viernes, 15 de agosto de 2014

El Algarrobico: economía vs. ecología

         Por cuestiones profesionales, esta semana me he tenido que desplazar hasta el hotel El Algarrobico: esa estructura con forma de pirámide, erigida junto a una montaña de Almería, en pleno paraje natural del cabo de Gata y a menos de veinte metros del mar.
         El Algarrobico es un ejemplo de los tiempos en que la costa española fue arrasada en nombre del turismo de masas. Aquí no cabe diferenciar entre dictadura y democracia, ni entre UCD, PSOE y PP. De pronto aparecía un espabilado y te ofrecía un buen puñado de duros por aquellos campos pegados a la playa, en los que no podías cultivar gran cosa porque la tierra y el aire estaban demasiado saturados de sal. De la noche a la mañana se arrasaba con los cultivos, los pinares, las dunas, se cegaban las acequias, las pistas rurales se convertían en calles asfaltadas, y las grúas empezaban a subir piso tras piso, superando las cuatro, las diez, en ocasiones las veinte plantas. Las excavadoras y las hormigoneras provocaban auténticos atascos a la hora de acceder cada cual a su obra, mientras los pocos vecinos de toda la vida acababan vendiendo o se resignaban a que sus pequeñas casitas se quedasen rodeadas de pantallas de hormigón.
         Luego llegaba el turismo de masas, el que soportaba cualquier cosa durante dos, tres, cuatro semanas. El paisaje les importaba tres pepinos: ellos venían en busca de sol, playa y chiringuitos. Y luego regresaban a sus pueblos del interior, para pasarse el resto del año disfrutando de sus paisajes, sus bosques, sus edificios típicos.
         Uno puede pasarse una semana en una pensión fea y sórdida, sabiendo que el resto del año cuentas con tu propia casa, acogedora y bonita.
         Benidorm, la playa de San Juan, Torrevieja, Mojácar, el Mar Menor... toda la costa levantina se fue convertiendo en una inmensa pensión despersonalizada, fea e incómoda para sus residentes habituales, los que tienen que bregar todo el año con los rascacielos de hormigón, los chiringuitos ruidosos y los atascos a pie de playa.
         A las afueras de Carboneras, en Almería, una constructora aprovechó un recodo de la costa, tan agreste que hoy en día ni siquiera tiene cobertura de móvil, para construir un gigantesco hotel de una veintena de plantas y más de cuatrocientas habitaciones. El Algarrobico se convirtió en un símbolo de la ordinariez humana, de la especulación de quienes luego viven en urbanizaciones superprivadas y rodeadas de bosques que no se les ocurre tocar porque ellos sí saben apreciar el valor de un buen paisaje al otro lado de la ventana.



         En 2003, una constructora llamada Azata del Sol obtuvo la licencia municipal para construir su megahotel. De inmediato hubo protestas ante la agresión medioambiental y paisajística. En 2006, un juez ordenó paralizar las obras, y en 2008 el juzgado de Almería decretó que la licencia de obras debía ser revisada, ya que el hotel estaba construido en Dominio Público Marítimo Terrestre y ocupaba un suelo no urbanizable estaba especialmente protegido, al formar parte del paraje natural de Níjar-Cabo de Gata.
         En una de sus acciones de protesta, la organización ecologista Greenpeace accedió a la fachada del hotel y pintó grandes letreros, diciendo que el hotel era ilegal. A mediados del pasado mes de mayo, los propios vecinos de Carboneras entraron en el hotel, taparon la I de ILEGAL e hicieron sus propias pintadas reclamando la reapertura del hotel y tildando a los de Greenpeace de mafiosos.  

Pintadas a favor y en contra de la demolición

         En las últimas semanas, los acontecimientos se han precipitado: el 29 de julio, el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía sentenció que la licencia de obras era acorde a derecho, por lo que el hotel podía seguir adelante.
         Estamos acostumbrados a que la Justicia tarde años y años, lo que me parece una vergüenza. En este caso, este retraso de once años ha perjudicado a todo el mundo: los constructores del hotel han tenido todo este tiempo la obra cerrada, dejando de ganar dinero; pero es que además el edificio está construido casi al 95%, por lo que se ha pasado diez años tocándole la moral a quienes se quejaban de la agresión paisajística.
         La Junta de Andalucía anunció en su día que se planteaba ejercer el derecho de retracto: esto es, que se iba a quedar los terrenos en los que se asienta el hotel, pagando por ellos una cantidad próxima a los 2'3 millones de euros. Al conocer la sentencia del TSJA ha vuelto a anunciar que va a ejercer este derecho, por lo que el hotel pasaría a ser de propiedad pública, aunque la intención desde luego no es terminarlo y abrirlo sino tirarlo.
         Los vecinos de Carboneras se han movilizado para pedirle a la Junta que no ejerza el derecho de retracto; es decir, que permita que los terrenos sigan siendo propiedad de la constructora para que ésta, con su licencia legal en la mano, termine lo poco que queda. Dicen que la construcción del hotel, y su puesta en marcha, generará muchos empleos directos; y que, además, las 400 habitaciones de hotel, en un lugar tan privilegiado, provocarán un flujo constante de huéspedes, lo que repercutirá en el comercio local. Por eso, hace un par de días un centenar de vecinos se concentraron delante del polémico hotel, pidiendo en esta ocasión que no lo echasen abajo.
         En el caso de El Algarrobico, se ha producido un dilema entre economía y ecología; el hotel afea la zona –esto es incontestable–, pero las costas vírgenes no dan dinero... y pienso que es aquí donde se equivocan. Hay zonas del litoral mediterráneo en las que sólo un tsunami podría salvar la situación. No hay forma humana de recuperar la huerta de la ciudad de Alicante –la hubo, y fértil, hasta los años setenta–, o de que la barra del Mar Menor, única en todo el mundo, vuelva a ser una franja de dunas y no un paseo marítimo. Pero en el caso de estos rincones, quizás aún se pueda compaginar el hacer caja –algo a lo que todos tenemos derecho– con el respeto al medio ambiente.
         Como os decía, esta semana he estado grabando junto al Algarrobico; pude disfrutar de unos kilómetros de calas vírgenes, entre montes secos pero con algún que otro bosque. Para volver a Lorca tuve que pasar por Mojácar, el municipio que linda con Carboneras, y ahí me encontré de primera mano con el agobio del turismo zafio. Kilómetros de coches en caravana, sin poder pasar de segunda. A un lado, una franja de coches aparcados en plena arena, muchos de ellos de cualquier manera; al otro, una franja ininterrumpida de chiringuitos, sucursales bancarias, inmobiliarias, restaurantes, hoteles y heladerías cada uno con su propio estilo, aunque con el denominador común del consumo rápido, inmediato, apresurado.
         Entre una y otra acera, innumerables turistas acarreando sombrillas, neveritas y flotadores, satisfechos por haber pasado el día con la mente en blanco, jugando a las palas, tostándose al sol o flotando en el agua, con la perspectiva de la cena rápida –el fránkfurt o la porción de pizza, o las latas compradas en el Mercadona–. Luego el paseíto por las calles abarrotadas, la cervecita o el heladito después de media hora de cola, acostarse a las dos de la mañana envueltos en sudor, ignorando el ruido de los coches o la música de los pubs...
         El modelo de asfaltar hasta la tercera ola de la playa se ha quedado relegado a un determinado tipo de turista. Gente que, para empezar, no iría jamás a bañarse a la cala del Algarrobico porque no tiene cobertura de móvil, y por lo tanto no hay whatsapp y no se pueden mandar selfies a tiempo real. Pero, precisamente por eso, estas zonas pueden acoger otro tipo de turista, con otros gustos, y que pagaría un poco más a cambio de no sufrir las incomodidades de la playa abarrotada y el trozo de pizza servido en un cartón.



         Las zonas como Carboneras tienen un auténtico paraíso al alcance de la mano. Itinerarios ecológicos, bosque mediterráneo, rincones verdaderamente típicos... el silencio, la tranquilidad, la soledad, los paisajes vírgenes, las playas sin soniquetes de móvil, coches a pie de playa y olor a bronceador...

         Creo que, más que agarrarse como un clavo ardiendo a un hotel feo e intruso –diga lo que diga la sentencia judicial–, los vecinos de esta zona, de este tipo de zonas, deberían apostar por una economía que no sacrificase la ecología. Claro que para eso necesitarían el apoyo de sus gobernantes. Los cuales muchas veces han seducido a los votantes vendiéndoles los rascacielos como la única manera de progresar.


1 comentario: