A finales de 1973, Francisco Franco
Bahamonde es un anciano militar de 81 años de edad que ha visto demasiadas
cosas y ha hecho matar a demasiada gente. Prácticamente no queda en pie ninguno
de sus amigos, ni de sus enemigos. José Antonio Primo de Rivera, ese joven
exaltado que le hizo sombra con su Falange paramilitar, lleva muerto 35 años;
los últimos de ellos, enterrado en el gigantesco mausoleo del Valle de los
Caídos en el que reposará el mismo Franco, tan lejos del cementerio ferrolano
de Catabois en el que le habría correspondido acabar. Sanjurjo y Mola también
quedaron muy atrás, sin conocer el Franquismo pero haciéndolo posible; dos
generales de estampa joven, aguerrida, tan diferente de la sombra pequeña,
cargada de hombros y acorralada por el Párkinson del Generalísimo de
magistratura vitalicia.
Mientras pasea silencioso por los
pasillos del palacio de El Pardo, Franco endurece su expresión y aprieta los
dientes pensando en sus enemigos que se le escaparon, a los que no pudo poner
ante el pelotón de fusilamiento como hiciera con tantos otros. Alcalá-Zamora,
aquel señorito cordobés, desdeñoso, traidor al rey Alfonso XIII del que fue
ministro... y, sobre todo, Azaña. Al Caudillo no le consuela la imagen del
enfermo agonizante y solo, acosado por la Gestapo de su antiguo aliado, Adolf
Hitler. Le habría gustado arrastrarlo por las calles de Madrid o meterlo en una
jaula del zoo durante varios años. Sólo así -reflexiona el anciano dictador- se
habría dado algo de satisfacción a la casta militar, a sus militares, sus compañeros de armas, castigados y ofendidos por
aquel escritor de tres al cuarto, masón vergonzante, que tuvo la osadía de
reformar al Ejército y ponerlo a la libre disposición de los paisanos; ¡como si
ahora los perros guardianes se fueran a dejar dominar por las ovejas!
Azaña y Franco |
El general siente un escalofrío
repentino; que no llega a ser miedo, porque ése es un sentimiento que el
Caudillo desconoce, al igual que la lujuria o la piedad. De pronto siente una
desazón extraña, una inquietud. Quizás su vida se ha prolongado demasiado. Ahí
está, gorra de plato, guerrera caqui, la tan ansiada Cruz Laureada en la
solapa... esas botas militares que aprietan con cierta fuerza sus pies de
anciano atacado por la flebitis. Quizás ha llegado más lejos de lo que le
habría correspondido por ley de vida, por las exigencias de aquella vida dura
con la que, en el fondo, siempre ha tratado de darle en el morro a aquel papá
frívolo, despreciador de su esposa beata y su hijo enclenque y de voz de
falsete...
Su hermano Ramón, el aviador de cabeza
hueca, se fue hace treinta y cinco años; también quedó muy atrás, en los
tiempos de la penicilina y las radios de galena, aquel monarca campechano que
apadrinó su boda con Carmen -su nieto Juanito, silencioso y alicaído, no tiene
nada que ver con aquel español vocinglero y castizo, borbónico a la manera de
Fernando VII y de aquella fresca de doña Isabel-. Aquel borracho de Queipo de
Llano, pariente y compinche de Alcalá-Zamora, que se creía el Rey de Andalucía
y trató de disputarle -¡a él!- el poder, purgó su chulería relegado en Italia y
regresó a tiempo para morir en Sevilla y ser sepultado en la Macarena. También
se fueron -¡y con pocos meses de distancia!- los leales de verdad: José
Millán-Astray, a quien la Muerte no se atrevió a llevarse de golpe y lo fue
haciendo cacho a cacho, como a traición; Juan Yagüe, Enrique Varela... ¡y Pablo
Martín Alonso! El Caudillo suspira al recordar a su amigo y paisano, muerto
siendo ministro como consecuencia de una operación médica de poca monta.
También se fue Muñoz Grandes, el héroe de la División Azul... ¡¡de quien la
gente decía que él, el Generalísimo Franco, le tenía miedo!!
Millán-Astray y Franco; Queipo de Llano, en trance; Muñoz Grandes con Hitler |
De todos sus amigos de la infancia sólo
le quedan Pedrolo Nieto Antúnez y Camilo Alonso Vega... No; Camilo no -deniega
el viejo, meneando con fuerza la cabeza-, Camilo se fue al Cielo hace un par de
años. Al Cielo o al Walhalla; allá donde terminen los viejos espadones
salvapatrias. Al Caudillo no le molestaría irse al Cielo de los Guerreros, a
hacerle el relevo a Narváez, a Primo de Rivera, al Gran Capitán... ¡a lo mejor
tenía la fortuna de encontrarse allí con Riego, o con ese chaquetero de
Serrano, para hacerles fusilar!
El Caudillo apoya la frente contra la
ventana de su despacho de El Pardo, contemplando distraído el relevo de la
guardia. De todos los amigos y enemigos que formaron su universo particular,
cuando era el general más joven y ambicioso de Europa, sólo le quedan tres o
cuatro sombras incordiantes. Don Juan, ¡cómo no!, aquel Borbón arrogante y tan
mal aconsejado por los liberales, que no pudo reinar porque lo último que
habría hecho Franco en la vida habría sido entregarle el poder, cuadrarse ante
él y quedarse en primer tiempo de saludo esperando órdenes. Aunque, bueno -se
sonríe el anciano dictador, atusándose el bigotillo casi invisible-... él no se
habría cuadrado ni ante don Juan de Borbón, ni ante el mismísimo Felipe II si
hubiera salido de su sepulcro de El Escorial a pedirle que resignase el mando.
Cuando a uno le entregan el mando, es para siempre; no se puede rendir la
posición, máxime cuando la fortaleza asignada se llama España y está cercada
por los marxistas, los judíos, los masones, los librepensadores y el
contubernio internacional.
Ni siquiera ahora, cuando siente el
frío de la Muerte que le agarra del brazo y le hace perder el pulso -aunque no
por miedo-; ni siquiera ahora se atreve a entregar el poder. ¿Quién sabe? No
quiere acabar colgado boca abajo de una gasolinera de la Campsa, como su
admirado Hitler... ¿o quizás fue Mussolini? La mente le patina de nuevo al
anciano general, superviviente de la guerra contra Abd-el Krim, contra las
hordas de Stalin, contra los ingleses revanchistas, hijos de la Gran Bretaña y
de la puta que les parió...
Serrano Suñer, Franco y Mussolini |
El general repasa por encima su árbol
genealógico. Monchiño murió en el mar, aquel cabeza hueca, en el vuelo del Plus
Ultra... o no, combatiendo contra los rojos. ¿O fue contra nosotros? Le parece
recordar que su hermano quiso ser diputado por la Esquerra catalana, pero es un
pensamiento tan descabellado que no tarda en descartarlo. Su hermano mayor,
Nicolás, se ha hecho de oro en la empresa privada, aprovechando sus contactos;
su cuñado Ramón... ¡ay, Ramón! Franco sonríe nuevamente, con malicia. A Ramón
hubo que sacrificarle por la Patria porque se le veía demasiado la afición por
las águilas nazis, y en aquellos momentos pintaban bastos; mejor dicho, oros.
Oros ingleses y americanos. Ramón sigue con vida; el Caudillo no puede saber
que vivirá más de cien años; que llegará a traspasar la barrera inverosímil del
siglo XXI, y que podrá escribir sus reflexiones, o consultar sus fotos de
batalla con su admirado Hitler y con Himmler, a través de un invento
inconcebible que se llamará Internet.
Ramón Franco |
En su retahíla de recuerdos, el
Caudillo no piensa en su primo y tocayo, el huérfano Francisco Franco, Pacón,
que lleva acompañándole toda la vida como una maleta vieja; una sombra triste y
llena de resentimiento por no haber sido nadie al lado de aquél que durante
casi medio siglo lo fue todo.
Pacón Franco (1º dcha.), siempre un paso por detrás de "Paquito" (El 1º izda., el coronel Moscardó) |
El general Franco se sienta en su
sillón y enciende la lamparita con flecos de su dormitorio, la misma que se
hace llevar a las Cortes cuando le apetece leer algún discurso a sus
procuradores. Aún tiene fuerzas para pensar en lo extremadamente jóvenes que
son sus ministros, de un tiempo a esta parte. ¡Él ya era Jefe del Estado antes
de que muchos de ellos se afeitaran la barbilla por vez primera!
Los años pasan, el Movimiento y la lamparita permanecen |
A punto de adormecerse en su sillón,
Franco levanta la cabeza y enseña los dientes con rabia de animal acorralado y
herido. ¡Ay, estos comunistas! Si no ocurre un milagro, si no tiene la fortuna
de que a alguno de ellos se le ocurra pisar España y le echen el guante a
tiempo los hombres de Arias Navarro, tanto ese asesino de Carrillo como esa
mala puta de la Pasionaria van a tener ocasión de celebrar su muerte con
champán, o con lo que brinden los demonios en el Kremlin! Estos comunistas
llevan años y años oponiéndose a él, tratando de prolongar la guerra con
ridículos anuncios de huelgas y con bazofia vomitada por su Radio Pirenaica. Al
Caudillo se le acelera el pulso, en contra de lo que le han advertido sus
médicos. ¡Sería capaz de devolver la Laureada de San Fernando, si le
garantizasen que en su capilla ardiente su ataúd iba a estar flanqueado por las
cabezas, metidas en sendas picas, de Carrillo, la Pasionaria y ese cabrón de
Alberti, comunista hasta las trancas y amigo de aquel Lorca al que hubo que
matar por maricón! Y en la cuarta esquina... el Caudillo se relame pasando
revista. En la cuarta esquina, quizás la cabeza gorda, de nariz de patata, de
Juan de Borbón.
Alberti y la Pasionaria, en el Congreso |
Entierro de Camacho, por la Puerta de Alcalá |
Finalmente, el viejo siniestro se
duerme; aún ronda su mente un último pensamiento, reconfortante hacia su viejo
subordinado Carrero Blanco, su perro fiel. Con él al frente del timón -al fin y
al cabo, como almirante que es-, el anciano Caudillo puede relajarse un poco y
descansar. Es miércoles, 19 de diciembre de 1973... dentro de poco llegará la
Navidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario