miércoles, 1 de abril de 2015

Las costas de Mazarrón, tesoro arqueológico


         El Ayuntamiento de Mazarrón informa de que el Gobierno regional acaba de aprobar la declaración como BIC (Bien de Interés Cultural) del yacimiento arqueológico de la playa de la Isla.
         Hace más de 2.000 años, dos barcos fenicios se hundieron a pocos metros de la costa, con todo su cargamento. La arena los fue enterrando poco a poco, y permanecieron así durante siglos y siglos, tan cerca de los pies de los bañistas y las cañas de los pescadores...
A finales del siglo XX, la construcción de un espigón cambió las corrientes marinas en la zona; la arena depositada durante milenios se fue levantando... y empezaron a aparecer los restos enterrados.
La playa de la Isla acogía dos barcos fenicios, los dos mejor conservados hallados por el momento en el Mediterráneo. Uno de ellos permanece todavía en el lugar, protegido de saqueos por un sarcófago metálico.
La declaración BIC es una medida muy positiva; esperemos que algún día se haga realidad ese verdadero museo, sea en el lugar del naufragio, sea en tierra firme, según consideren los técnicos.
En otoño de 2014, el Ayuntamiento de Mazarrón me pidió que redactase algún texto alusivo al municipio, con destino a su Libro de Festejos. Una invitación que considero un verdadero honor, y que plasmé en un pequeño relato precisamente sobre los barcos fenicios. Lo comparto aquí también con vosotros, esperando transportaros, mínimamente, a aquellos tiempos en que nuestros antepasados cruzaban el mar de punta a punta con valor, tratando de ganarse la vida.


Foto: Ayuntamiento de Mazarrón


Maniobra precipitada

         A primera hora de la mañana, por encima del rumor de las olas y el graznido de las gaviotas, empezaron a oírse las voces del viejo Hiram. A sus más de cuarenta años era el anciano más respetado de toda la colonia fenicia; había llegado a las tierras occidentales siendo un niño, y allí se había casado y había visto crecer a sus hijos y sus nietos, pero cuando se enfadaba de verdad se ponía a invocar a las viejas divinidades con un lenguaje alejado de los giros modernos; como si aún viviera en Canaán, en alguna casa de pescadores de la ciudad de Tiro, y no en aquella colonia moderna, próspera gracias a las minas.
         Las mujeres abrieron las ventanas y contemplaron la escena, tapándose la boca con las manos para que los hombres no les vieran perder la compostura. Éstos salieron a la calle en tropel, precedidos por los chiquillos desnudos, que de inmediato se metieron en el mar y trataron de ganar a nado el lugar en que se estaba celebrando el espectáculo.
         Los barcos se hundían sin remedio. Dos embarcaciones largas y elegantes, parte de la flotilla con la que el viejo Hiram pretendía visitar las colonias hermanas del Norte, intercambiando lingotes de plomo y alimentos. El anciano, ayudado por sus marineros, trataba de salvar del naufragio algunos objetos transbordándolos a uno de los barcos más cercanos. Logró pasar por encima de la borda algunas ánforas, unas con vino, otras con aceite y otras con pescado fermentado. Una de ellas perdió el tapón y vertió en el agua su contenido; las risas de los vecinos se multiplicaron al ver cómo Pigmalión, aquel borracho con nombre de Rey, se lanzaba al agua y trataba de beberse las olas teñidas del color del vino.
         Mientras el capitán y su tripulación trataban de salvar la carga, el hijo de Hiram intentaba atracar en la orilla al segundo de los barcos accidentados. El desastre lo había provocado él, con una maniobra brusca y atolondrada impropia de un capitán experimentado. Pero el barco, con un gigantesco boquete, estaba herido de muerte. Hiram le gritó que remase con más brío, que su barco llevaba una buena carga de litargirio para fundir en las minas. Pero las olas empezaron a rebasar la borda del barco, y la quilla –cortada del ciprés más alto de su abuelo allá en Canaán, dos generaciones atrás– se fue al fondo, con ganas de quedarse tendida sobre la arena hasta la consumación de los tiempos.
         Al ver que el viejo sacaba el látigo de esparto, el joven negligente echó a nadar y se refugió en la isla que protegía aquella parte de la costa. Hiram saltó a otro de los barcos e instó a su tripulación a emprender el viaje pese a aquel contratiempo. Quería llegar a Akra Leuka con sus ánforas antes de que se le anticipasen aquellos canallas de los griegos. Se alejó erguido en la proa, amenazando a su hijo con el puño, entre las risas y las chanzas de los vecinos.
         El joven permaneció un rato sentado en uno de los riscos de la isla. Luego, aún atolondrado, montó en uno de los barcos rezagados y se alejó; sin apartar su mirada adolescente de la ventana desde la que, momentos atrás, Ella, la chica más hermosa de toda la colonia, le había despedido dedicándole una sonrisa llena de promesas.

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