Por
cuestiones profesionales, esta semana me he tenido que desplazar hasta el hotel
El Algarrobico: esa estructura con
forma de pirámide, erigida junto a una montaña de Almería, en pleno paraje
natural del cabo de Gata y a menos de veinte metros del mar.
El
Algarrobico es un ejemplo de los tiempos en que la costa española fue arrasada
en nombre del turismo de masas. Aquí no cabe diferenciar entre dictadura y
democracia, ni entre UCD, PSOE y PP. De
pronto aparecía un espabilado y te ofrecía un buen puñado de duros por aquellos
campos pegados a la playa, en los que no podías cultivar gran cosa porque
la tierra y el aire estaban demasiado saturados de sal. De la noche a la mañana
se arrasaba con los cultivos, los pinares, las dunas, se cegaban las acequias,
las pistas rurales se convertían en calles asfaltadas, y las grúas empezaban a
subir piso tras piso, superando las cuatro, las diez, en ocasiones las veinte
plantas. Las excavadoras y las hormigoneras provocaban auténticos atascos a la
hora de acceder cada cual a su obra, mientras los pocos vecinos de toda la vida
acababan vendiendo o se resignaban a que sus pequeñas casitas se quedasen rodeadas
de pantallas de hormigón.
Luego
llegaba el turismo de masas, el que soportaba cualquier cosa durante dos, tres,
cuatro semanas. El paisaje les importaba tres pepinos: ellos venían en busca de
sol, playa y chiringuitos. Y luego regresaban a sus pueblos del interior, para
pasarse el resto del año disfrutando de sus paisajes, sus bosques, sus
edificios típicos.
Uno puede pasarse una
semana en una pensión fea y sórdida, sabiendo que el resto del año cuentas con
tu propia casa, acogedora y bonita.
Benidorm,
la playa de San Juan, Torrevieja, Mojácar, el Mar Menor... toda la costa levantina se fue convertiendo en una inmensa pensión despersonalizada,
fea e incómoda para sus residentes habituales, los que tienen que bregar
todo el año con los rascacielos de hormigón, los chiringuitos ruidosos y los
atascos a pie de playa.
A
las afueras de Carboneras, en
Almería, una constructora aprovechó un recodo de la costa, tan agreste que hoy
en día ni siquiera tiene cobertura de móvil, para construir un gigantesco hotel
de una veintena de plantas y más de cuatrocientas habitaciones. El Algarrobico
se convirtió en un símbolo de la ordinariez humana, de la especulación de
quienes luego viven en urbanizaciones superprivadas y rodeadas de bosques que
no se les ocurre tocar porque ellos sí saben apreciar el valor de un buen paisaje al otro lado de la ventana.
En
2003, una constructora llamada Azata del
Sol obtuvo la licencia municipal para construir su megahotel. De inmediato
hubo protestas ante la agresión medioambiental y paisajística. En 2006, un juez ordenó paralizar las obras, y
en 2008 el juzgado de Almería decretó que la licencia de obras debía ser
revisada, ya que el hotel estaba construido en Dominio Público Marítimo Terrestre y ocupaba un suelo no
urbanizable estaba especialmente protegido, al formar parte del paraje natural
de Níjar-Cabo de Gata.
En
una de sus acciones de protesta, la organización ecologista Greenpeace accedió a la fachada del
hotel y pintó grandes letreros, diciendo que el hotel era ilegal. A mediados
del pasado mes de mayo, los propios vecinos de Carboneras entraron en el hotel,
taparon la I de ILEGAL e hicieron sus propias pintadas reclamando la reapertura
del hotel y tildando a los de Greenpeace de mafiosos.
Pintadas a favor y en contra de la demolición |
En
las últimas semanas, los acontecimientos se han precipitado: el 29 de julio, el
Tribunal Superior de Justicia de
Andalucía sentenció que la licencia de obras era acorde a derecho, por lo
que el hotel podía seguir adelante.
Estamos
acostumbrados a que la Justicia tarde años y años, lo que me parece una
vergüenza. En este caso, este retraso de
once años ha perjudicado a todo el mundo: los constructores del hotel han
tenido todo este tiempo la obra cerrada, dejando de ganar dinero; pero es que además
el edificio está construido casi al 95%, por lo que se ha pasado diez años tocándole
la moral a quienes se quejaban de la agresión paisajística.
La
Junta de Andalucía anunció en su día que se planteaba ejercer el derecho de retracto: esto es, que se
iba a quedar los terrenos en los que se asienta el hotel, pagando por ellos una
cantidad próxima a los 2'3 millones de euros. Al conocer la sentencia del TSJA
ha vuelto a anunciar que va a ejercer este derecho, por lo que el hotel pasaría
a ser de propiedad pública, aunque la intención desde luego no es terminarlo y
abrirlo sino tirarlo.
Los vecinos de Carboneras se han movilizado
para pedirle a la Junta que no ejerza el derecho de retracto; es decir, que
permita que los terrenos sigan siendo propiedad de la constructora para que
ésta, con su licencia legal en la mano, termine lo poco que queda. Dicen que la
construcción del hotel, y su puesta en marcha, generará muchos empleos
directos; y que, además, las 400 habitaciones de hotel, en un lugar tan
privilegiado, provocarán un flujo constante de huéspedes, lo que repercutirá en
el comercio local. Por eso, hace un par de días un centenar de vecinos se concentraron
delante del polémico hotel, pidiendo en esta ocasión que no lo echasen abajo.
En
el caso de El Algarrobico, se ha producido un
dilema entre economía y ecología; el hotel afea la zona –esto es
incontestable–, pero las costas vírgenes no dan dinero... y pienso que es aquí
donde se equivocan. Hay zonas del litoral mediterráneo en las que sólo un
tsunami podría salvar la situación. No hay forma humana de recuperar la huerta
de la ciudad de Alicante –la hubo, y fértil, hasta los años setenta–, o de que
la barra del Mar Menor, única en todo el mundo, vuelva a ser una franja de
dunas y no un paseo marítimo. Pero en el caso de estos rincones, quizás aún se pueda
compaginar el hacer caja –algo a lo que todos tenemos derecho– con el respeto
al medio ambiente.
Como
os decía, esta semana he estado grabando junto al Algarrobico; pude disfrutar
de unos kilómetros de calas vírgenes, entre montes secos pero con algún que
otro bosque. Para volver a Lorca tuve que pasar por Mojácar, el municipio que linda con Carboneras, y ahí me encontré
de primera mano con el agobio del
turismo zafio. Kilómetros de coches en caravana, sin poder pasar de
segunda. A un lado, una franja de coches aparcados en plena arena, muchos de
ellos de cualquier manera; al otro, una franja ininterrumpida de chiringuitos,
sucursales bancarias, inmobiliarias, restaurantes, hoteles y heladerías cada
uno con su propio estilo, aunque con el denominador común del consumo rápido,
inmediato, apresurado.
Entre
una y otra acera, innumerables turistas acarreando sombrillas, neveritas y
flotadores, satisfechos por haber pasado el día con la mente en blanco, jugando
a las palas, tostándose al sol o flotando en el agua, con la perspectiva de la
cena rápida –el fránkfurt o la
porción de pizza, o las latas compradas en el Mercadona–. Luego el paseíto por
las calles abarrotadas, la cervecita o el heladito después de media hora de
cola, acostarse a las dos de la mañana envueltos en sudor, ignorando el ruido
de los coches o la música de los pubs...
El modelo de asfaltar hasta la tercera ola
de la playa se ha quedado relegado a un determinado tipo de turista. Gente
que, para empezar, no iría jamás a bañarse a la cala del Algarrobico porque no
tiene cobertura de móvil, y por lo tanto no hay whatsapp y no se pueden mandar selfies
a tiempo real. Pero, precisamente por eso, estas zonas pueden acoger otro tipo
de turista, con otros gustos, y que pagaría un poco más a cambio de no sufrir las
incomodidades de la playa abarrotada y el trozo de pizza servido en un cartón.
Las zonas como Carboneras tienen un
auténtico paraíso al alcance de la mano. Itinerarios ecológicos, bosque
mediterráneo, rincones verdaderamente típicos... el silencio, la tranquilidad,
la soledad, los paisajes vírgenes, las playas sin soniquetes de móvil, coches a
pie de playa y olor a bronceador...
Creo
que, más que agarrarse como un clavo ardiendo a un hotel feo e intruso –diga lo
que diga la sentencia judicial–, los vecinos de esta zona, de este tipo de
zonas, deberían apostar por una economía que no sacrificase la ecología. Claro
que para eso necesitarían el apoyo de sus gobernantes. Los cuales muchas veces han seducido a los votantes vendiéndoles
los rascacielos como la única manera de progresar.
Grandeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee
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