El
Ayuntamiento de Mazarrón acaba de
presentar la programación oficial de las fiestas en honor a la Inmaculada Concepción, así como el
Libro de Festejos. Un libro solidario, porque su precio -1 euro- se destina a
las asociaciones que han ayudado a los comedores escolares este verano.
El
libro cuenta con cerca de 200 páginas, con una portada excepcional del
fotógrafo Juan Calventus. En el
interior, además de la programación de las fiestas, hay más fotos, reportajes y
artículos de mazarroneros, de personalidades vinculadas a Mazarrón... y de
algún espontáneo, como yo mismo.
Por
si no tenéis ocasión de ir a Mazarrón, a disfrutar de sus veranos de diciembre
-aunque estos días están algo pasados por agua, lo que tampoco viene mal-, os
dejo con el pequeño relato que he escrito para el Libro de Festejos. Ha sido un
honor que el Ayuntamiento, y muy en especial su jefe de prensa, mi compañero Pedro Torres, haya confiado en mí para formar
parte de las páginas de un libro realmente ameno e interesante.
Espero
que os guste el texto; se trata de una explicación -para nada histórica- al
hallazgo de los dos barcos fenicios que aparecieron enterrados en aguas
someras, a muy pocos metros de la costa, hace una década. Dos embarcaciones de
la Edad del Bronce, con todos sus objetos a bordo, que se hundieron frente a la
costa mazarronera por alguna razón desconocida...
Maniobra precipitada
A
primera hora de la mañana, por encima del rumor de las olas y el graznido de
las gaviotas, empezaron a oírse las voces del viejo Hiram. A sus más de cuarenta años era el anciano más respetado de
toda la colonia fenicia; había llegado a las tierras occidentales siendo un niño,
y allí se había casado y había visto crecer a sus hijos y sus nietos, pero
cuando se enfadaba de verdad se ponía a invocar a las viejas divinidades con un
lenguaje alejado de los giros modernos; como si aún viviera en Canaán, en alguna casa de pescadores de
la ciudad de Tiro, y no en aquella
colonia moderna, próspera gracias a las minas.
Las
mujeres abrieron las ventanas y contemplaron la escena, tapándose la boca con
las manos para que los hombres no les vieran perder la compostura. Éstos
salieron a la calle en tropel, precedidos por los chiquillos desnudos, que de
inmediato se metieron en el mar y trataron de ganar a nado el lugar en que se
estaba celebrando el espectáculo.
Los
barcos se hundían sin remedio. Dos embarcaciones largas y elegantes, parte de la
flotilla con la que el viejo Hiram pretendía visitar las colonias hermanas del
Norte, intercambiando lingotes de plomo y alimentos. El anciano, ayudado por
sus marineros, trataba de salvar del naufragio algunos objetos transbordándolos
a uno de los barcos más cercanos. Logró pasar por encima de la borda algunas
ánforas, unas con vino, otras con aceite y otras con pescado fermentado. Una de
ellas perdió el tapón y vertió en el agua su contenido; las risas de los
vecinos se multiplicaron al ver cómo Pigmalión,
aquel borracho con nombre de Rey, se lanzaba al agua y trataba de beberse las
olas teñidas del color del vino.
Mientras
el capitán y su tripulación trataban de salvar la carga, el hijo de Hiram
intentaba atracar en la orilla al segundo de los barcos accidentados. El
desastre lo había provocado él, con una maniobra brusca y atolondrada impropia
de un capitán experimentado. Pero el barco, con un gigantesco boquete, estaba
herido de muerte. Hiram le gritó que remase con más brío, que su barco llevaba una
buena carga de litargirio para fundir en las minas. Pero las olas empezaron a
rebasar la borda del barco, y la quilla –cortada del ciprés más alto de su
abuelo allá en Canaán, dos generaciones atrás– se fue al fondo, con ganas de
quedarse tendida sobre la arena hasta la consumación de los tiempos.
Al
ver que el viejo sacaba el látigo de esparto, el joven negligente echó a nadar
y se refugió en la isla que protegía aquella parte de la costa. Hiram saltó a otro
de los barcos e instó a su tripulación a emprender el viaje pese a aquel
contratiempo. Quería llegar a Akra Leuka
con sus ánforas antes de que se le anticipasen aquellos canallas de los
griegos. Se alejó erguido en la proa, amenazando a su hijo con el puño, entre
las risas y las chanzas de los vecinos.
El
joven permaneció un rato sentado en uno de los riscos de la isla. Luego, aún
atolondrado, montó en uno de los barcos rezagados y se alejó; sin apartar su
mirada adolescente de la ventana desde la que, momentos atrás, Ella, la chica más hermosa de toda la
colonia, le había despedido dedicándole una sonrisa llena de promesas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario