domingo, 10 de noviembre de 2013

Gipuzkoa y los edetanos

         Sin duda tendrás tu propio punto de vista sobre la pertinencia o no de emplear algunos topónimos en sus formas originales, no castellanas. Me estoy refiriendo a las palabras Lleida, Gipuzkoa, Ourense... versiones catalana, vasca y gallega -respectivamente- de las castellanas Lérida, Guipúzcoa y Orense.
         Si trabajas para un medio catalán, sin duda escribiréis invariablemente Catalunya, Lleida y Girona; imagino que los medios de comunicación que se mueven en una sociedad bilingüe tienen normas internas referidas al uso adecuado de los dos idiomas en los que piensa y se comunica su audiencia.
         Pero puede que Galicia, Cataluña, Valencia o el País Vasco sean realidades alejadas de tu trabajo cotidiano, por ejemplo en la televisión andaluza o en una radio de Canarias.
         Si en tu medio de comunicación no se han dictado normas en contra, mi consejo profesional es que emplees la forma castellana para informaciones en castellano, siempre que dicha forma esté consolidada.
         El ejemplo que voy a exponer es un tópico: en castellano no decimos London, sino Londres. Los propios catalanes, cuando hacen una información en su idioma, no hablan de Zaragoza -nombre oficial de la capital aragonesa-, sino de Saragossa, que es la traducción a su idioma. Y pasa lo mismo con Cadis, Conca, Osca... que son, respectivamente, Cádiz, Cuenca y Huesca. La propia ciudad de Barcelona tiene un carrer -calle- Guipúscoa, y no carrer Gipuzkoa.
         El establecimiento de los topónimos gallegos, vascos y catalanes como únicas denominaciones oficiales de ciertas provincias y ciudades es una medida legal, fruto de diferentes leyes a partir de la Transición; una decisión política sobre la que no me corresponde hablar en este libro.
         Ahora bien: un periódico o una televisión no hacen un uso oficial del idioma, porque no son la Administración. Aquí no debemos hablar de leyes, sino de normas lingüísticas; y una de ellas indica que siempre que una palabra tenga una traducción al castellano, debemos utilizarla con preferencia a su término originario. Por eso escribimos Londres, La Haya y Moscú, en vez de London, Den Haag y Moskvá, que son sus respectivos nombres oficiales.
         Éste es el criterio que yo trato de utilizar. Yo hablo de manera indistinta el castellano y el valenciano, de manera cuando que escribo en catalán pongo Espanya y cuando escribo en castellano pongo Cataluña. No es un agravio, no es una falta de respeto: es que no puedes mezclar las churras con las merinas.   Claro que en la aplicación de mi norma me encuentro con dos obstáculos:
         1. Los nombres propios no se traducen. No diríamos Jorge Pujol, José Manuel Beiras, Ignacio Gabilondo. Y es que tampoco decimos Jorge Clooney -por George- o Nicolasa Kidman -por Nicole-.
         Pienso que aquí impera el uso social. En los libros de los años sesenta o setenta te habrás encontrado con Adolfo Hitler o José Stalin; incluso con Guillermo Shakespeare o María Curie. En tiempos de nuestros abuelos se traducían por sistema los nombres de persona, pero ahora no suele hacerse.
         2. Sólo se traducen los topónimos consolidados. Decimos Lérida, pero no diríamos San Quirico de Besora para referirnos al pueblo barcelonés de Sant Quirze de Besora, Villanueva de Arosa para Vilanova de Arousa, o Castillo Nuevo para la ciudad inglesa de Newcastle.[1]
         Pienso que la globalización, y por tanto el aumento de la influencia de la cultura anglosajona, ha producido entre nosotros una normalización de la presencia de los términos en inglés.
         En tiempos de nuestros padres, los títulos de las películas de Hollywood se adaptaban al español; de ahí traducciones tan extravagantes como Con la muerte en los talones (North by Northwest), La leyenda de la ciudad sin nombre (Paint your wagon)... o La fiera de mi niña (Bringing up Baby, con Katharine Hepburn y Cary Grant, que tras la traducción se confunde muchas veces con My fair lady, con Audrey Hepburn haciendo de florista a la que Rex Harrison enseña a hablar bien).
         Hoy muchas películas nos llegan con el título en inglés y lo asimilamos perfectamente sin necesidad de traducción. Seven, Toy Story, Demolition Man... son títulos que no habrían pasado la criba de nuestros abuelos, pero que hoy en día nos resultan completamente familiares.
         Pienso que los topónimos castellanizados son una excepción nacida en otros tiempos en los que los idiomas eran compartimentos estancos; que hoy en día nuestra capacidad de admitir palabras inmigrantes es mucho mayor a la de hace algunos años; y que posiblemente Lérida, Orense, Vizcaya y Gerona acaben decayendo, igual que en tiempos de Lope de Vega llamaban Mastrique a la ciudad -entonces española, hoy holandesa- que nosotros conocemos como Maastricht.
         Pero, en decadencia o no, el hecho es que son palabras de uso común que como periodistas debemos preferir antes que sus equivalentes en otros idiomas; a menos que nuestro medio de comunicación tenga unas normas propias que marquen otra pauta.

         Ya que estamos hablando de gentilicios, quiero darte algún consejo acerca de ciertas formas cultas. Sabes perfectamente que hay gentilicios que son difíciles de vincular a sus ciudades respectivas. Un madrileño es alguien de Madrid; un alicantino, alguien de Alicante... pero un ilicitano o un edetano... eso a bote pronto es difícil de saber.
         A lo largo de mi vida profesional he tenido que hablar de edetanos (Llíria, en la provincia de Valencia), ilicitanos (Elche, en la de Alicante) y, más recientemente, de ilorcitanos (Lorquí, en la provincia de Murcia). Tú tendrás tus propias realidades cotidianas.
         Pienso que no debes renunciar a las formas cultas -últimamente se ha puesto de moda llamarles elcheros a los de Elche-, porque como periodista debes emplear un lenguaje culto; pero que debes compaginar esa pureza con la legibilidad del texto. Debes tener en cuenta que un madrileño no tiene por qué saber de dónde son los ilicitanos; y que uno de Elche no tiene por qué saber quiénes son los complutenses.
         A mi juicio, los gentilicios que provocan confusión con respecto a la ciudad a la que representan deben utilizarse, como sinónimo, una vez que al espectador le haya quedado claro de qué ciudad estamos hablando.

         Esta mañana cientos de vecinos de la localidad cordobesa de Cabra han salido a la calle a paralizar la construcción de un cementerio nuclear. Los egabrenses afirman que estas instalaciones son perjudiciales para la salud...

.        - ¿Los qué, ha dicho?
         - Los egabrenses. Los de Cabra.
         - ¡Ah, pijo!
        
         Las personas no somos tontas. Puede que jamás hayamos oído la palabra egabrense, pero si acabamos de oír que la noticia habla de Cabra, somos capaces de atar cabos instantáneamente. Y tú, como periodista, además de darles una información les has transmitido una palabra que hasta este momento no conocían.
         Pero, insisto: la primera vez usa un término que pueda entender todo el mundo. En Lorquí han hecho esto. Los de Llíria se quejan de esto otro. Y luego, el término culto.


[1] En realidad se llama Newcastle-upon-Tyne, Castillo Nuevo sobre el (río) Tyne.

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