Está muy seria
porque está en Auschwitz, tiene el labio partido porque le acaban de golpear
con un palo, y la punta de la nariz está aún enrojecida porque se acaba de secar las lágrimas para posar
ante el fotógrafo que registra su entrada en el campo de concentración.
La historia de Czeslawa Kwoka es similar a la de los
230.000 niños y adolescentes -la gran mayoría, judíos- que fueron enviados a
Auschwitz, junto con un millón de adultos. Primero los nazis ocuparon su
Polonia natal -ella había nacido en la aldea de Wólka Zlojecka, al Sudeste,
junto a la frontera de Ucrania-, luego masacraron a los izquierdistas, los
judíos, los que no eran nazis. Luego metieron a los supervivientes en vagones
de tren, amontonados, sin agua, comida, higiene ni calefacción, y se los
llevaron hasta alguno de sus infiernos.
Czeslawa tenía
catorce años y era católica. Los nazis se
apoderaron de ella, y de su madre, Katarzyna, y se las llevaron a Auschwitz en
uno de aquellos vagones. No sabemos si hubo un padre, unos abuelos, unos
primos, que viajaran con ellas. Madre e hija pasaron el primer proceso de
selección, el que se hacía en la rampa de Auschwitz. Los SS examinaban a los presos,
sucios, famélicos, asustados, desfallecidos, y decidían quiénes iban a morir ese mismo día en las cámaras de gas y
quiénes podrían trabajar unos días, unos meses, para alimentar la maquinaria de
guerra.
El escritor Primo Levi, que también pasó por aquel
mismo campo, recuerda que en ocasiones ni siquiera se hacía un proceso de
selección. Auschwitz II-Birkenau era un
campo de exterminio, un auténtico matadero de personas. Los trenes llegaban
para vaciarse en las cámaras de gas. En otros campos los nazis se limitaban a
abrir al mismo tiempos los portones de los vagones de ganado donde viajaban
hacinados los presos. Los que bajaban por las puertas de un costado se iban a
las cámaras de gas; los que bajaban por el otro eran destinados al trabajo
esclavo hasta que les llegaba su fin.
Museo Memorial de Auschwitz, en la actualidad. |
El campo III de Auschwitz, Monowitz, estaba
al servicio del conglomerado de empresas químicas IG Farben, de la que eran
accionistas los propios SS. Entre sus empresas fundadoras, algunas tan
conocidas como Agfa, Bayer, BASF... entre sus productos estrella, el gas Zyklon
B que se administraba a los presos en las cámaras de gas. Todo quedaba en casa:
el holding tenía su propio campo, con su mano de obra esclava que producía,
entre otros productos más rentables, el gas letal con el que ellos mismos
serían exterminados cuando dejaran de ser útiles.
Nuestra
adolescente mira a la cámara fijamente, con seriedad de adulta. Acaban de marcarla con el número 26.947,
que en adelante reemplazará a su propio nombre y apellido a ojos de todos
menos de su propia madre, a la que han tatuado el número anterior. Le han
cortado el pelo a trasquilones, en cadena, le han obligado a quitarse toda la
ropa en presencia de otras mujeres y hombres y le han dado un uniforme que
quizás se haya usado varias veces, y que es notoriamente más grande que ella
misma. Ha logrado cerrarse la chaqueta
usando una especie de alambres. Luego las SS la han enfrentado a la cámara
de fotos de Wilhelm Brasse, otro
preso al que le permitían seguir viviendo a cambio de que registrase la entrada
de los prisioneros, en tres poses: lateral, con la nuca apoyada en un incómodo
tope metálico, de frente y en escorzo y con la cabeza cubierta.
Pese al tiempo
transcurrido, y a los miles de infortunados que posaron frente a él, Brasse
recordó a aquella adolescente y contó su historia años después: Era muy joven y estaba aterrorizada. Acababa
de llegar al campo y no comprendía lo que le estaba pasando y por qué la
trataban así. Al ver que no entendía, una Kapo -una presa que mantenía
ciertos privilegios de sierva a cambio de maltratar a sus compañeros- le golpeó en la cara con un palo. Aquella
hermosa joven se puso a llorar, pero no podía hacer nada. Ni yo tampoco porque
me habría costado la vida. Al final, antes
de que le hiciera la foto, la chica se secó las lágrimas y la sangre del labio.
Pese a su
pasividad forzosa, el fotógrafo Brasse logró desobedecer las órdenes de las SS
que querían destruir todas aquellas evidencias de sus crímenes y protegió miles
de negativos, que ahora se exhiben en Auschwitz y han logrado que no se borre
la memoria de las víctimas.
De los 230.000
niños y adolescentes internados en Auschwitz, sólo 650 lograron sobrevivir al Holocausto. Czeslawa y su madre
llegaron al campo el 13 de diciembre de 1942. Su madre murió el 18 de febrero
de 1943, dos meses después. Ella sobrevivió tres semanas más, hasta el día 12
de marzo. Su rostro tembloroso, dolorido, asustado, pero lleno de fuerza y de
dignidad, se alza para mirarnos a la cara y contarnos lo que pasó en aquellos
campos. Quiénes fueron los asesinos, a cuántos mataron, cómo lo hicieron...
dejando en el tintero, para la eternidad, una única pregunta sin respuesta: por
qué. Por qué.
@antoniombeltran
Publicado originalmente en Águilas Noticias (9/1/17).
Publicado originalmente en Águilas Noticias (9/1/17).
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