sábado, 29 de noviembre de 2014

Maniobra precipitada

         El Ayuntamiento de Mazarrón acaba de presentar la programación oficial de las fiestas en honor a la Inmaculada Concepción, así como el Libro de Festejos. Un libro solidario, porque su precio -1 euro- se destina a las asociaciones que han ayudado a los comedores escolares este verano.
         El libro cuenta con cerca de 200 páginas, con una portada excepcional del fotógrafo Juan Calventus. En el interior, además de la programación de las fiestas, hay más fotos, reportajes y artículos de mazarroneros, de personalidades vinculadas a Mazarrón... y de algún espontáneo, como yo mismo.


         Por si no tenéis ocasión de ir a Mazarrón, a disfrutar de sus veranos de diciembre -aunque estos días están algo pasados por agua, lo que tampoco viene mal-, os dejo con el pequeño relato que he escrito para el Libro de Festejos. Ha sido un honor que el Ayuntamiento, y muy en especial su jefe de prensa, mi compañero Pedro Torres, haya confiado en mí para formar parte de las páginas de un libro realmente ameno e interesante.



         Espero que os guste el texto; se trata de una explicación -para nada histórica- al hallazgo de los dos barcos fenicios que aparecieron enterrados en aguas someras, a muy pocos metros de la costa, hace una década. Dos embarcaciones de la Edad del Bronce, con todos sus objetos a bordo, que se hundieron frente a la costa mazarronera por alguna razón desconocida...


         Maniobra precipitada

         A primera hora de la mañana, por encima del rumor de las olas y el graznido de las gaviotas, empezaron a oírse las voces del viejo Hiram. A sus más de cuarenta años era el anciano más respetado de toda la colonia fenicia; había llegado a las tierras occidentales siendo un niño, y allí se había casado y había visto crecer a sus hijos y sus nietos, pero cuando se enfadaba de verdad se ponía a invocar a las viejas divinidades con un lenguaje alejado de los giros modernos; como si aún viviera en Canaán, en alguna casa de pescadores de la ciudad de Tiro, y no en aquella colonia moderna, próspera gracias a las minas.


         Las mujeres abrieron las ventanas y contemplaron la escena, tapándose la boca con las manos para que los hombres no les vieran perder la compostura. Éstos salieron a la calle en tropel, precedidos por los chiquillos desnudos, que de inmediato se metieron en el mar y trataron de ganar a nado el lugar en que se estaba celebrando el espectáculo.



         Los barcos se hundían sin remedio. Dos embarcaciones largas y elegantes, parte de la flotilla con la que el viejo Hiram pretendía visitar las colonias hermanas del Norte, intercambiando lingotes de plomo y alimentos. El anciano, ayudado por sus marineros, trataba de salvar del naufragio algunos objetos transbordándolos a uno de los barcos más cercanos. Logró pasar por encima de la borda algunas ánforas, unas con vino, otras con aceite y otras con pescado fermentado. Una de ellas perdió el tapón y vertió en el agua su contenido; las risas de los vecinos se multiplicaron al ver cómo Pigmalión, aquel borracho con nombre de Rey, se lanzaba al agua y trataba de beberse las olas teñidas del color del vino.


         Mientras el capitán y su tripulación trataban de salvar la carga, el hijo de Hiram intentaba atracar en la orilla al segundo de los barcos accidentados. El desastre lo había provocado él, con una maniobra brusca y atolondrada impropia de un capitán experimentado. Pero el barco, con un gigantesco boquete, estaba herido de muerte. Hiram le gritó que remase con más brío, que su barco llevaba una buena carga de litargirio para fundir en las minas. Pero las olas empezaron a rebasar la borda del barco, y la quilla –cortada del ciprés más alto de su abuelo allá en Canaán, dos generaciones atrás– se fue al fondo, con ganas de quedarse tendida sobre la arena hasta la consumación de los tiempos.

         Al ver que el viejo sacaba el látigo de esparto, el joven negligente echó a nadar y se refugió en la isla que protegía aquella parte de la costa. Hiram saltó a otro de los barcos e instó a su tripulación a emprender el viaje pese a aquel contratiempo. Quería llegar a Akra Leuka con sus ánforas antes de que se le anticipasen aquellos canallas de los griegos. Se alejó erguido en la proa, amenazando a su hijo con el puño, entre las risas y las chanzas de los vecinos.

         El joven permaneció un rato sentado en uno de los riscos de la isla. Luego, aún atolondrado, montó en uno de los barcos rezagados y se alejó; sin apartar su mirada adolescente de la ventana desde la que, momentos atrás, Ella, la chica más hermosa de toda la colonia, le había despedido dedicándole una sonrisa llena de promesas.


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