miércoles, 27 de febrero de 2013

La guerra de las arañas (III)


La guerra de las arañas

Novela breve por entregas
Parte III 

         A la mañana siguiente, antes de la salida del sol, mi maestra y yo nos presentamos ante el alcalde. Sobre la mesa de su despacho había un zurrón con comida y agua y dos jaulas pequeñas tras cuyas rejas asomaban unos pequeños picos anhelantes.

         - Son cuatro palomas mensajeras -explicó el alcalde-; consideraríamos un gran favor que se las dieras al sheriff de Toral de Fondo.

         Rita inició una protesta indignada que atajé con un gesto del brazo. Miré las jaulas, el zurrón, luego de nuevo al alcalde. Éste se encogió de hombros pero no bajó la cabeza.

         - Te hemos buscado un coche -añadió, sabiendo que me estaba condenando a una muerte casi segura.

         Tres de las palomas sabían volver a O Cebreiro; la cuarta tenía un valor añadido pues provenía de San Froilán, y era a aquel puesto de vanguardia adonde regresaría tan pronto le abriesen la portezuela de la jaula. Aquellas aves garantizaban una comunicación directa, en pocos minutos, entre las tierras del Órbigo y las del Sil, aunque no al contrario. Las palomas mensajeras no son taxis, sino pájaros tristes que se mueren de añoranza por la tierra en la que se han criado.

         Salí de O Cebreiro a media mañana, entre la indiferencia fingida de una población a la que se había advertido de que aquella furgoneta no debía llamar la atención de los espías. Las jaulas iban colocadas en el asiento del copiloto, los cerrojos engrasados al alcance de mi mano; en caso de tener un mal encuentro debía dejar a los pájaros libres antes de ponerme yo mismo a salvo.

         La teoría política dice que en toda crisis social siempre hay un diez por ciento de revolucionarios, un diez por ciento de contrarrevolucionarios y un ochenta por ciento de masa inerte. Gente acomodaticia que sólo pide su pan, su hembra y la fiesta en paz, como decía aquella canción de tiempos del rey Juan Carlos. En el Bierzo, como en la huerta murciana, no todo eran ciudades francas o aldeas sometidas a los araknos. Por cada chincheta verde había tres negras, pero por cada negra había veinte o treinta con el color gris de la indiferencia mediocre. Primero sirvieron al señor feudal, luego al cacique, después al empresario y ahora a los nuevos amos con seis extremidades. Mientras las berzas siguieran creciendo y a ellos le dejaran ordeñar a las vacas a primera hora de la mañana y a la caída de la tarde, el resto del mundo les daba igual. Uno podía acostumbrarse al olor de los gases que exhalaban los extraterrestres, igual que en otros tiempos se habían acostumbrado al sabor del semen de los hijos de los amos o a las vocales secas de los señoritos que les hablaban con acento de Madrid.

         Mi primera parada fue en una de aquellas aldeas grises. Cospeito, una antigua ciudad con dos mil años de Historia dominada por un castillo. Muchas casas habían quedado reducidas a ruinas por las batallas que habían convertido a los supervivientes en agricultores silenciosos de mirada recelosa y clavada en el suelo. Los araknos habían establecido uno de sus cuarteles generales llenos de puertas y aristas en el viejo castillo de torreón redondo e hinchado, una metáfora grotesca de los vientres abotargados de los nuevos señores del planeta.

Comí en un antiguo hostal junto al Camino de Santiago, sintiendo el peso temeroso y hostil de una docena de miradas sobre mi mesa rinconera con vistas a una tapia. Las palomas mensajeras se habían quedado en el interior de la furgoneta, tapadas por un pedazo de lona.

         La sensatez más elemental me obligaba a continuar mi ruta a pie, escondido entre los bosques, en vez de meterme en la trampa de la carretera nacional. Al fin y al cabo, mi única obligación la tenía con la Villa de Coy. Su Consejo de Notables me había mandado al último confín del mundo con una doble misión: la primera, difundir por todo mi recorrido que en un lugar equis, indicado por dos coordenadas de longitud y latitud que me sabía de memoria hasta el tercer decimal, había una ciudad franca compuesta por tantas personas, rodeada por tantas aldeas hostiles y tantos batallones de araknos. Aquella parte de la misión la había cumplido con creces, y de cara a mi sheriff llevaba un documento con dos docenas de sellos y de firmas que acreditaban todo lo lejos que había sido capaz de llegar; que no era poco.

         La segunda parte de mi misión implicaba regresar a mi ciudad y volcar ante mis vecinos toda la información que había sido capaz de recopilar. Y aquello entraba en conflicto con el ruego del alcalde de O Cebreiro; aquellas dichosas palomas cuyas jaulas me habían atrapado a mí también.

Si había aceptado el recado había sido por una muestra de pragmatismo, que es algo que forma parte de la mochila de campaña de cualquier agente de enlace desde los tiempos de Miguel Strogoff. Sencillamente, había quizás un uno por cien de probabilidades -posiblemente, un uno por mil- de que pudiera regresar con vida desde los montes del Bierzo hasta la Villa de Coy. En el viaje de ida había estado a punto de caer en manos de los araknos en tres ocasiones; y en aquellos momentos había estado mucho más fresco y descansado. Sabía que en cualquier momento bajaría la guardia y cuando me diera cuenta estaría enganchado en algún tentáculo, o respirando el olor a pedo de los marcianos. De modo que, ¿por qué no hacerles un favor a los resistentes de aquellas tierras, antes de caer en la tela de la araña?

          Cospeito, con sus ruinas y su población desanimada, se perdió en el retrovisor de la furgoneta; una antigua Citroën C-15 de color blanco, cuyo motor se alimentaba con una mezcla extravagante de alcohol y polvo de carbón, que aún conservaba la matrícula territorial en vigor hasta la última década del siglo XX. Un código TO que ignoraba a qué municipio podía corresponder -tal vez Toral de Fondo-, pero que me hacía pensar en Totana, la ciudad alfarera vecina de Lorca, convertida ahora en una pedanía periférica de la ciudad esclava de Los Clemencios.

En el asiento del copiloto, encajado entre las jaulas cuyos ocupantes debían ser salvados a toda costa, llevaba un machete de cazador que me había regalado el alcalde a la hora de las despedidas. El hombre se disculpó por no poder facilitarme un arma de fuego, y me pidió que me hiciera cargo de las circunstancias extremas en que se hallaba aquella ciudad de vanguardia. Me hice cargo, por supuesto. Llevaba mi propia pistola, aunque sin balas, guardada en el fondo de mi zurrón. Aquel cuchillo no era gran cosa, pero tenía el filo suficiente para clavarse en un corazón humano o en aquellas escafandras de carne sin las cuales los araknos morían envenenados en pocos minutos.

         La carretera seguía el trazado marcado hace dos mil años por el Imperio Romano. En el siglo pasado la habían convertido en una autovía, con dos carriles que iban hacia Castilla y otros dos hacia Galicia. Ahora los carriles exteriores estaban mordidos aquí y allá por los picos y palas de los habitantes de la comarca. Mientras estaba en O Cebreiro, Rita me había explicado que los araknos obligaban a sus criados a arrancar el asfalto para pavimentar los caminos que llevaban a sus madrigueras. Era evidente; sin duda los araknos que se habían apoderado de Bagdad, de Caracas, de Kuwait City, podían tener petróleo fresco, alquitrán para las calles y combustible refinado para coches y aviones; pero aquellas ciudades suponían muy poca cosa en el mapa del país de las arañas.

En una ocasión yo mismo había podido ver muy de cerca una de aquellas brigadas de destrucción. Hombres, mujeres y adolescentes de ambos sexos, todos con la pulserita de oro que los araknos entregaban a sus criados, acababan a golpes con la obra de sus mayores para alfombrar las carreteras que llevaban a los cuarteles de sus amos. Aquella gente trabajaba a su ritmo, vigilada sólo por dos hombres sentados en el capó de un todoterreno, e incluso se acompañaban con risas y con alguna canción. Sin embargo, una de las mujeres a quien pedí un poco de agua me instó en voz baja a que me marchase antes de que los capataces me dedicasen una segunda mirada. Acompañó su comentario con una mirada de miedo tan intensa, que me largué de allí sin saciar la sed que llevaba todo el día lacerándome.

Habría recorrido veinte kilómetros desde Cospeito cuando detrás de una curva me topé con una pequeña barricada. Dos vallas de obra, un quitamiedos arrancado de la cuneta, algunos bloques de hormigón y dos hombres que me obligaron a parar, pistola en mano. Detuve la furgoneta veinte metros antes del obstáculo y miré con atención a los hombres que se acercaban con paso lento, uno a cada lado de la calzada. No se les veía la pulserita, pero aquello no significaba nada. Había muchos siervos que la escondían cuando iban a los mercados de las ciudades francas, o cuando trataban de engañar a algún incauto. También había agentes de la Resistencia que se ponían la pulserita de oro en la muñeca o el tobillo a fin de pasar desapercibidos en territorio hostil.

         Yo siempre me había negado a llevar aquel símbolo de esclavitud aunque fuera como disfraz o para proteger mi vida. Si había que morir, prefería ser descubierto y que me ahorcaran por espía, mirando a los araknos cara a cara, antes que ser apaleado en las calles de una ciudad franca entre gritos de cobarde y de traidor.

         - ¡Alto, amigo! ¡No sigas adelante, que la carretera está muy mal! -me dijo uno de aquellos hombres. Un campesino de mediana edad, vestido con un mono de mecánico sobre el que se había puesto un jersey rojo de lana, sucio y deformado. Iba acompañado por un chico de poco más de veinte años, vestido con cazadora de cuero, botas lustrosas, vaqueros y el pelo echado hacia atrás no sé si con brillantina o con mierda. En la mano derecha llevaba la pulsera de oro de los siervos de los araknos; una correa de eslabones, muy ostentosa, para que sus vecinos se dieran cuenta de que estaba en el bando ganador. También llevaba una pistola con la que me apuntaba directamente a la cabeza.

         - Fin del viaje -murmuré.

El hombre que me había abordado trató de abrir la puerta, pero el seguro estaba echado por dentro. Abrí la puerta, salí de la furgoneta.

- ¿Está mal la carretera?

- Está fatal -murmuró el del jersey de lana.

- ¡Hay que tocarse los cojones! -gruñí.

Mi enfado era real, pero no lo provocaba aquella excusa de segundo de Primaria. Estaba rabiando por aquella ocurrencia de utilizar la carretera, con la furgoneta y las palomas. A las que, por cierto, tenía que liberar a toda costa, antes de que aquellos siervos me dejaran seco de un tiro o me llevaran malherido al cuartel extraterrestre más cercano.

Avancé algunos pasos fingiendo estar muy interesado en lo que había más allá de la barricada, acercándome con precaución al otro lado de la furgoneta.

- Putas carreteras -comenté. Los siervos guardaron silencio, y en aquel silencio escuché otros pasos. Había otras personas bajando al trote por la ladera de la montaña.

Di media vuelta; el chico de la pistola retrocedió hasta el arcén sin dejar de encañonarme. El del jersey de lana me miró y denegó lentamente con la cabeza.

- Será mejor que te estés quieto, paisano -dijo, con tristeza.

- Tengo que abrir la ventanilla, que se me van a morir los animales -le dije, mientras pasaba con rapidez por delante del joven-. ¡Tenga las llaves!

Le lancé el llavero por encima del capó; él se echó hacia atrás y alargó las manos de manera instintiva para atraparlo.

- ¡Quieto! ¡No te muevas! -gritó a continuación; pero ya era demasiado tarde. Había perdido cinco segundos muy valiosos tratando de coger las llaves al vuelo; tiempo suficiente para que yo abriera la puerta y destrabase los cerrojos de las jaulas. Hubo un revuelo de plumas; una garra me arañó la oreja derecha. Las cuatro palomas mensajeras salieron disparadas, tres de ellas de regreso a O Cebreiro y la cuarta a San Froilán.

         Mientras los dos siervos me tiraban al suelo y empezaban a patearme, lo único que sentí fueron las lágrimas de Rita al recibir, por triplicado, el mensaje de que el hombre que la noche antes la había amado, el que había compartido con ella leyendas de torres y terremotos, había muerto a manos de sus enemigos.

         No me mataron -es obvio, ya que estáis leyendo mi informe, enviado gracias a la ayuda de un hacker-. Peleamos dos contra uno durante varios segundos, hasta que una tercera persona empezó a gritar que me estuviera quieto o me iba a volar la cabeza. Me detuve, claro, y quedé con las manos arriba, entre el lateral de la furgoneta y un pequeño corrillo compuesto por cuatro hombres: los dos que me habían dado el alto y dos recién llegados, uno de los cuales me apuntaba con una escopeta de caza.

         Animado por los refuerzos, el siervo del jersey de lana me cogió del cuello de la camisa y me gritó, con saña, quién era yo y adónde iban las palomas mensajeras. Pensé en utilizarlo como escudo humano; protegerme detrás de él hasta llegar a la cuneta, y una vez allí huir campo a través. Sin embargo, me temí que al tipo de la escopeta le daría igual cobrar una pieza que dos. No me apetecía acabar tumbado en aquella carretera, tratando de liberarme de los despojos de aquel gañán mientras nuestra sangre se mezclaba sobre el asfalto sucio de aceite.

El hombre seguía increpándome, escupiéndome las palabras a la cara, envolviéndome en su aliento, mientras los otros me vigilaban muy de cerca. Había que rendirse y esperar una ocasión más propicia.

- Me llamo Casio Querea, soy un mensajero leal a nuestro planeta, y esas palomas van a O Cebreiro y a San Froilán.

El tipo de la escopeta empezó a reírse y a decir que la de San Froilán iba a hacer el viaje en balde, pero el del jersey de lana le gritó que se callase, con cierta dureza. Quizás fuera pesadumbre, o incluso una cierta vergüenza, el sentimiento que asomó a sus ojos porcinos durante décimas de segundo. La vergüenza del animal que se humilla para que dejen de pegarle o le den algo de comer.

Después de conseguir mi confesión me obligaron a quitarme la chaqueta, la camisa y los pantalones para comprobar que no llevaba ningún arma escondida. Me resigné a quedarme en calzoncillos esperando que no se pusiera a llover o a nevar, pero cuando me mandaron descalzarme tuve que salir por la tangente: era imposible tratar de escaparse con los pies descalzos. De manera que aproveché que el del jersey de lana había bajado la guardia y le pegué una bofetada; como era de esperar, me gané una lluvia de puñetazos y de patadas que sobrellevé de la mejor manera posible. En un momento dado, el del jersey me cogió por los pelos, me llevó hasta la parte trasera de la furgoneta e hizo que me metiera dentro dándome una patada en el culo. Dos de los hombres entraron conmigo y me hicieron tumbar en el suelo boca abajo, sentándose encima de mí porque ahí atrás no había más sitio. Luego cerraron la puerta desde fuera y quedé prisionero. Pero con mis botas.

(Continuará...)

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