Quiero
compartir con vosotros el fragmento inicial de La guerra de las arañas, saga de relatos que le da nombre a mi
segundo libro de cuentos.
Si
os gusta, podéis encontrarlo en las webs de Amazon y La Casa del Libro... y
hacer un regalo navideño terrorífico.
La guerra de las arañas
Hace
unas décadas, los seres humanos libramos una guerra contra las arañas. Y la
perdimos.
Bueno,
en realidad no eran arañas, esos seres de formas aberrantes, que nos dan tanto
miedo porque parecen llenos de agujas para pinchar y tenazas para morder.
¡Ojalá hubieran sido arañas! Ellas respiran nitrógeno y oxígeno, expulsan CO2.
Haberse dejado dominar por las arañas habría sido una faena para el Homo
Sapiens, pero la Tierra habría seguido respirando, sólo que con menos
autopistas y más telas de araña. Los araknos van más allá; los araknos están
envenenando al planeta entero para convertirlo en una réplica de la bola
apestosa de la que provienen, allá en el fondo de la galaxia, en alguna de esas
estrellas heladas que nos miran impasibles en las noches frías.
Claro
que no nos derrotaron sin lucha, aunque, como siempre, nuestro peor enemigo
fuimos nosotros mismos. Los propios animales se pusieron de parte nuestra: de
parte del planeta Tierra. Los pájaros empezaron muy pronto a atacar a los
araknos en vuelos suicidas; especies nocturnas como el búho les profesaron un
odio especial hasta que fueron prácticamente exterminados. Y también las
víboras, quizás celosas de que aquellos seres de dos patas, dos tentáculos y
dos brazos les quitasen su primacía entre los enemigos del Hombre. El Génesis
mandado al cubo de la basura por la aparición de aquellos seres a los que Adán
no se atrevió a poner nombre, a quienes Noé lanzó sus maldiciones mientras el
agua subía por las amuras del Arca, escuchando a sus espaldas los gritos de
odio y de terror de los demás animales enjaulados de dos en dos...
Me
avergüenza decir que sólo los humanos han pactado con los araknos. Los gatos
abandonaron las aldeas tan pronto los primeros marcianos de panza hinchada y
ojos encarnados entraron tambaleándose, precedidos por los alcaldes de las
comunidades que se rindieron. Los perros retrocedieron aullando entre dientes,
las ratas se escabulleron al ver que de aquellos seres orondos y de piel de
cuero no iban a poder aprovechar ni los deshechos.
Hay
enemistad permanente entre los araknos y otros horrores más cotidianos y sin
duda terráqueos, miembros de nuestra dinastía. En las aguas del Pacífico, los
tiburones blancos se lanzan como torpedos contra las naves de exploración
anfibia de los araknos; en la sabana africana, los leones y las hienas hacen
huir a los destacamentos marcianos hasta las trampas excavadas por los
guerreros bemba y los masái, mientras los buitres cargan en barrena y los
francotiradores de la Resistencia apuntan al sitio más débil: la escafandra
natural que transforma nuestro aire en esa mezcla de gases que llenan los
pulmones de los araknos. Se sabe que los enjambres de avispas se lanzan en
tromba sobre ellos, quizás provocadas por los efluvios venenosos que secretan,
aunque no consiguen perforar su piel de cetáceo. Las cucarachas se muestran
indiferentes, al igual que las arañas de verdad.
(...)
Todo esto que les estoy contando
son conocimientos básicos, es parte del temario de Neobiología que estudian los
niños de ocho años en las escuelas de los pueblos sometidos. La agresividad, la
inteligencia, la capacidad de actuar de manera coordinada, la tasa elevadísima
de reproducción, e incluso los cambios fundamentales que introducían en los
ecosistemas, esto es, en el aire y el agua de la Tierra, son cosas que ya se
conocían en 2021, poco más de un año después del primer contacto entre
civilizaciones. Así y todo, nuestros científicos, alentados por los políticos a
base de subvenciones millonarias, alentaron el aumento y proliferación de
colonias de araknos. Pensaban que aquellos seres habían atravesado el espacio,
soportando una hibernación de siglos, para someterse a los manoseos de los
veterinarios.
La ingenuidad de los científicos,
la codicia de empresarios y políticos, se vio reforzada por la asombrosa
pasividad con que las primeras generaciones de araknos se dejaron cortar y
pinchar aquí y allá. Eran feos como bulldogs con dolor de estómago, y su
primera reacción tras salir del huevo era lanzarse contra las paredes del
laboratorio como en una película de miedo, pero a las pocas horas se sometían a
los manoseos de sus amos humanos. Muchos de nosotros pensamos que su
inteligencia colectiva -la puta telepatía que traen de serie- les había hecho
comprender que había que calmarse y aceptarlo todo, incluyendo aberraciones
como la vivisección, hasta alcanzar un número suficiente de ejemplares adultos.
Tragar y tragar hasta que la especie tuviera la fuerza suficiente.
La conquista silenciosa del planeta
se prolongó durante más de veinte años. Nuestros científicos creen que
aprovecharon aquel tiempo para ir tomando nota de cómo funcionaba nuestro
mundo. Un arakno encerrado en la base de Nevada ve pasar a una enfermera
embarazada y enseña a sus compañeros del resto del mundo cómo y dónde se gestan
los seres humanos. Otro aprende a navegar por Internet mientras ve chatear a
los médicos que lo mantienen atado a una camilla. En varias docenas de países,
las veinticuatro horas del día, hay araknos que nos ven actuar, escuchan cómo
hablamos y cuáles son nuestras preocupaciones principales. Poseer objetos,
copular con las hembras, alimentar a las crías, escapar del dolor y de algo que
llamamos cáncer. Todos los científicos coinciden en que a los araknos en
cautividad les encantaba ver la tele. En nuestra soberbia pensamos que las
imágenes en movimiento, los diálogos y la música les habían hipnotizado como a
un gato en presencia de un puntero láser. Evidentemente estaban aprendiendo
cómo era el enemigo al que algún día -algún día cada vez más cercano- tendrían
que abatir.
La
araknización del planeta Tierra comenzó durante la madrugada del 22 de octubre
de 2045. Una fecha que en las ciudades francas llamamos la Conquista, y que en las escuelas de los pueblos sometidos no se
enseña. Durante aquella noche, muchos miles de araknos, machos y hembras,
jóvenes y adultos, se desengancharon los tubos que pinchaban sus venas,
rompieron las correas que los sujetaban a las camillas, arrancaron de cuajo las
puertas de sus celdas asépticas, devoraron las cabezas de los médicos,
vigilantes y limpiadores que se encontraron a su paso, y antes de salir a las
calles introdujeron en los ordenadores una sarta de virus que destruyeron casi
por completo Internet, las redes de televisión y las de telefonía móvil, y
estuvieron a punto de devolver al ser humano a los tiempos anteriores a Thomas
Alva Edison.
De
esta manera los araknos se esparcieron por todas las ciudades del planeta,
haciéndose los dueños de edificios, estaciones de trenes, embalses, centrales
eléctricas, cuarteles, comisarías, centros de comunicación, granjas,
invernaderos, puentes, hospitales, arsenales, astilleros, refinerías,
aeropuertos, observatorios astronómicos, fábricas, bosques y carreteras.
Hubo
guerra, ya lo creo. Hubo ciudades destruidas por el fuego y las explosiones
nucleares; áreas restringidas donde a los humanos se nos cae el pelo y a los
araknos se les reseca esa asquerosa pompa con la que filtran nuestra atmósfera.
Hubo alianzas que unos años antes nos habrían parecido propias de una película
americana de catástrofes.
Capitanas de tanques israelíes
instruyendo a barbudos muyaidines de Hamás. Coreanos del Norte compartiendo las
ojivas nucleares con sus hermanos del Sur. Taiwán ofreciéndose a los
portaaviones de la China comunista; Letonia y Lituania abriéndole sus puertos a
los rusos; argentinos y británicos vigilando juntos el paso por el cabo de
Hornos; miles de cubanos aplaudiendo el paso de la Segunda Flota yanqui por
delante del Malecón. Y alianzas que años antes habrían parecido contra natura,
tiburones con ballenas, buitres con búhos, mandriles con hienas, leones con
hombres.
Si
algún día las criaturas de la Tierra logramos volver a dominar el planeta que
fue nuestro durante varios millones de años, habrá ciertos nombres que pasarán
a la Historia escritos con letras de oro, y también otros que entrarán de lleno
en las páginas universales de la infamia, un Infierno más abajo que Hitler,
Bruto y Judas Iscariote. Porque hubo pueblos traidores, gente a quienes los
araknos les perdonaron la vida a cambio de dejar franco un camino, entregar
intacta una refinería o un portaaviones, o revelar la contraseña de un nodo de
Internet. Seres humanos marcados por los propios araknos con una pulsera de
oro, símbolo más de servidumbre que de pacto, que habitan en pueblos de donde
perros, gatos y gorriones se marcharon en tropel de la noche a la mañana, con
sus corazones puros asqueados ante aquella traición.
Pueblos cuyo listado llevaba yo de
regreso a la Villa de Coy tras haber pasado dos semanas en la ciudad franca de
O Cebreiro, uno de los reductos fundamentales en la lucha de los hijos de la
Tierra contra los engendros.
Mi
misión había empezado el 22 de octubre de 2070, aniversario del día en que los
araknos comenzaron la Conquista del planeta. Las redes de Internet estaban a
merced de los invasores, al igual que las ondas de radio, de telefonía y de
televisión. La Villa de Coy, antaño una pedanía escondida en los últimos
pliegues del inmenso término municipal de Lorca, se había convertido en una de
las dos o tres docenas de ciudades-Estado de la antigua nación española;
ciudades francas donde no caben los traidores. En ocasiones poco más que
pequeños búnkers fortificados, protegidos de los aviones enemigos por globos
cautivos que aquí en verano proyectan sus sombras ovaladas por encima de los
campos de almendros y en invierno se mecen empujados por los temporales de
nieve, que cubren su parte superior dándoles una extraña apariencia de fruta
escarchada.
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