Segunda parte de "La boca del infierno", uno de los relatos del libro CRUDOS SUCIOS SANGRIENTOS de Cristina Selva y Antonio Marcelo Beltrán.
(...) Los vecinos decidieron reunirse en asamblea
extraordinaria. Había quien atestiguaba que había visto una araña gigante salir
del orificio, quien afirmaba que era cosa de extraterrestres, o quien aseguraba
que era morada de espíritus. Se barajaron todas las posibilidades: la puerta al
infierno, guarida de lobos, de osos o de cualquier otra alimaña; los vecinos
del pueblo más cercano que, muertos de envidia, querían acabar con ellos; la NASA,
el Ejército haciendo pruebas de bombas nucleares o incluso una potente empresa
petrolífera que buscaba el oro negro bajo sus tierras y pretendía echarlos para
extraerlo a su gusto.
Fuera lo que fuera estaba allí dentro y tenían que poner
fin a esa situación. Bonifacio Magano, conocido por su valentía, su
terquedad y su fuerza vital, tomó las riendas:
–Nadie va a venir a amedrentarnos ni a quitarnos a
nuestros hijos. Sea lo que sea lo que habite en esa gruta debemos acabar con
él. Somos suficientes para preparar una emboscada y matar a la criatura que
espera agazapada allí dentro.
–¿Y si es venenosa y nada más entrar estamos muertos?
–Sí, mira lo que ha pasado con los técnicos del Gobierno.
–Y con los guardias civiles...
–¿Y qué hacemos? ¿Esperamos hasta que hayamos muerto uno
a uno? ¿Queréis quedaros solos, sin familia? O peor, ¿servir de alimento a lo
que quiera que habite dentro?
–Yo estoy de acuerdo con el Boni –apuntó Fabián Confurco–;
o atajamos esto o se nos va de las manos. Más vale ir de frente. Las
autoridades nos han abandonado.
–¿Y por qué no le echamos tierra y punto?
–Ese agujero es tan profundo que no tenemos tierra
suficiente en Cañasagra como para taparlo.
–¿Y con piedras?
–Podemos intentarlo...
Esa misma tarde
acarrearon las rocas más grandes que pudieron reunir, una de ellas una piedra
redonda del molino antiguo que tenía las dimensiones perfectas para la boca de
la oquedad y, sobre ésta, toneladas de mineral de la antigua cantera de mármol.
–De aquí no sale ni el mismísimo Lucifer.
–Sea lo que sea se va a pudrir allí dentro.
Exclamaban satisfechos los aldeanos después del esfuerzo.
Tras lo cual, esa noche descansaron tranquilos y agotados.
Al alba se escucharon los gritos desgarradores de todos
ellos al descubrir que no se hallaban en sus lechos ni sus hijos ni sus
mujeres. Corrieron al pozo. Las piedras habían sido desplazadas. La congoja,
pero sobre todo el ansia de venganza, les infundió a los hombres de Cañasagra
un nuevo coraje.
Bonifacio Magano se acostó en el suelo y se asomó con
temeridad. De las entrañas de ese agujero subía un aliento frío, pérfido, que
al ganadero le recordó el olor de los mataderos sucios: esa mezcla de sangre
recién derramada, sangre ya podrida y el más atávico de los miedos, el que
antecede a la muerte.
–Vecinos, tenemos que entrar allí. Somos fuertes, somos
valientes, y no permitiremos que ningún bicho inmundo acabe con nuestras vidas
–comprobó que alguno de ellos se echaba hacia atrás, miedoso, así que elevó el
tono de voz para convencerles–. Es más, tenemos la obligación de bajar allá
abajo armados hasta los dientes; nuestras familias pueden estar retenidas
dentro.
–Es cierto, no podemos darles por muertos.
–Puede que estén esperando nuestra ayuda.
–¿Y si es el mismísimo diablo quien está agazapado allá
abajo esperando a que lleguemos?
–¡Pues lo agarramos de los cojones y nos lo cargamos!
–Eso, ¡nos lo cargamos!
–Dentro de una hora nos vemos aquí los valientes. Los
lamehuevos que no estén ya se pueden ir cagando leches al otro lado del mundo
porque pienso matarlos yo con mis propias manos –añadió el Boni para darle más
énfasis e infundirles un valor que ninguno llevaba dentro, tras lo cual se
marchó a grandes zancadas.
Bonifacio, además de ganadero, era cazador. Sabía que una
de las primeras cosas que perciben los animales es el olor corporal de los
humanos, por eso se le ocurrió embadurnarse hasta arriba de mierda fresca de
vaca, para que el sudor del miedo se cubriera con el fuerte hedor de la boñiga.
Total, él ya estaba acostumbrado. Cogió un hacha, un machete, sus dos rifles de
caza y una linterna, y se fue a esperar a los demás al agujero.
Poco a poco fueron llegando uno a uno los hombres de
Cañasagra recelosos, con el corazón en un puño y muertos de miedo, pero intentando
aparentar lo contrario. Si hubiesen sido perros habrían llevado las orejas
gachas y el rabo entre las piernas. Malditos
acojonados, pensó Bonifacio, no
tienen cojones ni para ir a buscar a sus mujeres.
–Joder, Boni, hueles a mierda que apestas... ¿te has
cagado de miedo?
Los demás rieron, para soltar tensión más que porque les
hiciera verdadera gracia; todos confiaban en el valor del Boni.
–No tanto como tú, Chaneiro. ¿Quieres darme un abrazo
antes de morir? Más vale apestar a boñiga que hacerlo a miedo, como tú.
A eso nadie dijo nada y se dispusieron a comenzar con el
trabajo. Clavaron en el borde de la oquedad gruesos clavos que se usaron en la
cantera en su día. A ellos ataron cuerdas largas, y las lanzaron dentro. Fueron
entrando en grupos de cinco, deslizándose por las cuerdas con improvisados
arneses de telas vaqueras, con las armas en las manos, las linternas de minero
en la frente y el terror impreso en los ojos.
Conforme bajaban, la temperatura descendía y la oscuridad
se hacía más envolvente. El hedor impregnaba el aire, dotándolo de una densidad
molesta, difícil de respirar. No se oía nada excepto el palpitar violento de la
propia sangre en los oídos.
Fueron descendiendo lentamente todos por las cuerdas,
eran un total de cuarenta o cuarenta y cinco hombres que no sabían qué
ocurriría con sus vidas. El hueco, estrecho al principio como la garganta de un
gigante, se fue ensanchando y dio paso a una caverna de inmensas dimensiones
cuyas paredes los focos de las linternas eran incapaces de alcanzar.
Tras muchos metros, los primeros hombres tocaron suelo.
Entre ellos Bonifacio, que lo pateó para asegurarse de que era real. Miró hacia
los lados para comprobar el peligro pero allí no se veía nada ni a nadie.
Esperaron en grupo a que todos bajaran. El agujero perfectamente redondo del
techo quedaba ahora lejano, como la luz al final del túnel que muchos deseaban
alcanzar de nuevo para echar a correr y no volver nunca. En aquella madriguera
fétida no podrían nunca encontrar la paz.
El peligro inminente se palpaba en el aire cuya quietud
era sobrecogedora. Bonifacio los dirigió hacia un lateral; si daban con la
pared de la cueva estarían más protegidos por un flanco. La encontraron y se
trasladaron despacio siguiéndola sin saber hacia dónde o hacia qué se dirigían.
Los hombres apestaban a sudor punzante de miedo y dirigían sus linternas hacia
la oscuridad esperando una señal.
Los primeros, entre ellos Bonifacio, tropezaron con algo
blando. Cadáveres. Dirigieron los focos hacia ellos. Todos reconocieron los
restos de alguien: vecinos, amigos, hijos y esposas, blancos y rígidos, con los
ojos y las bocas abiertas, con el rictus del pánico antes de la muerte impreso
en sus facciones. Los hombres se derrumbaron, se escucharon sollozos y más de
uno se meó en los pantalones. Un intenso olor nuevo impregnó el ambiente, el
del sudor apestoso de las sobaqueras de cuarenta hombres aterrados.
Bonifacio se arrepintió de su valentía, de la que ya no
quedaba ni el más mínimo atisbo. Se pegó a la pared y esperó mientras el
corazón se le salía del pecho. Los hombres se movían nerviosos a su alrededor
como las vacas cuando hay lobos cerca, lo había visto mil veces. Al final no
eran más que ganado al albur de lo que la criatura hedionda de las entrañas de
la tierra quisiera hacer con ellos.
Mas no era una criatura, era toda una manada. Los focos
por fin sacaron de dudas a los habitantes de Cañasagra. Un grupo de seres con
apariencia humana, sin pelo, de piel blanquecina y transparente, ojos saltones
y rojos, se aproximaba a ellos. Iban desnudos, había machos, hembras y crías.
Sus bocas se abrían en un castañeo indecoroso y mostraban colmillos afilados
bañados en babas que se deslizaban viscosas por sus mandíbulas inquietas. Se
detuvieron un instante a olfatear a los extraños que les servirían de festín.
Sus ojos parecían vacíos, sin visión ni inteligencia pero dotados de gran
agresividad.
Fue un leve gruñido el que dio paso a la carnicería que
allí tuvo lugar. Las fieras se lanzaron hacia sus víctimas desgarrándoles las
gargantas con más necesidad que violencia, de forma mecánica y natural, como
los lobos.
Bonifacio, que se había caído cerca de la pared, contempló
horrorizado, bajo la tenue luz de las linternas que los hombres aún mantenían
en sus cabezas, cómo las criaturas bebían a borbotones, con suma ansiedad, la
sangre que sorbían del cuello de sus vecinos. Sangre que podía ver deslizándose
por las gargantas sedientas de aquellos monstruos sin piedad, bajo su piel
blanquecina, prácticamente transparente.
Las malditas bestias emitían desagradables ruidos, mezcla
de satisfacción, jadeos y gruñidos al tragar los litros y litros de sangre de
sus congéneres. Él seguía mirando con pavor. La boñiga de vaca había resultado
efectiva y gracias a su genial idea ahora estaba contemplando horrorizado el
final de todo un pueblo y el suyo propio.
Un niño, cachorro, enano o lo fuera, dejó el cuerpo de
Gerardo el tendero y se dirigió a él con sus ojos rojos vacíos de mirada;
emitía gruñidos de delectación y olfateaba el aire. Bonifacio empuñó su hacha
dispuesto a sacarle las entrañas a ese maldito hijo de Satanás aunque fuera lo
último que hiciera, pero la criatura fue tan rápida y tan violenta que cuando
se dio cuenta ya notaba la sangre de su cuello siendo sorbida con avaricia por
el cachorro. La conciencia se le iba y lo único que atinó a pensar fue que no
era nada elegante morir apestando a mierda. Su brazo se movió por el instinto y
el hacha entró varias veces en la carne y el cráneo de aquella pequeña bestia
derramando sobre él un líquido viscoso y maloliente como la sangre podrida. El
cuerpo sin vida del pequeño monstruo dejó de succionar y cayó al suelo junto
con los cadáveres de los vecinos de Cañasagra. Bonifacio se taponó la herida
con la mano. Se arrancó la camisa y se la anudó al cuello a modo de torniquete.
La sangre propia y la de la criatura le cubría el pecho, los brazos y parte de
la cara.
Y de repente todo fue silencio. Las bestias se retiraron
a lo más profundo de su cubil a digerir su festín de sangre y Bonifacio se
quedó solo, cagado de miedo y rodeado de los cuerpos sin vida y sin sangre de
sus amigos y vecinos. Apagó la linterna; no podía ver más aquel horror, se
sentía débil. Buscó de nuevo la pared rugosa y húmeda de la cueva y se sentó en
el suelo derrotado.
El agujero de arriba, con el que había comenzado todo, se
cerró y todo fue oscuridad, hasta su conciencia.
(Continuará)
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