Punto verde, punto rojo
(un santjoaner en el terremoto de Lorca)
Publicado en Lloixa, revista cultural de Sant Joan d'Alacant, en mayo de 2011
Me llamo
Antonio Marcelo Beltrán, y mi familia lleva viviendo en San Juan desde el año
1979, cuando mi padre -algunos de ustedes recordarán al Beltrán que daba Física
y Química en el instituto- fue destinado a Jijona. Hace cuatro años, la
televisión autonómica murciana, 7 Región
de Murcia, me contrató como responsable de su Delegación en Lorca; mi
primer hijo nació allí hace casi dos años, y la segunda lo hizo en el hospital
de San Juan el verano pasado.
La serie de
acontecimientos que ha convertido Lorca en una ciudad que tiene que empezar prácticamente
desde cero, se inició a las cinco y diez de la tarde del miércoles día 11. Yo
estaba en mi casa cuando sentí un bamboleo que me zarandeó de derecha a
izquierda. Poca cosa; se cayeron un par de álbumes de las estanterías, y mi
hijo Antonio perdió su precario equilibrio y cayó sentado sobre el pañal, lo
que le provocó un tremendo ataque de llanto. Abracé a mi familia y llamé a mi
compañero Óscar Peña, el operador de cámara que compone, junto a mí, la modesta
Delegación de nuestra TV en Lorca.
Las
primeras noticias que tuvimos, fueron que el epicentro estaba situado a las
afueras, en una pedanía llamada El Consejero, cerca del castillo. Nos trasladamos
hasta allí y grabamos unas imágenes de casas en perfecto estado. Un compañero
de otra televisión nos dijo que la iglesia de San Diego, ubicada a las afueras
de la ciudad, había sufrido daños parciales, de manera que regresamos a Lorca,
sorprendidos por la cantidad de gente que abarrotaba las calles. Aparcamos
frente a la iglesia; Óscar estaba acercándose a la torre, cámara al hombro, mientras
yo aparcaba la furgoneta de la TV, cuando estalló el segundo terremoto, el de
las siete de la tarde. Y digo estalló
porque eso fue lo que yo sentí, una explosión. Los terremotos son momentos tan
caóticos e intensos, que cada uno los interpreta de una manera diferente. Mi
compañero vio cómo la tierra se ondulaba de repente a su alrededor; mi mujer,
Sara, estuvo escuchando ruido durante varios segundos, mientras a su alrededor
se volcaban las estanterías; yo sentí una explosión que duró sólo un momento. De
repente, frente a mí se desplomó una nube de ladrillos que durante los últimos
siglos habían sido la torre de la iglesia. Imagínense a toda la gente que pueda
estar en una ciudad de cerca de 100.000 habitantes, gritando al mismo tiempo. A
todas las personas que están en las aceras, o dentro de los comercios, saltando
a la calzada en tropel, sin mirar, obligando a los coches a frenar en seco...
Hay oficios
que no te permiten dar media vuelta cuando a tu alrededor se desata el caos.
Médicos, enfermeros, policías... y también los periodistas. En las famosas
imágenes de España Directo que han dado la vuelta al mundo, tras el derrumbe de
la torre se ve a un hombre joven que corre en contradirección, esquivando a la
multitud que escapa. Era mi compañero Óscar, que estaba grabando las primeras
imágenes. Al ver que él estaba al pie del cañón, cogí el móvil con manos que me
temblaban; primero llamé a mi empresa y pedí refuerzos, y luego marqué un
número: 96 594... el teléfono de mi madre, Consuelo.
- Mamá, ha
habido un terremoto en Lorca; los niños y Sara se van ahora mismo para San
Juan.
El
terremoto nos dejó a todos en estado de shock. Los coches avanzaban por la
fuerza de la costumbre, a muy poca velocidad, cediéndose el paso atendiendo al
sentido común, sin hacer demasiado caso a los semáforos, mientras todos tratábamos
de asumir lo que estábamos viendo. Imagínense todos los bajos comerciales de
una gran avenida, como la de Alfonso el Sabio de Alicante, reventados, con los
tabiques reducidos a escombros en el suelo. Toda la gente por el medio de la
calzada, abrazados, llorando, sentados en las aceras. Coches en doble fila con
las puertas abiertas, algunos de ellos con los cristales rotos por los cascotes.
Un hombre de rodillas vomitando junto a los árboles. Dos marroquíes tratando de
incorporar a una anciana que sangraba por la frente. Un coche aplastado por un
bloque de cemento. El sonido de las alarmas de las tiendas; las primeras
sirenas...
Nosotros vivimos
en la periferia de la ciudad, en la penúltima calle de Lorca, en un barrio que
se encarama por la ladera de una pequeña montaña. Aquella cuesta arriba se me
hizo eterna, entre la gente que no sabía si subir o bajar. Mi furgoneta avanzaba
entre los restos de los ladrillos que habían caído de todas las azoteas. La
dejé aparcada de cualquier manera, me bajé. Lo primero que vi fueron los
tabiques de los bajos de mi edificio, rotos en forma de aspa. Lo siguiente, un
magrebí tirado en el suelo cubierto de sangre, rodeado de compatriotas. Llamé a
la Policía Local, pero los teléfonos estaban colapsados. Al enésimo intento
conseguí pedir una ambulancia. Entonces subí a mi casa por las escaleras, abrí,
grité llamando a mi mujer. Nadie. Había libros por los suelos, jarrones rotos
en la alfombra...
Vivir un
terremoto significa abrirte paso a codazos en el parque donde sueles jugar con
tus hijos, que ahora está lleno de vecinos que lloran, gritan y miran a sus
casas con la boca abierta. Mi mujer estaba sentada en el suelo de tierra,
descalza, abrazada a mis dos niños pequeños, cogiendo de la mano a una chica
ecuatoriana que llevaba otro bebé en brazos. Me descalcé, le di mis zapatos a
mi mujer, pero ella me dijo que necesitaba sentir la tierra bajo sus pies. Todos
lloraban. Os vais ahora mismo de aquí,
le dije. Mi querido San Juan se me apareció salvador, auténtico billete de
salida de aquel espanto.
Las llaves del coche están arriba, y el
coche en el garaje.
El miedo de
verdad no te da escalofríos, no te hace sudar. A mí, el miedo de verdad me hizo
jadear como si estuviera debajo del agua y me secó la boca por completo. Así,
con la lengua fuera, volví a entrar en el edificio, fijándome en las grietas,
la escayola por el suelo, los tabiques agujereados, el espanto en que se había
convertido mi escalera. Subí los cuatro pisos. A todo esto, me llamaron de mi
televisión, para que informase en directo a los murcianos de lo que estaba pasando
en Lorca. Traté de no ponerme a llorar para que no cundiera más el pánico.
Mi coche
estaba en el segundo sótano, donde todavía no he sido capaz de bajar. No me
apetece, me da respeto. Bajé al garaje, eché los zapatos en el asiento de
detrás, arranqué y salí de allí de estampida. Aparqué en medio de la calle,
volví al parque. La ecuatoriana que estaba con mi mujer tenía al marido en
Suecia, es camionero. Nos dijo que tenía parientes al otro lado de Lorca, así
que la animé para que se fuera con ellos teniendo cuidado de no arrimarse a los
edificios. Después saqué del parque a mi mujer y a los chiquillos, coloqué a
los bebés en sus sillitas mientras mi esposa se calzaba, y le indiqué por dónde
podía salir del barrio y meterse en la autovía sin peligro. Bendita casa en la
periferia, y bendito San Juan que iba a proteger a los míos.
Recuperé la
furgoneta de la televisión, me reuní con otros compañeros venidos de Murcia y
empezamos una conexión en directo que no terminó hasta las dos de la mañana. Cuanta
más información, menos miedo. Rutas alternativas de entrada a la ciudad,
recomendaciones de no usar el ascensor, no coger el coche, permanecer en
espacios abiertos, no acercarse al hospital de Lorca -que estaba siendo
evacuado por completo-, dirigirse a este hospital de campaña, a aquel
campamento de refugiados...
Mientras yo
hablaba, pasaban por nuestro lado todo tipo de sirenas, siempre en dirección al
centro de Lorca. Cuerpos policiales, Bomberos, Cruz Roja, Protección Civil, el
Ejército... Primero los pueblos más cercanos; luego los que venían de las
provincias vecinas, Almería, Granada, Albacete, Alicante... En las horas
sucesivas aparecieron más medios de comunicación; entre ellos, un santjoaner de pura cepa: Paco Bernabéu, de Canal 9, profesional de gran experiencia, que me dio un abrazo y
luego se perdió cámara al hombro entre las ruinas. A las dos de la mañana, otra
periodista y yo rescatamos de entre los escombros las campanas más pequeñas de
la iglesia de San Diego y la cabeza mutilada del santo de la portada, y se las entregamos
al párroco. Esto es un terremoto, empezar el día hablando de las vacaciones o
de fútbol y terminarlo hurgando entre las ruinas de una iglesia, tratando de
salvar alguna cosa, después de haber visto a tu mujer y tus hijos llorando
descalzos en un parque entre centenares de gente sin casa.
Aquella madrugada
la pasé en Águilas, en la casa de mi compañero de trabajo. Al día siguiente, el
primer balance. Nueve muertos, una treintena de heridos, daños muy graves en la
muralla del castillo, en todas las torres de las iglesias, en todos los bajos
comerciales... y corros de gente en la calle esperando la llegada de los
arquitectos. Una brigada armada con pértigas arranca azulejos y salta la
pintura sin contemplaciones, buscando los pilares de cada edificio. Un punto
verde pintado con spray significa que puedes volver a tu casa y tratar de hacer
vida normal. Un punto amarillo te da quince minutos para recoger lo
imprescindible. El punto rojo o negro en tu puerta significa que te acabas de
quedar sin nada; sólo con la ropa que lleves encima.
Ya han
pasado varios días; todos los que vivimos en la ciudad estamos muy tristes,
apáticos, con cierto miedo... pero Lorca es una ciudad fuerte, con mucho
temperamento. Tenemos además el ejemplo de los miles de inmigrantes que saben
lo que es pasarlo mal y empezar de cero. Mi calle ya está limpia, y las
campanas de San Diego casi no se han abollado. Entre todos, y con el apoyo de
tanta gente, no tengo la menor duda de que lograremos salir adelante.
Óscar Peña (izda.) y Alejo Lucas, la mañana del 12-M |
Avenida Europa, noche del 11-M |
Códigos rojo (prohibido entrar, posible derribo) y verde (sin daños); los azares del terremoto |
Derribo controlado del Complejo San Mateo (unas 100 viviendas), acometido varios meses después |
Barrio Alfonso X. Un frutero que no puede entrar en su local monta la tienda en los bajos, con los tabiques destruidos, prestados por una comunidad de vecinos cercana |
La Viña. Derribo del edificio de la calle Herrerías. Toda la zona quedó reducida a un inmenso solar. |
Calle Álamo, junto al Ayuntamiento. Casa antigua cuya fachada se quiso proteger. |
Avenida Juan Carlos I, calle principal de Lorca, la madrugada del 11-M |