueda apareció un hombre grande, enérgico.
         - Soy Fernando, el presidente de la asociación de vecinos de San Fernando -se presentó-. Mi barrio está para tirarlo entero, y por ahí aún no ha venido nadie.

San Fernando

        Venía muy alterado; y no era para menos. El barrio de San Fernando estaba compuesto por una quincena de edificios de cuatro alturas, sostenidos casi todos por una serie de pilares exentos. Al no haber tabiques que sujetaran un poco, se habían comportado como auténticos muelles, haciendo que los edificios se balanceasen, y ahora muchísimos de ellos estaban muy dañados.
         - Hombre, dese cuenta de cómo está la ciudad -le dijimos-; la policía y los bomberos no dan abasto...
         Al ver que aquel hombre sentía que les habían abandonado, Óscar y yo resolvimos echarle una mano. Viendo que 7RM había mandado equipos suficientes -Alejo, Galiano, Pedro-, le montamos en nuestra furgoneta y le llevamos hasta su barrio. Al vernos llegar, no diré que los vecinos aplaudieron -no estaba el horno para bollos-, pero se sintieron bastante reconfortados. Estaba allí la tele; no se habían olvidado de ellos.
San Fernando; código rojo
         A mediodía empezaron a llegar equipos de arquitectos, aparejadores, ingenieros... provenientes de todas partes de Murcia, y creo que de más lejos todavía. Muchos de ellos se presentaron voluntarios y formaron patrullas encargadas de una labor de titanes: examinar todos los portales de Lorca -he dicho TODOS, en una ciudad con cerca de 90.000 habitantes censados- y pintar con spray unos códigos de color que se iban a hacer tristemente célebres, indicando si se podían habitar o no.
         Si paseas por el centro de Lorca, aún podrás encontrar aquí y allá los círculos de colores que marcaban el destino de las familias.
         El color verde significaba que el edificio no corría peligro de derrumbe; los ocupantes podían volver a habitarlo, aunque en el interior se podían encontrar con los tabiques destrozados, el falso techo caído y los muebles rotos en mil pedazos.
         El color amarillo indicaba que podías entrar en tu edificio, acompañado por personal de emergencias -Protección Civil, Bomberos- y permanecer unos minutos recogiendo tus pertenencias.
         El color rojo indicaba que en ese edificio no se podía entrar ni siquiera para despedirte de tu casa desde el umbral, porque presentaba daños estructurales severísimos.
         Hubo además unos ominosos códigos rojo-rojo y rojo-negro, que te puedes imaginar lo que implicaban para los dueños de los inmuebles. Ni siquiera podías aproximarte al edificio.

San Fernando
         Tras atender a los vecinos de San Fernando me dirigí hacia mi propia casa, en la otra punta de Lorca. Tenía que saber qué color me iban a poner. Seguí a la cuadrilla de técnicos; tuve un instante de enfado cuando me dijeron que no iban a hablar a la cámara -de nuevo esa dualidad entre el ciudadano y el profesional-, pero en aquel caso se impuso una tercera faceta: la víctima. No iba a ser tan estúpido de encararme a la gente que se iba a jugar el pescuezo entrando en mi propio hogar.
         Mientras aguardaba, callado, vi que el jefe de la cuadrilla sacaba el spray verde y dibujaba un círculo -que aún se aprecia- en el suelo del garaje. Luego descubrimos que había un pilar dañado, aparte del falso techo y el ascensor, pero aquel edificio se podía habitar. Fue entonces cuando me identifiqué como afectado y les di las gracias.
         Aquella misma noche pude dormir en mi cama; un privilegio que miles de lorquinos aún no han conseguido, dos años y medio después de los seísmos. Me despedí por teléfono de mi mujer y mis hijos, me acosté... y a las once y media de la noche sonó el móvil.
         - ¿Es usted Antonio, el periodista? -escuché, mientras trataba de despertarme del todo-. Mire, le llamo de Mazarrón... soy Paco; me entrevistó usted el año pasado. Resulta que mañana a mediodía vamos a hacerle un homenaje a un amigo mío, que lo ha matado un borracho que iba en coche. Me he acordado de usted, y he pensado: Ojalá viniera la prensa.

San Fernando; ninguno de sus edificios existe ya



[1] En este emplazamiento siguen habitando, a fecha de hoy (noviembre de 2013) cerca de una docena de familias en casas prefabricadas cedidas por la Cruz Roja. Y sin fecha de retorno.



No hay comentarios:

Publicar un comentario