El
Ayuntamiento de Mazarrón informa de que el Gobierno regional acaba de aprobar
la declaración como BIC (Bien de Interés Cultural) del yacimiento arqueológico
de la playa de la Isla.
Hace más de 2.000 años, dos barcos
fenicios se hundieron a pocos metros de la costa, con todo su cargamento. La
arena los fue enterrando poco a poco, y permanecieron así durante siglos y
siglos, tan cerca de los pies de los bañistas y las cañas de los pescadores...
A
finales del siglo XX, la construcción de un espigón cambió las corrientes
marinas en la zona; la arena depositada durante milenios se fue levantando... y
empezaron a aparecer los restos enterrados.
La
playa de la Isla acogía dos barcos fenicios, los dos mejor conservados hallados
por el momento en el Mediterráneo. Uno de ellos permanece todavía en el lugar, protegido
de saqueos por un sarcófago metálico.
La
declaración BIC es una medida muy positiva; esperemos que algún día se haga
realidad ese verdadero museo, sea en el lugar del naufragio, sea en tierra firme,
según consideren los técnicos.
En
otoño de 2014, el Ayuntamiento de Mazarrón me pidió que redactase algún texto
alusivo al municipio, con destino a su Libro de Festejos. Una invitación que
considero un verdadero honor, y que plasmé en un pequeño relato precisamente
sobre los barcos fenicios. Lo comparto aquí también con vosotros, esperando transportaros,
mínimamente, a aquellos tiempos en que nuestros antepasados cruzaban el mar de punta
a punta con valor, tratando de ganarse la vida.
Foto: Ayuntamiento de Mazarrón |
Maniobra precipitada
A primera hora de la mañana, por encima
del rumor de las olas y el graznido de las gaviotas, empezaron a oírse las
voces del viejo Hiram. A sus más de cuarenta años era el anciano más respetado
de toda la colonia fenicia; había llegado a las tierras occidentales siendo un niño,
y allí se había casado y había visto crecer a sus hijos y sus nietos, pero
cuando se enfadaba de verdad se ponía a invocar a las viejas divinidades con un
lenguaje alejado de los giros modernos; como si aún viviera en Canaán, en
alguna casa de pescadores de la ciudad de Tiro, y no en aquella colonia
moderna, próspera gracias a las minas.
Las mujeres abrieron las ventanas y
contemplaron la escena, tapándose la boca con las manos para que los hombres no
les vieran perder la compostura. Éstos salieron a la calle en tropel,
precedidos por los chiquillos desnudos, que de inmediato se metieron en el mar
y trataron de ganar a nado el lugar en que se estaba celebrando el espectáculo.
Los barcos se hundían sin remedio. Dos
embarcaciones largas y elegantes, parte de la flotilla con la que el viejo
Hiram pretendía visitar las colonias hermanas del Norte, intercambiando lingotes
de plomo y alimentos. El anciano, ayudado por sus marineros, trataba de salvar del
naufragio algunos objetos transbordándolos a uno de los barcos más cercanos.
Logró pasar por encima de la borda algunas ánforas, unas con vino, otras con
aceite y otras con pescado fermentado. Una de ellas perdió el tapón y vertió en
el agua su contenido; las risas de los vecinos se multiplicaron al ver cómo Pigmalión,
aquel borracho con nombre de Rey, se lanzaba al agua y trataba de beberse las
olas teñidas del color del vino.
Mientras el capitán y su tripulación
trataban de salvar la carga, el hijo de Hiram intentaba atracar en la orilla al
segundo de los barcos accidentados. El desastre lo había provocado él, con una
maniobra brusca y atolondrada impropia de un capitán experimentado. Pero el
barco, con un gigantesco boquete, estaba herido de muerte. Hiram le gritó que
remase con más brío, que su barco llevaba una buena carga de litargirio para
fundir en las minas. Pero las olas empezaron a rebasar la borda del barco, y la
quilla –cortada del ciprés más alto de su abuelo allá en Canaán, dos
generaciones atrás– se fue al fondo, con ganas de quedarse tendida sobre la
arena hasta la consumación de los tiempos.
Al ver que el viejo sacaba el látigo de
esparto, el joven negligente echó a nadar y se refugió en la isla que protegía
aquella parte de la costa. Hiram saltó a otro de los barcos e instó a su
tripulación a emprender el viaje pese a aquel contratiempo. Quería llegar a Akra
Leuka con sus ánforas antes de que se le anticipasen aquellos canallas de los
griegos. Se alejó erguido en la proa, amenazando a su hijo con el puño, entre
las risas y las chanzas de los vecinos.
El joven permaneció un rato sentado en
uno de los riscos de la isla. Luego, aún atolondrado, montó en uno de los
barcos rezagados y se alejó; sin apartar su mirada adolescente de la ventana
desde la que, momentos atrás, Ella, la chica más hermosa de toda la colonia, le
había despedido dedicándole una sonrisa llena de promesas.
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