Sin
duda tendrás tu propio punto de vista sobre la pertinencia o no de emplear
algunos topónimos en sus formas originales, no castellanas. Me estoy refiriendo
a las palabras Lleida, Gipuzkoa, Ourense... versiones catalana, vasca y gallega
-respectivamente- de las castellanas Lérida, Guipúzcoa y Orense.
Si
trabajas para un medio catalán, sin duda escribiréis invariablemente Catalunya, Lleida y Girona; imagino que
los medios de comunicación que se mueven en una sociedad bilingüe tienen normas
internas referidas al uso adecuado de los dos idiomas en los que piensa y se
comunica su audiencia.
Pero
puede que Galicia, Cataluña, Valencia o el País Vasco sean realidades alejadas
de tu trabajo cotidiano, por ejemplo en la televisión andaluza o en una radio
de Canarias.
Si en tu medio de
comunicación no se han dictado normas en contra, mi consejo profesional es que
emplees la forma castellana para informaciones en castellano, siempre que dicha forma esté consolidada.
El
ejemplo que voy a exponer es un tópico: en castellano no decimos London, sino Londres. Los propios catalanes, cuando hacen una información en su
idioma, no hablan de Zaragoza -nombre
oficial de la capital aragonesa-, sino de Saragossa,
que es la traducción a su idioma. Y pasa lo mismo con Cadis, Conca, Osca... que son, respectivamente, Cádiz,
Cuenca y Huesca. La propia ciudad de Barcelona tiene un carrer -calle- Guipúscoa,
y no carrer Gipuzkoa.
El
establecimiento de los topónimos gallegos, vascos y catalanes como únicas
denominaciones oficiales de ciertas provincias y ciudades es una medida legal,
fruto de diferentes leyes a partir de la Transición; una decisión política
sobre la que no me corresponde hablar en este libro.
Ahora
bien: un periódico o una televisión no hacen un uso oficial del idioma, porque
no son la Administración. Aquí no debemos hablar de leyes, sino de normas
lingüísticas; y una de ellas indica que siempre que una palabra tenga una
traducción al castellano, debemos utilizarla con preferencia a su término
originario. Por eso escribimos Londres, La Haya y Moscú, en vez de London, Den
Haag y Moskvá, que son sus respectivos nombres oficiales.
Éste
es el criterio que yo trato de utilizar. Yo hablo de manera indistinta el
castellano y el valenciano, de manera cuando que escribo en catalán pongo Espanya y cuando escribo en castellano
pongo Cataluña. No es un agravio, no
es una falta de respeto: es que no puedes mezclar las churras con las merinas. Claro que en la aplicación de mi norma me
encuentro con dos obstáculos:
1.
Los nombres propios no se traducen.
No diríamos Jorge Pujol, José Manuel Beiras, Ignacio Gabilondo. Y es que tampoco decimos Jorge Clooney -por George-
o Nicolasa Kidman -por Nicole-.
Pienso
que aquí impera el uso social. En los libros de los años sesenta o setenta te
habrás encontrado con Adolfo Hitler o José Stalin; incluso con Guillermo
Shakespeare o María Curie. En tiempos de nuestros abuelos se traducían por
sistema los nombres de persona, pero ahora no suele hacerse.
2.
Sólo se traducen los topónimos
consolidados. Decimos Lérida,
pero no diríamos San Quirico de Besora
para referirnos al pueblo barcelonés de Sant Quirze de Besora, Villanueva de Arosa para Vilanova de
Arousa, o Castillo Nuevo para la
ciudad inglesa de Newcastle.[1]
Pienso
que la globalización, y por tanto el aumento de la influencia de la cultura
anglosajona, ha producido entre nosotros una normalización de la presencia de
los términos en inglés.
En
tiempos de nuestros padres, los títulos de las películas de Hollywood se
adaptaban al español; de ahí traducciones
tan extravagantes como Con la muerte en
los talones (North by Northwest),
La leyenda de la ciudad sin nombre (Paint your wagon)... o La fiera de mi niña (Bringing up Baby, con Katharine Hepburn y
Cary Grant, que tras la traducción se confunde muchas veces con My fair lady, con Audrey Hepburn haciendo
de florista a la que Rex Harrison enseña a hablar bien).
Hoy
muchas películas nos llegan con el título en inglés y lo asimilamos
perfectamente sin necesidad de traducción. Seven,
Toy Story, Demolition Man... son títulos que no habrían pasado la criba de
nuestros abuelos, pero que hoy en día nos resultan completamente familiares.
Pienso
que los topónimos castellanizados son una excepción nacida en otros tiempos en
los que los idiomas eran compartimentos estancos; que hoy en día nuestra
capacidad de admitir palabras inmigrantes es mucho mayor a la de hace algunos
años; y que posiblemente Lérida, Orense, Vizcaya y Gerona acaben decayendo, igual que en tiempos de Lope de Vega
llamaban Mastrique a la ciudad
-entonces española, hoy holandesa- que nosotros conocemos como Maastricht.
Pero,
en decadencia o no, el hecho es que son palabras de uso común que como
periodistas debemos preferir antes que sus equivalentes en otros idiomas; a
menos que nuestro medio de comunicación tenga unas normas propias que marquen
otra pauta.
Ya
que estamos hablando de gentilicios, quiero darte algún consejo acerca de ciertas
formas cultas. Sabes perfectamente que hay gentilicios que son difíciles de
vincular a sus ciudades respectivas. Un madrileño es alguien de Madrid; un
alicantino, alguien de Alicante... pero un ilicitano o un edetano... eso a bote
pronto es difícil de saber.
A
lo largo de mi vida profesional he tenido que hablar de edetanos (Llíria, en la
provincia de Valencia), ilicitanos (Elche, en la de Alicante) y, más
recientemente, de ilorcitanos (Lorquí, en la provincia de Murcia). Tú tendrás
tus propias realidades cotidianas.
Pienso
que no debes renunciar a las formas cultas -últimamente se ha puesto de moda
llamarles elcheros a los de Elche-,
porque como periodista debes emplear un lenguaje culto; pero que debes
compaginar esa pureza con la legibilidad del texto. Debes tener en cuenta que
un madrileño no tiene por qué saber de dónde son los ilicitanos; y que uno de
Elche no tiene por qué saber quiénes son los complutenses.
A
mi juicio, los gentilicios que provocan confusión con respecto a la ciudad a la
que representan deben utilizarse, como sinónimo, una vez que al espectador le
haya quedado claro de qué ciudad estamos hablando.
Esta mañana cientos de vecinos de la
localidad cordobesa de Cabra han
salido a la calle a paralizar la construcción de un cementerio nuclear. Los egabrenses afirman que estas instalaciones
son perjudiciales para la salud...
. -
¿Los qué, ha dicho?
-
Los egabrenses. Los de Cabra.
-
¡Ah, pijo!
Las
personas no somos tontas. Puede que jamás hayamos oído la palabra egabrense, pero si acabamos de oír que la
noticia habla de Cabra, somos capaces de atar cabos instantáneamente. Y tú,
como periodista, además de darles una información les has transmitido una
palabra que hasta este momento no conocían.
Pero, insisto: la primera vez usa un término que pueda entender todo el mundo. En Lorquí han hecho esto. Los de Llíria se quejan de esto otro. Y luego, el término culto.
Pero, insisto: la primera vez usa un término que pueda entender todo el mundo. En Lorquí han hecho esto. Los de Llíria se quejan de esto otro. Y luego, el término culto.
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